En una coyuntura que compromete
a los cuatro últimos expresidentes de la República en casos de megacorrupción y
donde además el descontento social se traduce en desconfianza hacia el sistema,
paros agrarios y movilizaciones en las calles que reclaman por nuevas
elecciones, Martín Vizcarra asume la conducción del país como el nuevo Jefe de
Estado.
Vizcarra aceptó su cargo frente
a un Legislativo que dio la forzada apariencia de consenso y aprobación abierta.
De cara a la clase política peruana, el nuevo Presidente de la República
informó sobre su deseo de recuperar la confianza hacia el Estado, miró hacia el
Bicentenario e invocó para un nuevo pacto social.
Durante su discurso en el Congreso de la
República, expuso la agenda de lo que será su gestión: educación como eje
central para la lucha anticorrupción, generación de empleo a través de la
inversión privada para un crecimiento equitativo y estabilidad institucional para
enrumbar al país dentro de un proceso democrático. Ese es el objetivo: reforzar
la democracia a través de una serie de reformas para recuperar al país. Hay,
sin duda, claridad.
Pero, las cosas empiezan a
desdibujarse cuando queremos saber hacia dónde se apunta con este lanzamiento
reformista, porque no es la primera vez que hemos escuchado propuestas
similares y los resultados, como sabemos, solo han beneficiado a sectores de élite muy específicos.
A nadie más. Y esto es así porque el marco sobre el que se quiere actuar
deviene de manera cada vez más nítida como inadecuado e insuficiente para los
cambios necesarios. Este marco es el constitucional, el mismo que organiza el
modelo neoliberal desde 1993 y que ya no da fuego.
Por eso, es necesario abrir el
espectro político, generar un debate intenso y politizado, para establecer
–políticamente– la necesidad de generar un
momento constituyente que nos conduzca a un nuevo ordenamiento normativo, con
la esperanza de revigorizar la democracia, generar nuevos y más potentes
actores que la sostengan y ofrecer más garantías para el ejercicio de derechos
de los ciudadanos.
De esta manera, el nuevo pacto
social está directa e íntimamente relacionado a una Constitución que admita las
reformas económicas, educativas y políticas necesarias para sostener la
(re)construcción del país que se quiere para el Bicentenario. Sin una nueva
Constitución, el pacto social será una continuidad más de lo que hay
actualmente y Vizcarra, sin pena ni gloria, pasará como el que pudo hacer cambios
pero no lo logró.
Para evitar ello, y con el
objetivo de impulsar una Constitución popular, Vizcarra tiene el reto de hacer
andar el aparato estatal y así levantar desde lo local, provincial y regional,
lo que será este nuevo pacto social. A través de cabildos abiertos, agendas
locales y regionales, el Ejecutivo tiene el deber de articular con las
instancias correspondientes para que el Estado se vea en la capacidad de
responder y aunar esfuerzos y, a su vez, recoger lo que sería una campaña hacia
el momento constituyente.
Así, se requiere construir
confianza. Esto es básico para generar formas de acción política que deben
politizar ciertas demandas sociales. Porque, aunque suene paradójico, este no
es un Estado asediado por la demanda social, sino uno donde la gente se va a
quejar, que no le da cosas, que no sirve, que no funciona, pero al mismo tiempo,
no sabe bien ni le interesa muchas veces profundizar qué es lo que no está
recibiendo.
En resumen, el pacto social
debe significar, antes que nada, la movilización ciudadana porque no estamos
ante una vibrante sociedad que se esté manifestando de manera institucional,
simplemente ha adquirido intereses más locales, regionales, sin esperanza de lo
que pueda dar lo nacional.
De esta manera, la ocasión
para castigar al gobernante se da cada cinco años, con las elecciones, pero
difícilmente estas situaciones levantarán una nueva legitimidad. Esto, además,
tiene relación directa con el hecho de que se gobierna tomando decisiones
diferentes a las promesas con las cuales se eligió a los gobernantes.