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“La policía no me busca, me buscan mis amigas”



Los hechos recientes en relación al caso de Solsiret Rodríguez han cerrado una etapa para iniciar otra. Hoy se encuentran detenidos dos implicados en su muerte con prisión preventiva y, a su vez, se inicia el proceso de investigación que determinará la tipificación y sanción de los delitos según corresponda. Al margen de todas las declaraciones emitidas desde la Policía, Fiscalía y los medios de comunicación, este caso plantea algunas aristas en la esfera pública.
Primero, la violencia transciende ideologías, es decir, ser progresista, conservador, machista o feminista no exime la capacidad de ejercer algún delito como tampoco ser víctima de ellos. Por consiguiente, desvincular a Andrea Aguirre de los espacios progresistas o feministas no debería ser el centro del debate ni del morbo de los medios de comunicación.
Segundo, se ha evidenciado la ineficiencia estatal. Es decir, la incapacidad del Estado para proveer, controlar y administrar sus recursos; en este caso frente a la violencia y desapariciones en relación a las mujeres, aunque se reconoce que no es el único ejemplo.
Tercero, el carácter punitivo empleado para buscar disminuir la violencia hacia las mujeres no está solucionando el problema; sigue siendo deficiente por más avance que signifique a nivel institucional.
Cuarto, debemos analizar profundamente las implicancias de la prevención. ¿Qué significa?, ¿realmente está funcionando?, ¿brindar talleres y desarrollar campañas frente a la violencia es la solución? No hay una respuesta exacta, sino tan solo más interrogantes, porque lo cierto es que, en este caso, tanto la víctima como los agresores conocían de los mecanismos de denuncias, sabían de la importancia de prevenir la violencia y no solo frente a las mujeres en particular y, sin embargo, las consecuencias ya las conocemos.
Si ello ocurre con personas relativamente informadas en temas de derechos humanos ¿imaginamos aquellas que no lo están? Hasta qué punto las personas, en particular las mujeres, tratamos de sostener nuestros calvarios en privado, o nuestros sufrimientos en silencio, quizá con la esperanza de solucionarlo pronto; quizá no confiamos en las instituciones públicas, quizá porque lejos de ayudar, lo que se recibe es solamente estigma, abandono y exposición al morbo.
Por otro lado, se confirman una vez más los prejuicios de las autoridades y del sistema de justicia, que justifican consignas feministas como “la policía no me cuida, me cuidan mis amigas”, porque los operadores de justicia no están ejerciendo su rol de manera competente e incluso entorpecen las investigaciones. Pero, en el caso de Solsiret también se podría sugerir que “La policía no me busca, me buscan mis amigas”.
Gran parte de quienes trabajamos en temas de derechos humanos, reconocemos que no es el único caso, hasta escuchamos comentarios como “probablemente hay otros temas más urgentes” en otros ámbitos de la política; pero si desaparece una mujer cada cinco horas, ya no es sólo Solsiret, y esto lo convierte en una problemática nacional que debe ser tratada con igual relevancia que otros temas públicos. Según informes, en el 2019 se reportaron 2332 mujeres desaparecidas y entre enero y febrero del 2020, llevamos 371 mujeres desaparecidas, incluyendo niñas y adolescentes.
Finalmente, Solsiret no está para compartir el otro lado de la historia, pero ha dejado en evidencia, una vez más, que el sistema estatal, pero también la sociedad peruana, continúan sin prestar la importancia que tiene la violencia, el feminicidio y las desapariciones de las mujeres. 

desco Opina / 28 de febrero de 2020

Frente cívico por el gas para el sur


Más allá del remezón en las altas esferas del poder, la demanda ante el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (Ciadi), ha puesto luces sobre un gobierno que viene pateando la resolución de un proyecto que urge para la descentralización económica y el desarrollo del sur del país. Tres largos años han pasado desde la disolución del contrato del Gasoducto Sur Peruano (GSP), que quedó con un 33% de avance y una inversión de dos mil millones de dólares, según Odebrecht.
La demanda de Odebrecht al Perú por 1200 millones de dólares ante el Ciadi por violar sus obligaciones contractuales al resolver el contrato por el Gasoducto Sur Peruano –pese a ser la empresa que más dinero repartió en coimas a políticos y empresarios peruanos–, ha dejado como saldo la destitución de un procurador y la renuncia de dos ministros. Si bien se aplaudió la decisión del Ejecutivo de resolver el contrato (cabe recordar que fue porque el concesionario no acreditó el cumplimiento del cierre financiero), en estos tres años no ha dejado de tomar una serie medidas erráticas.
Cuatro meses después de resolver el contrato, el Ejecutivo dictaminó mediante decreto supremo no sólo eliminar el monto destinado al desarrollo del GSP cobrado en los recibos de luz, sino que ordenó la devolución del fideicomiso recaudado hasta ese entonces, que alcanzó poco más de 6.8 millones de soles, y que no iba a estar bajo el poder del consorcio Odebrecht-Enagás-Graña y Montero, como muchos se empeñaron en difundir. El gobierno bien pudo resguardar este fideicomiso en una cuenta hasta el reinicio del proyecto.
Poco tiempo después, comenzó una nueva mecida: el Ministerio de Energía y Minas anunciaba en abril de 2018, la contratación –a través de Proinversión– de una consultoría para determinar si era necesario o no el trazado de una nueva ruta para el gasoducto, requisito al que estaba supeditado el lanzamiento de una nueva convocatoria, zurrándose en los intereses del sur, pues no se habilitó mecanismo alguno de consulta respecto al tema en esta parte del país. Hacia el segundo semestre del año pasado, aún no se tenía certeza de la decisión, aunque el presidente Martín Vizcarra manifestó en varias oportunidades la necesidad de mantener el trazo original. Perdimos un tiempo valioso en esta dicotomía ministerial.
Mientras la empresa consultora se tomaba su tiempo para decidir si el tramo quedaba o no, el Ejecutivo contrataba a la empresa colombiana ETSA para que administre los bienes de la concesión pagando 46,9 millones de dólares en el 2018 y 42,8 millones de dólares adicionales hasta el 31 de diciembre del año pasado. Suponemos que una cantidad similar pagará este año, y así será hasta que decidan ejecutar el proyecto, que supuestamente sería adjudicado en el 2021; aunque ya es un mal síntoma que Proinversión no lo colocara en su cartera 2020-2021 presentada hace pocas semanas.
Otro dato que no debe pasar desapercibido es que el año pasado, la empresa Enagas también demandó al Estado peruano ante el Ciadi por la misma causa, pretendiendo recuperar los 405 millones de euros que invirtieron en el proyecto.
Así las cosas, la suerte del gasoducto –ahora denominado Sistema Integrado de Transporte de Gas Zona Sur (SIT Gas Zona Sur)– sigue estando en manos de un cogollo limeño en Proinversión. Tenemos a favor la Ley 29970 que declara de interés público el desarrollo del polo petroquímico del sur, pero en contra, un grupo de interesados capitalinos con poder económico que pujan porque no se incluya en el proyecto este componente que es la manera más rentable de utilizar el gas natural. Tenemos también, listas dos plantas de generación eléctrica (una en Mollendo y otra en Ilo), a las que solo les falta el tubo de gas para producir energía barata, porque ahora vienen operando con petróleo, lo que resulta más caro y contaminante.
En todo este proceso, las voces del sur han estado ausentes; las autoridades regionales agobiadas por sus preocupaciones domésticas y las fuerzas vivas de la sociedad del gran sur, distraídas por el desbarajuste de nuestra política nacional atravesada por la corrupción. Es hora de promover la conformación de un gran frente. El gas en el sur nos permitiría repotenciar la industria regional, producir energía barata y el desarrollo de la industria petroquímica. Las reservas para ejecutar el proyecto están probadas. Que no nos quiten el sueño.

desco Opina - Regional / 21 de febrero de 2020
descosur