Cuando se observa el comportamiento reciente de la mayoría absoluta con la que cuenta el fujimorismo en el Congreso de la República, no son pocas las advertencias
del peligro que se cierne de un posible golpe de Estado desde el Poder
Legislativo. Si bien, estrictamente un golpe de Estado es la toma del poder
político de un modo repentino y violento por parte de un grupo de poder, vulnerando
la legitimidad institucional establecida a partir del sufragio universal,
también es cierto que éste puede configurarse de otra manera –desde el
Congreso, sin violencia– independiente de la corrupción política o la falta de
transparencia que puedan acompañan su accionar.
Es bueno recordar que las debilitadas instituciones políticas que afrontaron el autogolpe de Fujimori del 5 de abril de 1992 fueron demolidas cuando se anunció la intervención del Congreso de la República, el Poder Judicial, el Ministerio Público, los Gobiernos Regionales y la Contraloría General
que se amplió posteriormente, cuando fue necesario más adelante en su gobierno,
al Consejo Nacional de la Magistratura y al Tribunal de Garantías
Constitucionales, implantando un modelo político de democracia formal y
simulada, con dictadura real, sin independencia ni autonomía de poderes. Como
tristemente sabemos bien, el autogolpe de Estado fue manejado por una cúpula
que implantó una nueva forma de entender la política teñida de mucho cinismo y
con el respaldo de las Fuerzas Armadas.
En la relación de los golpes de Estado
más destacados de las últimas décadas en el mundo, sin falta aparece el
autogolpe de Alberto Fujimori como una forma perversa y pragmática de entender
el poder y la política. Ahora, el accionar del fujimorismo organizado como partido en Fuerza Popular, parece dispuesto a continuar
por la senda del atropello y el golpismo, con los ajustes que las condiciones
políticas actuales le facilitan, mediante nuevas «interpretaciones auténticas»
de la ley y la independencia de poderes.
El ataque casi simultáneo y con
distintas intensidades al Fiscal de la Nación, al Tribunal Constitucional y al Presidente de la República, acompañado del copamiento
progresivo de importantes instituciones públicas por parte del fujimorismo, así
como el ataque a la libertad de prensa (casos Caretas y El Comercio),
pintan un escenario de extralimitación del Poder Legislativo que controla, que
cada vez dibuja más la pérdida de la autonomía y separación de poderes que es
característica de una verdadera democracia constitucional.
Diversos analistas hacen notar como se aprovecha la función pública y el poder que ésta otorga en beneficio propio, consistente en el afán de
impedir la transparencia en las investigaciones sobre corrupción política,
narcotráfico y lavado de dinero que comprometerían a la señora Keiko Fujimori,
en lugar de desarrollar correctamente sus obligaciones.
Facilita esta situación la
debilidad real del Poder Ejecutivo y la limitada respuesta ciudadana ante estos
atropellos y otros excesos de poder, como el comportamiento abusivo y
parcializado de la Comisión de Ética del Congreso, que reiteradamente desestima diversas acusaciones que comprometen a integrantes de Fuerza Popular
y a la vez, con exageración indisimulada, abre investigaciones y sanciona a congresistas de otras bancadas.
Queda entonces, insistir en la
urgente necesidad de aunar esfuerzos para enfrentar este constante y creciente
abuso de poder, que muestra la fibra real de la que está hecho el fujimorismo;
a fin de cuentas, la cultura política de la mayoría parlamentaria asume la
política como imposición, corrupción y populismo simplón, antes que la búsqueda
concertada del bien común para el beneficio del país. Es urgente formular
plataformas dinámicas de organización y resistencia ciudadana que impidan que
prospere esta reinvención del autogolpe de Estado.