viernes

Pueblos indígenas eternamente desplazados



Las noticias de corrupción política y los desastres ocasionados por las lluvias, han contribuido a que las noticias de la selva del país no se escuchen ni atiendan con la urgencia que merecen. A inicios de febrero, con el argumento de un supuesto permiso de las bases militares del VRAEM, traficantes de madera fuertemente armados desalojaron a la Comunidad Nativa Asháninka de Meantari (Satipo).
No es la primera vez que desplazan a familias asháninkas de sus territorios ni que son atacados, ni afectados en su integridad física para extraer los recursos forestales del interior de sus comunidades. Lo que más preocupa es la escasa capacidad de respuesta de las instituciones del Estado, lo que deriva en la impunidad de los infractores o en respuestas violentas de las comunidades amazónicas. Se desconoce si esta denuncia ha sido atendida por las autoridades policiales locales, sin embargo, independientemente del resultado de las indagaciones y pesquisas quedan muchas interrogantes; ¿cómo es posible que un grupo armado de sesenta personas pueda transitar tranquilamente en una zona declarada en emergencia por causa del narcotráfico? De existir la supuesta autorización militar indudablemente se trataría de un nuevo caso de corrupción y tráfico de tierras, porque el otorgamiento de permisos forestales le corresponde al SERFOR y no a las fuerzas armadas. Los nativos han identificado a los líderes de esa amenazante incursión armada y esperan que las autoridades tomen las medidas correctivas pertinentes.
Entre 1980 y 1990, debido a su vulnerabilidad, las comunidades nativas de la selva central fueron violentamente desplazadas y masacradas por las huestes terroristas. Tras conseguir el cese del hostigamiento con la participación del llamado ejército Asháninka y de las fuerzas armadas, los nativos volvieron paulatinamente a sus comunidades; sin embargo, en la zona del VRAEM aún quedan territorios que son inseguros para restablecer sus poblados. Los madereros ilegales así como los narcotraficantes y quienes se hacen pasar por colonos con fines subalternos quieren arrebatarles el derecho de posesión, situación que se agrava por la lentitud e inercia del Estado para otorgarles los títulos de propiedad que les corresponden. Según recientes informes, a la fecha quedan muchas comunidades nativas sin titular y esa carencia de titulación se convierte en oportunidad para un sistemático despojo. Según manifiestan las organizaciones nativas tan solo en la provincia de Oxapampa existe un aproximado de 250 títulos de propiedad otorgados por el Estado a terceros que se superponen sobre sus territorios. Caso similar lo representan las concesiones extractivas que tampoco respetan la intangibilidad de sus tierras. Cabe resaltar que el reconocimiento de los derechos de propiedad indígena es uno de los compromisos del Convenio 169 sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes del cual el Perú es signatario desde 1993.
Desde el año 2008 existe un compromiso del Poder Ejecutivo por culminar con el proceso de titulación. Como esto no sucede, se siguen generando movilizaciones de las comunidades nativas exigiendo celeridad. El diálogo ha cambiado de interlocutor en reiteradas oportunidades, en la última movilización nuevos rostros de la PCM se han acercado a dialogar con las mismas promesas de siempre ante los líderes indígenas. Bajo el lema de “Resistencia Indígena Asháninka”, los líderes de federaciones indígenas de la selva central (ANAP, UNAY, OPIYAT, ARPI y FRECONAYAPPP), han puesto en el debate ante el representante de la PCM una amplia agenda que incorpora la titulación de sus tierras así como la atención prioritaria de las necesidades básicas de sus comunidades; temas que por años han sido prometidos por los sucesivos gobiernos de nuestro país. El caso Meantari es sólo uno de los muchos que afectan a las comunidades indígenas y su causa principal es la lentitud en la titulación de sus tierras.
Actualmente, la comunidad nativa de Meantari está gestionando frente a la Dirección Regional de Agricultura (DRAG) de la región Junín el título de propiedad. No obstante, algunos invasores por medio de la Asociación “Señor de Luren”, argumentan haber colonizado estos aislados parajes de propiedad del Estado para actividades agrícolas y por tanto reclaman derechos posesorios al interior del territorio comunal, complicando el justo reclamo de propiedad de los indígenas. En la visita de inspección realizada por funcionarios del SERFOR con el acompañamiento de los comuneros, se constató el hallazgo de madera ilícitamente talada, pero no presencia de chacras ni casas de colonos. Todo indicaría que en el terreno no hay agricultores pero es notorio que se estaría preparando la tierra para cultivos ilegales de coca. La Central Asháninka del río Ene (CARE) exige que las instituciones del Estado tomen las medidas correspondientes para asegurar la pacífica toma de posesión de territorios ancestrales. Si se hace oídos sordos a este reclamo podrían generarse nuevas paralizaciones de las comunidades nativas. Lo más grave sería que los líderes indígenas convoquen nuevamente al ejército Asháninka, que cuenta con armas entregadas por el ejército peruano para el patrullaje contra los narcoterroristas. Ante la indiferencia del Estado, los nativos podrían tomar la justicia por cuenta propia, con temibles consecuencias.

desco Opina - Regional / 24 de febrero de 2017
Programa Regional Centro

jueves

Corrupción en clave política



Lo que tenemos entre manos en materia de corrupción actualmente, pareciera una reedición de lo experimentado en el 2000. Sin embargo, además de los videos –ahora ausentes– que nos mostraban sin intermediación cómo y a quiénes se corrompía entonces, hubo también –a diferencia de hoy– un sector de la élite peruana reaccionando en contra de estas prácticas. Sino, miremos los otros videos de esos años, los de Toledo en las calles, y reparemos quienes iban a su lado.
Sobre ello, tal vez sería importante recordar que la manera como entendemos actualmente la corrupción no tiene muchos años de vigencia, contra lo que suponen las versiones «historicistas». Fue en los 90 –no más allá– cuando luchar contra la corrupción apareció como la nueva estrategia del Banco Mundial y del FMI para darse legitimidad en el mundo que surgió al concluir la Guerra Fría, cuando los países del Norte buscaron adaptarse a la circunstancia de menores recursos disponibles para la cooperación internacional y mayor presión de los movimientos sociales del Sur y de sus propios países, buscando generar mayores niveles de accountabilty. Surge entonces el paradigma del «buen gobierno», en su versión moderna, que impulsa un conjunto de medidas políticas dirigidas a convertir instituciones públicas «disfuncionales» en proveedores de servicios eficientes y transparentes. 
En los 90 también se planteó la irrelevancia de una «teoría general de la corrupción» que solo se refería a la corrupción política sin casi tocar «las áreas privadas no gubernamentales», una deficiencia que aparecía como fundamental para comprender un sistema como el neoliberal, que centraba gran parte de su argumentación en la privatización de servicios y recursos, antes en manos del Estado. Un paso importante de esta nueva perspectiva fue construir definiciones centradas en el interés público con un enfoque en el daño causado al bien común como resultado de una actividad corrupta, independientemente de quien la ejecute, mientras que esa persona realice una función que, por lo menos oficialmente, sirva al público. De esta manera, la corrupción se empezó a entender como algo que podía estar más allá de la ley misma: esta comprensión implicaba que un acto podía verse como corrupto y criminal, aunque pudiera ser legal.
Todo ello, en la actualidad, se pone en el centro mismo del debate sobre la calidad democrática. En otras palabras, cualquier política para promover la democracia debe incluir esfuerzos más audaces e inteligentes para combatir la corrupción. Diamond señala que, aun cuando hay avances, lo realizado es insuficiente y el sistema internacional debería cumplir roles estelares en este asunto: “Estados Unidos debería esforzarse más para identificar los activos internacionales de los dictadores venales y sus compinches, procesarlos por lavado de dinero y devolver su inmensa fortuna a sus ciudadanos”. Concluye afirmando que la administración Trump debe ordenar a USAID que dé prioridad a los programas que buscan crear burocracias profesionales y agencias autónomas capaces de auditar las cuentas del gobierno y de procesar la corrupción. Asimismo, debe ayudar a los grupos de la sociedad civil y a los medios de comunicación en sus esfuerzos por rastrear los fondos robados y responsabilizar a los servidores públicos.
Sin embargo, nuestro proceso de construcción institucional parece trascender la teoría que viene alimentando los debates sobre el declive de la democracia. Para el caso, Óscar Ugarteche identificó al menos seis tipos de corrupción en el Perú de los años 90. La primera –y más generalizada– fue el envilecimiento de la clase política y de los medios de comunicación cuyo precio, bochornoso, fue pagado para asegurar el apoyo al régimen. Un segundo tipo fue el desvío de fondos públicos hacia el Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), Poder Judicial y al mismísimo presidente de la República.
Un tercer tipo de corrupción estuvo vinculado al manejo y uso del dinero de las privatizaciones. Un cuarto tuvo que ver con el uso de información privilegiada. Un quinto tipo, más frecuente y pequeño, fue el uso de recursos para favorecer a familiares a través de mecanismos tramposos. Por último, está la privatización del Estado, “que da lugar a que ocurran casos de nepotismo y concurrencia”.
De esta manera, las definiciones de corrupción que han estado circulando son insuficientes para catalogar con precisión el caso peruano y aun cuando era consensual que en los 90 y ahoraestábamos ante una situación sistémica, la realidad supera con creces esta categoría y subraya el hecho de que estos actos no son excepcionales sino la regla y, fundamentalmente, una manifestación de poder, a decir de Ugarteche:  “En el Perú [desde] los años noventa, la corrupción de las élites tradicionales se unió con la generada por las corporaciones transnacionales creando una nueva combinación que tuvo su punto culminante durante la época de Fujimori. Este hecho ha afectado profundamente la sociedad peruana y continuará haciéndolo por varios años”.


desco Opina / 16 de febrero de 2017

viernes

Corrupción, desastres y participación ciudadana



El frenazo en el crecimiento económico del país es ya un tema preocupante. Tres hechos recientes impactan claramente sobre la economía del país y ponen en cuestión el bienestar alcanzado por la gente. Recientemente, el ministro de Economía y Finanzas, Alfredo Thorne, afirmó que el gobierno redujo los estimados de crecimiento del país de 4,8% a 3,8% para este año debido al daño provocado por la escandalosa corrupción del caso Lava Jato al involucrar a las más importantes empresas constructoras de Brasil y sus socios peruanos. A eso debe sumarse la parálisis del gasoducto del sur  y la manera como se gestiona la construcción del aeropuerto de Chincheros que tuvo su primera adenda al contrato.
Adicionalmente, el PBI del 2017 se encoge más por los daños ocasionados por las lluvias de regular y alta intensidad en la costa norte, la sierra y la amazonia, como fuera  pronosticado por organismos estatales como el SENAMHI y el CENEPRED sin que se hayan tomado las mínimas previsiones. Ante ello, siguiendo una penosa costumbre nacional, nuevamente las autoridades municipales y sectoriales han reaccionado sobre los efectos de los fenómenos naturales, ya que no se tomaron las medidas para prevenir y mitigar los desastres, con la consecuente destrucción de bienes públicos y privados, así como la muerte de decenas de compatriotas que pudieron salvarse. A la fecha importante infraestructura de comunicaciones, educación y salud se ha perdido.
El servicio de agua potable viene siendo racionado en muchos lugares del país debido al colapso de los sistemas de tratamiento de agua para consumo humano. Las principales rutas terrestres para el flujo de alimentos y combustible entre las regiones de la selva, sierra y la costa están limitadas generándose escasez y encarecimiento de los alimentos.
El Estado peruano viene atendiendo la emergencia pero es muy probable que la situación de daños se agrave en los siguientes dos meses ocasionando además, graves conflictos sociales en ámbitos urbanos y rurales producto de la escasa o nula planificación y preparación frente a los fenómenos naturales o la adopción de medidas de planificación y la gestión adecuada del territorio convertido ahora en zonas de desastre. Y si nos ponemos a pensar ¿a quiénes contratarán para la reconstrucción de estas obras?
Ya conocemos como las adendas benefician a las empresas privadas y nunca a la gente, y como se dilapida el dinero público con que se financian estas obras, recaudado a través de los impuestos que todos pagamos. El gobierno dice que ahora invertirá 529.5 millones de dólares en Chincheros, y solo para hacernos una idea de cuánto dinero es, si lo destináramos a pagar el sueldo mínimo de S/ 850 soles mensuales, permitiría generar 192 781 puestos de trabajo nacional durante un año.
¿Quiénes sufren las consecuencias de esta situación? No es el funcionario que gana más de 10 000 soles mensuales y cuya canasta familiar de alimentos comprende solo el 25% de su presupuesto, sino más bien las familias que se sustentan con un sueldo mínimo en el que el 75% de su presupuesto corresponde a la canasta familiar.
Provoca como es usual, hacer un llamado a las autoridades para que asuman su rol de liderazgo y conducción en la atención de la emergencia, pero… basta mirar al alcalde de Lima ausente en la prevención y paralizado para atender las demandas –aunque  probablemente sí contento por la prescripción del caso de corrupción “Comunicore” que implica a sus funcionarios– para no insistir vanamente por ahí.
Por ello, hacemos más bien un llamado a los ciudadanos y a sus organizaciones a manifestarse y hacer sentir a las autoridades y funcionarios de los distintos niveles de gobierno nuestra indignación ante el desastre y calamidad a la que nos están conduciendo como país. Los mandantes somos todos los peruanos y peruanas que entregamos un mandato a quienes elegimos democráticamente a través de nuestro voto.
Este 16 de febrero se dará una primera marcha en contra de la corrupción. Lo que sucede en el Perú, en nuestra región y en nuestras ciudades depende de sus ciudadanos y de sus organizaciones, y en la medida en que podamos ser conscientes de cómo la corrupción afecta nuestras vidas, podremos participar y vigilar la acción de las autoridades en beneficio de todos los peruanos.
Empecemos esta vez por conversar con los miembros de nuestras familias sobre lo que sucede en el país y pedirles que opinen, intentemos organizarnos en nuestros barrios en juntas de vecinos o vayamos a activar la organización comunitaria del distrito. El valor innegable de la participación ciudadana es un arma poderosa ante la corrupción y los desastres. Debemos ponerla en marcha ahora que los peruanos solo creemos en nosotros mismos.


desco Opina - Regional / 10 de febrero de 2017
Programa Urbano