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Lo que no se conoce, no existe

A propósito del último mensaje presidencial hay algunos aspectos que debieron abordarse y generar un debate fundamental. No fue así. Por ejemplo, una primera, primerísima cuestión «técnica» que resalta ahora con nitidez obvia, es lo poco o nada que se puede hacer ante una crisis si no hay una debida caracterización de la población que se busca intervenir, para paliar los efectos. En otras palabras, si no podemos focalizar, no vamos a tener resultados, sobre todo, porque no tendremos criterios para establecer el impacto de la medida adoptada. Porque no se puede focalizar, el sentido común demandaba, por ejemplo, un bono universal con focalización inversa.

Puede haber recursos, de hecho, los tenemos, pero si no sabemos dirigirlos a quienes los demandan sólo es desperdiciarlos. Aun así, esto tampoco es tan sólidamente cierto. La incertidumbre que da forma a la situación de crisis, obliga a ser conservador –si se acepta el término– en el gasto, por la sencilla razón que las actuales «zonas de impacto» en donde se centran los objetivos serán en el corto plazo solo una primera línea de problemas a resolver, que irán revelándose sucesivamente en la medida que se profundicen las intervenciones. En suma, los costos irán aumentando geométricamente cuando debamos tratar nuevos desafíos al avanzar en el manejo de las situaciones actuales.

En segundo lugar, pareciera que nos cuesta mucho aceptar que tenemos un enorme problema de gestión y nada mejor para mostrarlo que contrastar entre lo que debiera ser y lo que finalmente hacemos. Todos los modelos afirman que lo esencial en una crisis, cualquiera sea su naturaleza, es la eficiencia que deben ejercer los ámbitos locales en su manejo. Esto que es cierto para una crisis sanitaria como la que vivimos actualmente, también lo es para la adecuación al cambio climático, para gestionar eventos como inundaciones, sequías, aluviones, etc. y muchísimas otras situaciones que el país vive constantemente.

Aun así, no hemos planteado la necesidad de una reforma del Estado, que nos haga menos vulnerables ante las situaciones imprevistas. No percibimos que hay un enorme problema de gestión: lo crucial de la gestión local y los lamentables resultados que mostramos.

En efecto, en lo que ha discurrido de la crisis de Covid-19, hemos tendido a asumir que el manejo debe descansar fundamentalmente en los gobiernos centrales, aquí y en gran parte de los países del orbe. Es decir, hemos estado esperando que tomen todas las palancas disponibles para proteger la vida. Pero, el economista indio Raghuran Rajan, entre otros, se pregunta ¿hemos estado buscando en el lugar equivocado?, ¿las autoridades locales, estatales y regionales, a menudo con más conocimiento de qué políticas son apropiadas y viables en un área determinada, están mejor posicionadas para liderar las emergencias de salud?

En teoría, sí. Esto nos conduce a otro dilema, ¿si es así, por qué estamos mostrando los patéticos resultados en las administraciones locales de la crisis, buscando una «solución» en la recentralización de las decisiones?

En tercer lugar, el problema político, tan poco visibilizado en estas circunstancias y que deviene en vital para el momento actual. La desconcertante mención a Winston Churchill en el mensaje presidencial así lo sugiere. Desgraciadamente, no es cuestión de citas, sino de actitud y relacionamiento entre gobernantes y gobernados.

Debemos aprender de esta situación, que hay una enorme diferencia entre popularidad presidencial y confianza en él y en su gestión. Para navegar en tiempos complicados, el capital inapreciable es, obviamente, lo segundo y tendríamos que preguntarnos si las autoridades, empezando por el Presidente de la República, nos generan la confianza suficiente como para convencernos que estamos remando hacia la misma meta. Más aun, preguntarnos si hemos formado no solo confianzas vigorosas con los gobernantes, sino también entre nosotros, como parte de una misma sociedad.

En ese sentido, habría que buscar alguna explicación al hecho de que nuestro Presidente de la República, en su último año de mandato, sin adscripción a algún partido político y sin interlocutores políticos nítidos al frente, proponga un Pacto País, para concertar una «política de crisis» cuyos objetivos parecen no haber sido propuestos con claridad.

Esto, que puede parecer anecdótico y parte de las respuestas de un mandatario poco avisado, revela en realidad un enorme problema político e institucional. Si vemos los resultados actuales de la gestión nacional de la pandemia solo vamos a encontrar cifras catastróficas: en el frente sanitario estamos en el sétimo lugar en términos absolutos, pero teniendo siempre en cuenta que todos los países que nos superan tienen al menos el doble de población que el nuestro. En el frente económico las cosas no están mejores: según el Banco Mundial, la caída en el PBI de este año no será menor al 12%, la mayor de la región.

 

 

desco Opina / 31 de julio de 2020

Junín, el Covid-19 y los entrampamientos de la descentralización


Junín es actualmente el sexto departamento con mayor peso demográfico en el país, su población asciende a 1 246 038 habitantes, un 71% de los cuales se concentran en zonas urbanas (Censo Nacional de Población y Vivienda 2017). Como todo el país, Junín no ha escapado al Covid-19, aun cuando las cifras del Minsa lo ubican relativamente menos golpeado, ya que se sitúa en el puesto 12 en cuanto al número de casos detectados y en el noveno en letalidad. La fase ascendente de la pandemia en la región comenzó algo más tarde que en otras zonas, al punto que, al levantarse la cuarentena el 30 de junio, Junín fue uno de los siete departamentos en los que la medida se mantuvo.
Al 22 del presente mes de julio, las estadísticas regionales registran un total de 10 872 casos confirmados de Covid-19, siendo las provincias de Huancayo (6272), Chanchamayo (1474) y Satipo (891) las más afectadas con casos confirmados. Como ocurre en todo el país, la mayor incidencia de casos en el departamento se presenta en las ciudades, tal y como reporta la DIRESA Junín.
En este contexto, las autoridades regionales se han quejado del Gobierno Nacional pues consideran que éste no le presta la atención debida a Junín. Por su parte, voceros del gobierno central en la región, mencionan que sí se le ha prestado atención y se le han transferido partidas hasta por 13.6 millones al GORE, 28 millones a los gobiernos locales y otros 14 millones para la atención a comunidades nativas de la región. Cabe resaltar que, según el portal de transparencia económica del MEF, la ejecución presupuestal del GORE Junín al 22 de Julio del 2020 es del 29.5%.
Más allá de estos desencuentros, la pandemia evidencia el colapso del sistema de salud en Junín y en otras regiones, así como la poca voluntad política para concertar esfuerzos entre distintos niveles de gobierno, perjudicando a la población usuaria de los servicios públicos de salud.
En esta atmósfera tensa, la plataforma regional ha mostrado un rechazo unánime a la forma de actuar del Gobierno Central, porque considera que no hay un trato justo a la región. Es así que se cuestiona la cantidad de ventiladores entregados por el Ejecutivo a Junín, asegurando que a regiones menos golpeadas se les entregó una mayor cantidad de ventiladores mecánicos. Hubo también quejas porque el número de camas UCI se mantiene a pesar de que la demanda ha aumentado en estos días. Cabe resaltar el compromiso de la gran mayoría de autoridades provinciales y distritales en la lucha contra el Covid-19. Un ejemplo de ello es el de los alcaldes de la provincia de Chanchamayo, que han ofrecido cofinanciar la instalación de una planta de oxígeno en la selva central, a pesar de contar con escasos recursos por FONCOMUN. Esto desde luego no significa que todos destaquen por su eficiencia en el cumplimiento de metas en la lucha contra el covid-19, como ocurrió, por ejemplo, con la Municipalidad Provincial de Huancayo que, según evaluación del MEF, no logró cumplir dos de las tres metas programadas.
La sociedad civil respalda la idea de mejorar la atención en salud para enfrentar el Covid-19, exigiendo una urgente concertación entre estos dos niveles de gobierno para mejorar la capacidad resolutiva del sistema de salud regional.  El malestar se tradujo en la convocatoria a un paro regional, liderado por la Confederación General de Trabajadores del Perú-CGTP y el Comité de Lucha de la región Junín.
El problema de fondo tiene que ver con las limitaciones de la Ley N° 27783 (Ley de bases de la descentralización), la cual establece las competencias de los gobiernos regionales en la gestión de los servicios de salud pública, que la crisis sanitaria ha evidenciado como inadecuadas. Esta revisión en Salud y otras esferas es parte de una reforma institucional profunda que debe hacerse del Estado, cuyas limitaciones políticas y administrativas han quedado una vez más demostradas y representan una seria traba para el buen gobierno. La solución debe incluir, por tanto, nuevos enfoques y nuevos marcos institucionales como parte de un proyecto nacional con identidades múltiples, que tome como base las políticas de Estado del Acuerdo Nacional, estableciendo compromisos y consensos donde asuntos como la salud y la educación de calidad sean de acceso universal, desarrollando también capacidades institucionales en los gobiernos subnacionales.

desco Opina - Regional / 24 de julio de 2020
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La crisis de fondo tras el enfrentamiento Gobierno-Congreso


Los sorpresivos, vertiginosos y poco discutidos cambios de cinco artículos de la Constitución Política relacionados con la inmunidad y el derecho al antejuicio de congresistas, el Presidente de la República y los ministros, han desatado un escándalo y una lluvia de descalificaciones a ambos poderes, por parte de medios masivos y distintos sectores políticos.
Analistas y opinólogos sostienen, variantes más, variantes menos, que estas medidas se explican por la reacción «hormonal» e irracional de los congresistas a la «pechada» del Presidente, quien cometió un error al desafiarlos (se acepta así que las disputas políticas son peleas entre machos irracionales).
Este ejercicio del poder muestra, a primera vista, la escasa preparación de los congresistas, así como una miopía inconcebible, más aun, considerando que entre quienes votaron los cambios hay al menos cuatro bancadas (AP, APP, Podemos y UPP) que tienen candidatos con serias aspiraciones presidenciales (incluso uno de ellos dentro del Congreso, y que ¡votó por ponerse la soga al cuello!). Eliminar inmunidades y derechos al antejuicio al Presidente y sus ministros, pero también imponer la asignación de un porcentaje del PBI a un sector (quizás luego se reclame agregar otros), es poner contra la pared a sus potenciales presidentes.
Todo esto muestra que los partidos no controlan y menos aún guían a sus congresistas, lo cual es entendible considerando su falta de militantes, de vida orgánica interna (suelen activarse sólo en elecciones) y programas de gobierno. Los candidatos al Congreso se reclutan por su aporte monetario a la campaña o por su atractivo electoral, sin lealtad política a ningún colectivo. Esto alimenta en el Congreso algo que ocurre también en organismos como las Fuerzas Armadas o la misma Policía Nacional: el desarrollo de intereses corporativos propios, donde convergen variopintas motivaciones. No escuchan ni dialogan mucho con otros poderes.
Hay sin duda desconocimiento y poca preparación, pero su renuencia a debatir y a escuchar a los tecnócratas del MEF o del BCR, y su afán de ejercer poder con el empuje digno de un tractor, no es ignorancia o falta de preparación. Hay intereses subalternos, pero también cero confianza; no creen lo que les dicen y sienten que los quieren mecer. Esto revela el marco de desconfianza generalizada que hay en el país y, por supuesto, en la política. Su cerrazón, hay que decirlo, aunque con otras formas, no es muy distinta a la que muestra la tecnocracia económica del país, por ejemplo, frente a un tema tan elemental como el bono universal.
La poca disposición a negociar agrava la lógica del enfrentamiento; en la cultura política peruana, aunque duela reconocerlo, está aún implantada la admiración a caudillos autoritarios y a soluciones de fuerza, tendiendo por tanto a ver negativamente la negociación: como juego de componendas entre pequeños grupos, o una debilidad que obliga a ceder cuando en realidad, quien tiene poder, debe imponer.
El Congreso anterior se comportó de manera similar, aunque con una diferencia no desdeñable: antes se actuaba en función de los intereses de un grupo o lideresa concreta, ahora hay una mayor fragmentación y dispersión, lo que hace más frágiles sus decisiones y más enredadas las posibilidades de entenderlas.
El Gobierno Nacional tampoco negocia, y en ese sentido no hace política. Sin partido, sin alianzas en el Congreso, sin ministros que respondan a un consenso político, sus márgenes de juego son siempre estrechos. No es raro entonces que no tienda puentes para el diálogo. El tema de fondo es, sin embargo, la crisis del sistema político, especialmente de representación, irresuelta desde hace más de 20 años, que hace que los equilibrios y la estabilidad política sean transitorios y precarios. Esto no puede afrontarse solo con maniobras y cubileteos en las alturas, ni con cambios de algunos artículos de la Constitución para reforzar a los partidos –algo sin duda necesario, pero no suficiente–, apuesta de alta incertidumbre si lo que se busca es ayudar a crear organizaciones políticas parecidas a las de otros países (también con serios problemas) o a las que colapsaron aquí en los años ochenta.
Junto a ello, tenemos también una crisis del Estado, cuyo aparato muestra una vez más sus alarmantes limitaciones a raíz de la pandemia; su disfuncional institucionalidad no parece ya reformable con cambios menores y parciales. Limitaciones ciertamente vinculadas a la propia historia del modelo en nuestro país.
Los límites de aquél, cuyo cuestionamiento parcial (que, si no, son la ley sobre retiros de fondos de AFP y ONP, y la moratoria de deudas de los bancos), más allá de las reales motivaciones subyacentes desde un poder tan desprestigiado como el Congreso, parecen estar resultando más efectivos que las escasas movilizaciones sociales y las opiniones críticas de los últimos años, para desesperación de los defensores del establishment. Quizás por todo esto, la ministra del MEF haya dicho que una macroeconomía sana no era igual a un país sano.
Todo parece indicar entonces, que llegaremos al bicentenario con un país no sólo políticamente crispado y polarizado, sino también con una crisis de fondo que la superación de la pandemia y de la recesión no solucionará. Que los cambios en el sistema político, el Estado y el modelo, necesarios para consolidar una sociedad democrática y próspera, estén en manos de quienes disfrutan con el desorden establecido, no nos augura un futuro promisorio.


desco Opina / 17 de julio de 2020