viernes

Sin novedad en el frente


Los resultados de la encuesta más reciente, como era previsible, registran una significativa caída en la aprobación presidencial. Diecinueve puntos, para situarse en 60%, mientras el gobierno retrocede 3 puntos a 40% y el Presidente del Consejo de Ministros baja 13 puntos, a 30%. Previsible decimos, porque la aprobación del mes anterior registra el momento más importante de lo que va del gobierno de Martín Vizcarra. La disolución constitucional del Congreso de la República en octubre pasado marcó el punto culminante de su relación con la gente, que la demandaba mayoritariamente. A partir de entonces, el descenso de su popularidad, mayor o menor, será un lugar común.
Sus dificultades para hacer política y gestionar el país, continuarán sin duda. La renuncia de la exministra de Salud, tanto como las desafortunadas declaraciones del inefable ministro de Transportes y Comunicaciones sobre el “club de la construcción”, son apenas los síntomas más recientes de un Ejecutivo que carece de ideas y de la fuerza necesaria para hacer realidad la limitada agenda de reformas que le permitió conectar con la opinión pública. Su negocio desde este momento, hasta el término de su mandato, será mantener su nivel de flotación.
En este contexto, la inscripción de las 22 listas y las decisiones recientes del JNE evidencian que las elecciones de enero no se darán en condiciones aceptables ni despertarán interés mayor en la ciudadanía. Las mismas viejas normas que nos llevaron a la anterior representación, los partidos franquicia y los muertos con historial y prontuario que no quieren terminar de morir o pretenden resucitar, son parte de un escenario poco atractivo. La aprobación de la reelección, establecida por el JNE con el argumento de las elecciones complementarias, anuncia que ni siquiera tendremos el consuelo de la valla electoral, sacando de carrera para el 2021 a algunas de las combis en competencia.
La decisión del Jurado Especial Electoral de Lima Centro 1, que ha iniciado un proceso al Primer Ministro y a la ministra de la Mujer y Poblaciones Vulnerables por supuesta violación del principio de neutralidad que los funcionarios deben tener en una elección, por exhortar al electorado a votar con información y responsabilidad, debe llamar nuestra atención. Máxime cuando alguno de los más altos funcionarios de ese poder del Estado, aparece en diversos audios de “los cuellos blancos”.
A esos «ruidos», más importante aún, se añadieron en las últimas horas las explosivas declaraciones de Dionisio Romero, mandamás del Banco de Crédito, aceptando un aporte de más de tres millones de dólares entregados el 2011 a Keiko Fujimori para “que el chavismo no tomara el control del país”. Que un banquero use los dineros de su empresa para apoyar a una política, que lo haga en efectivo y bajo la mesa para que nadie se entere y, finalmente, que decida hacerlo público ocho años después cuando se siente apremiado por el Ministerio Público, sorprende tanto como el descenso de la aprobación presidencial. Quien lo hereda, no lo hurta; recordemos que el padre del directivo del BCP fue protagonista estrella de uno de los videos más populares de Vladimiro Montesinos.
Más allá de si se trata de un presunto delito de lavado de activos o de una «simple» falta administrativa, como sostienen distintos abogados preocupados por el futuro de Keiko Fujimori, lo que es evidente es que seguiremos asistiendo a temblores de distinta intensidad que continuarán afectando a nuestros principales grupos empresariales como parte de las disputas y pugnas por la corrupción. Ello, porque es evidente que la pregunta sobre dónde se origina la corrupción, adquiere renovada vigencia en el país.


desco Opina / 22 de noviembre de 2019

lunes

Un Sur sin norte


La última intervención del gobernador Elmer Cáceres Llica para aplacar los ánimos de los pobladores de La Joya Antigua y Nueva que bloquearon la Carretera Panamericana, fue desastrosa. No sólo estaban furiosos por el deficiente funcionamiento de la planta de agua potable que inauguró recientemente el Gobierno Regional de Arequipa, sino que tuvieron que soportar las respuestas sin sentido del gobernador a sus demandas, pues según dirigentes de la Federación de organizaciones sociales de La Joya, se encontraba en estado de ebriedad.
Lamentablemente, este no es un caso aislado del comportamiento errático del Gobernador de Arequipa. En su primer año de gobierno inauguró obras sin culminar, como la Variante de Uchumayo; cambió constantemente a los gerentes regionales evidenciando la falta de respaldo de un equipo profesional para asumir las riendas de su gobierno; contrató personas poco confiables como asesores de su despacho, es el caso del ex Contralor Edgar Alarcón –sospechoso de diferentes actos de corrupción– quien hace pocos días acaba de presentar su carta de renuncia al cargo que venía desempeñando; le es muy complicado argumentar sus propuestas, por lo que omite participar públicamente en espacios interesantes de interlocución como Perumin o ser entrevistado por la prensa local; y está en permanente enfrentamiento con el presidente Martín Vizcarra.
A ello se suma que no hay certeza sobre la resolución de proyectos emblemáticos para la región como la carretera Autopista La Joya y el proyecto Majes Siguas II. Quizá, el único mérito de su gestión hasta el momento, haya sido su articulación a la Mancomunidad Macrorregional del Sur, creada para emprender proyectos en común hacia adelante.
Está por culminar su primer año de mandato y aun no tenemos norte, la aprobación de su gestión ha descendido considerablemente, ya en junio pasado una encuesta del grupo Idessia arrojaba solo 14% de aprobación, y tras los actos violentos de protesta por Tía María, ha sido acusado incluso de azuzador; de allí que un exalcalde se haya animado a impulsar un proceso de revocatoria.
Por otro lado, en Puno también se percibe un descontento generalizado. Tras la encarcelación del gobernador Walter Aduviri, el sillón regional quedó encargado al vicepresidente Agustín Luque Chayña, que ha mostrado un comportamiento timorato para confrontar problemas que mantienen a la población en tensa calma como la contaminación ambiental en Azangaro, Melgar y Puno o el problema limítrofe con Moquegua.
Con la reciente renuncia del presidente Evo Morales, también quedarían en stand by las negociaciones que se venían realizando con el país altiplánico para la importación de gas boliviano a Puno, uno de las propuestas que más popularidad le dio a la gestión de Aduviri, de la cual Luque Chayña también es parte.
Así las cosas, el sur muestra un sombrío panorama que se añade a las consecuencias de la crisis política en el país que afecta también el desempeño de la economía, que va mostrando una importante disminución en el ritmo de crecimiento de años previos y, por tanto, incrementos en el desempleo, la violencia social y el deterioro en los ingresos.
Se suma a lo expuesto la inacción del Gobierno Nacional frente a situaciones como las generadas en Tía María y otros escenarios complicados en el sur, como aquellos que tenemos en Apurímac, Cusco y Madre de Dios, prontos a estallar si no son tratados adecuadamente. El desgobierno y el descontento constituyen una mezcla explosiva en los procesos sociales y políticos. Estamos advertidos.


desco Opina - Regional / 15 de noviembre de 2019
Programa Regional Sur - descosur

viernes

El estallido chileno y los desafíos para el Perú


La crisis política chilena ha impactado no solo en la clase política del país del sur, sino también en las élites de toda América Latina, incluyendo desde luego al Perú. Prácticamente nadie se esperaba el estallido, las movilizaciones masivas ni la radicalidad y la violencia, esta última desatada al parecer por grupos minoritarios.
Ante esto, los analistas de distintas tendencias se plantean la inevitable pregunta: qué ha provocado una protesta de tal magnitud, cuyas demandas cuestionan elementos claves del régimen neoliberal implantado hace más de cuarenta años. Los defensores del mismo sostienen que no es crisis del modelo, el cual tiene importantes logros, encontrándose aquí al menos dos tipos de argumentación: por un lado, quienes aluden a que las protestas son resultado de una falla del Estado y de las instituciones, mas no del libre mercado, desconectando el régimen económico de la institucionalidad, tal cual lo afirman al menos dos conspicuos neoliberales peruanos. Por otro lado, hay posiciones extremas, que sostienen la idea de una conspiración chavista, amparándose en un comunicado de la OEA, o en investigaciones que muestran –supuestamente– millones de tuits emitidos desde Venezuela o Rusia, incentivando la revuelta.
Al respecto, es curioso observar cómo los argumentos de los defensores del neoliberalismo se parecen a los esgrimidos por los defensores del socialismo real que, a fines de los años 80 del siglo pasado, se afanaban por demostrar que no era el modelo el que fallaba, sino su aplicación y las desviaciones en que se incurrieron, coinvirtiendo a este en una suerte de entelequia o esencia inmaterial.
Desde otras posiciones, se sostiene que el estallido es fruto de innegables fallas estructurales del modelo, especialmente de las desigualdades y de la arraigada sensación de injusticia social en millones de chilenos, pese a los altos estándares de vida que exhibe Chile en comparación con el resto de Latinoamérica. Por supuesto, hay quienes anuncian el fin del modelo.
Como se sabe, Chile es a la fecha el país líder de la región en producto per cápita, casi duplicando, por ejemplo, el peruano (en el 2018, US$ 24,190 a precios de paridad de poder adquisitivo versus US$ 13,810). Es también el de mejor posición en el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas (lugar 44, versus 89 del Perú al 2017). Adicionalmente, solo el 8.6% de la población se encuentra bajo la línea de pobreza, frente al 20.5% en el Perú (cifras del banco Mundial), observándose también que la línea de pobreza chilena es hoy de US$ 228, en tanto la del Perú equivale a US$ 104 mensuales por habitante. Los analistas de orientación neoliberal abundan en estadísticas para demostrarlo, algo que han practicado con frecuencia en el Perú, cuando defienden inversiones mineras resistidas por la población (Conga o Tía María), tratando de deslegitimar con cifras macroeconómicas las demandas ciudadanas.
Pese a las posiciones extremas, hay una cierta coincidencia en que las protestas en Chile tienen como fondo la desigualdad económica y social persistente en un país de altos ingresos; los extremos a los que se llevó la privatización (especialmente en educación y salud), la desafección ciudadana ante un sistema político oligopólico, entre otros factores. Más allá de esto, la situación plantea en nuestro país la necesidad de reflexionar y obtener algunas lecciones.
En este sentido, en distintos círculos se afirma que difícilmente esto podría ocurrir en el Perú debido a las notables diferencias con la sociedad chilena, destacándose particularmente a la informalidad (por ejemplo, 75% de la PEA es informal hoy en el Perú). Siendo Chile un país altamente formal e institucionalizado, las demandas al Estado son mucho mayores que las que recibe el peruano, del cual un amplio sector de la población espera muy poco o nada.
Se tendría aquí entonces, una suerte de «colchón» que nos cubriría, no se sabe hasta cuándo, de un estallido social contra el modelo. Lo que antes se miraba con envidia (la institucionalidad chilena y su sistema político estable y fuerte), ha perdido hoy estima y no sería extraño que comience a revalorarse nuestra precaria institucionalidad. No hay que olvidar, sin embargo, que la informalidad expresa no solo la debilidad del Estado, sino también las brechas tecnológicas de la economía peruana, que se traducen en productividades e ingresos altamente diferenciados, lo que agudiza o, en el mejor de los casos, dificulta avanzar en reducir las desigualdades. No hay que alegrarse entonces de tener una informalidad tan grande, cuyos costos sociales son también muy altos (minería informal e ilegal, cultivos ilícitos, tala ilegal, transporte público informal, entre otros).
Los desafíos tienen que ver entonces con afrontar las desigualdades y brechas existentes, a través de la diversificación productiva; el impulso a las pequeñas y microempresas para la creación de empleos de calidad, más allá del sector extractivo; aumentar la presión tributaria, fortalecer la capacidad regulatoria del Estado (incluyendo por ejemplo, SENACE OEFA, OSINERGMIN, SUNEDU, a los que hay que dejar de recortar sus recursos y funciones) y la eficiencia de las inversiones públicas, avanzando más allá de la preocupación por desarrollar mecanismos de obras por impuestos o alianzas público-privadas, entre otros.
La crisis chilena es una advertencia para construir una economía más diversificada, inclusiva y equitativa, un Estado más eficiente, transparente y con capacidad regulatoria, una presión tributaria al menos similar al promedio latinoamericano, servicios públicos de calidad y –por último, pero no menos importante un sistema judicial transparente y ágil, así como un sistema político más democrático y participativo. No es una fórmula que vaya a terminar con las protestas sociales, pero al menos podría reducir la inestabilidad y conflictividad social, pero sobre todo las desigualdades.

desco Opina / 8 de noviembre de 2019