viernes

La arremetida de Con Mis Hijos No Te Metas

 

Tal parece que los congresistas que aprobaron el proyecto de Ley nº 904/2021-CR, viven de espaldas a nuestra cruda realidad; en Perú, 13 de cada 100 adolescentes mujeres ya es madre o está embarazada. Este indicador resulta más alarmante cuando nos focalizamos en algunas localidades de la Amazonía, en donde encontramos hasta 40 de cada 100 adolescentes que ya son madres o están embarazadas.

Según el Plan Multisectorial para la Prevención del Embarazo Adolescente, para el 2021 esta situación se debía reducir en 20%. A la fecha, no se ha alcanzado la meta propuesta y las medidas de control sanitario por la COVID-19 terminaron por relegar a un segundo plano todas las acciones que debían ser implementadas por el Ministerio de Educación (Minedu) y el Ministerio de Salud (Minsa). Si bien la prevención del embarazo en adolescentes es una prioridad, actualmente el embarazo y la maternidad en la adolescencia aumentaron incluso durante el aislamiento por la pandemia y continúa siendo un problema de salud pública, de derechos y oportunidades para las mujeres y las niñas, así como de desarrollo para el país.

Desplazar al Minedu como órgano rector de los contenidos de la educación sexual que se brinda en las aulas y convertir a las Asociaciones de Padres de Familia (Apafa) en una suerte de inquisidores contemporáneos, generará más de una discrepancia y una presión para el «silencio» de los docentes a fin de evitar la censura y el veto sobre textos y materiales por muy científicos y pedagógicos que sean. Al obligar a los profesores a someterse a la voluntad de los padres y esquivar la meticulosidad interesada para no estar en falta, se transmitirá el mensaje de que el sexo no tiene cabida para ser conversado en el colegio.

Escuchar los argumentos de distintos congresistas sobre la existencia de «textos con contenido pornográfico» da cuenta de dos posibilidades: que sus asesores no supieron darles la información correcta o que se trata de una postura para identificarse o congraciarse con grupos ultraconservadores, que están convencidos de que el enfoque de género y la educación sexual integral promueven la homosexualización y la iniciación sexual temprana de los jóvenes.

La norma fue impulsada por un legislador de conocida proximidad con el colectivo ultraconservador Con Mis Hijos No Te Metas; es de suponer entonces que esté materializando alguna promesa de campaña. Vivir de espaldas a la realidad, no niega el que posiblemente muchos de los adultos de esos colectivos ultraconservadores siendo adolescentes exploraran su sexualidad sin permiso ni conocimiento de sus padres, mientras hoy quieren satanizar al sexo y las inquietudes adolescentes como si no fueran algo natural.

La Defensoría del Pueblo ha solicitado que el Presidente de la República observe el referido proyecto, porque la Educación Sexual Integral (ESI) está acorde con el segundo objetivo prioritario de la Política Nacional de Igualdad de Género en tanto “contribuye a reducir problemas relacionados con la salud sexual y reproductiva, como la tasa de embarazos en la adolescencia”. Si bien es cierto que el Congreso aún no remite la norma al Ejecutivo para su promulgación, ya existen pronunciamientos del Minedu y del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables que indicarían que la ley será observada. Queda siempre el riesgo de que aquella sea aprobada por insistencia, por lo que ya existen movilizaciones ciudadanas promoviendo su archivamiento definitivo.

Las y los jóvenes tienen todo el derecho de recibir información calificada que les permita evitar embarazos no deseados o enfermedades de transmisión sexual; esa información debe ser técnicamente bien cualificada con el concurso de opiniones expertas, con estrategias pedagógicas validadas y con docentes en las aulas con las mejores capacidades para hacerlo.

 

desco Opina – Regional / 27 de mayo del 2022

descocentro

Las crisis y el gobierno del pueblo

 

Mientras los voceros oficiales insisten en que la prioridad política del momento es la convocatoria a una asamblea constituyente, que creen resolverá todos los problemas incluyendo el aumento de precios de los alimentos, varias crisis interrelacionadas dejaron de ser una amenaza y son ahora una realidad que nadie puede asegurar cómo vamos a gestionar.

La crisis sanitaria se combina con una crisis agraria y una alimentaria, teniendo como factor evidente una inflación de precios ante la cual no se aprecia ningún esfuerzo real que busque manejarla para que no termine inclinando sus costos hacia los peruanos y peruanas más pobres y vulnerables.

Al respecto, es iluso e irresponsable suponer que el encarecimiento de los costos puede detenerse, porque sencillamente no es posible y, en ese sentido, la disminución de impuestos no atajará el aumento de precios. Por lo demás, el manejo de la inflación no puede descansar sobre la política monetaria, con ajustes muy agresivos del tipo de interés buscando contener la demanda en momentos de tenue recuperación, pues eso nos conduciría a una situación económica y social muy compleja, porque podrían perderse empresas perfectamente viables pero que han sido muy golpeadas por la crisis sanitaria (por ejemplo, el turismo o los restaurantes).

Por ello, el consenso entre los economistas es que la decisión no es “técnica” sino política: el denominado pacto de rentas, es decir, un acuerdo social amplio que aborde cómo se distribuyen los costes ante una situación de gran dificultad económica. Esto supone que partidos, empresas y organizaciones sociales se convencen de que los impactos inflacionarios no pueden recostarse hacia los más débiles y vulnerables, que es lo que sucederá si dejamos que actúen libremente las reglas del mercado. En su lugar, debieran concertar algún tipo de intervención que busque equilibrar las consecuencias. Dicho de otra manera, se debe acordar cómo distribuir los costos que acarrea un ciclo inflacionario lo que fundamentalmente supone mostrar capacidades políticas para gestionar este momento difícil y complejo.

Es claro que la desescalada de la inflación no es fácil, porque es una actividad agotadora en medio de una complicada red de intereses contrapuestos, lo que obliga a mucha imaginación y gran capacidad coordinadora. Desgraciadamente, no podemos esperar que el Ejecutivo tenga habilidades para organizar un escenario como el descrito y sabemos lo que ocurre cuando las élites económicas estiman que su estabilidad radica exclusivamente en la satisfacción de sus intereses, mientras las élites políticas sencillamente no tienen idea, aunque sea precaria, de lo que está sucediendo.

Simultáneamente, se ha presentado una crisis alimentaria de proporciones. Según Carolina Trivelli, por el encarecimiento de los productos y la disminución de los ingresos familiares, actualmente “hay más de 6 millones de peruanos bajo situación ´grave´ de seguridad alimentaria y la cifra podría superar 7 millones este año”. Incluso, no descarta que en Perú “probablemente” más de siete millones de peruanos ya han reducido sus porciones de alimentos o han sacrificado por al menos un día su alimentación.

Si bien el sentido común conduce a relacionar inmediatamente los problemas que estamos evidenciando en el acceso a los alimentos con la crisis agraria, agravada en grado sumo por el encarecimiento de gran parte de los insumos lo que eleva los costos de producción a un grado que es imposible de manejar por el productor, especialmente el pequeño productor de la agricultura familiar, no es una vinculación única y directa.

Si nos detenemos en las capacidades de las que dispone actualmente una familia peruana para acceder al alimento –mediante su producción, su compra o su obtención como donación– veremos que el aumento de los costos no impacta fundamentalmente en la disponibilidad, sino en el acceso muy diferenciado a los mismos, producto de la alta tasa de urbanización que tenemos (80% de los habitantes del país vive en ciudades y no son, por tanto, productores netos de alimentos) y las manifiestas desigualdades que existen en el patrón social que nos rige. Mientras que una familia peruana del estrato AB gasta en promedio el 33% de sus ingresos en alimentos, una que pertenece al estrato E emplea 53% del mismo. Todo ello sin considerar la calidad de la alimentación. Esto es un dato clave.

Como comprobó Amartya Sen al estudiar las hambrunas de Bengala en 1943 y la de Etiopía en 1972, los alimentos no solo existían, sino que eran comercializados pero guiados por la demanda y no por la necesidad. De esta manera, quedaron fuera del alcance de los pobres. Así, los hambrientos fueron vistos como personas que no tenían capacidades para llegar al alimento que necesitaban –titularidades les llamaba–, ya sea por ingresos disminuidos o porque la reducida cobertura o ausencia de programas sociales simplemente los dejaba fuera de su alcance.

Así, a estas alturas, difícilmente –para no decir imposible– se revertirán las tendencias que ya empezaron a mostrarse; entre otras novedades, en el corto plazo tendremos escenarios en los que la pobreza vendrá caracterizada por una aguda falta de acceso a los alimentos, justo cuando se diezmaron los escasísimos equipos que podían llevar adelante los programas de asistencia alimentaria en el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (MIDIS), cuando ya no están los funcionarios del Ministerio de Desarrollo Agrario y Riego (MIDAGRI) que llegaron con ideas importantes, cuando no hay iniciativas para promover y fortalecer las iniciativas populares como las ollas comunes o comedores populares y cuando se evidencia la absoluta incapacidad para negociar políticamente los efectos negativos de la inflación.

 

 

desco Opina / 20 de mayo de 2022

sábado

Los conflictos mineros en el sur

 

Las últimas semanas, el complicado escenario nacional de la crisis política se ha visto agravado por la reactivación de los conflictos en las áreas de explotación minera de Cuajone y las Bambas; la primera de la empresa norteamericana Southern Perú en la región Moquegua, la segunda de la empresa china MMG Las Bambas, en Apurímac.

En el caso de Cuajone, las comunidades de Tumilaca, Pocata, Coscore y Tala iniciaron su acción de reclamo cerrando la compuerta del reservorio Viña Blanca que abastece el agua para el consumo humano del campamento donde se alojan las familias de los trabajadores, así como para las labores mineras del yacimiento, obligando a la empresa a paralizar operaciones. La demanda principal de las comunidades es una compensación de 5000 millones de dólares y una participación del 5% de las utilidades anuales de la compañía, por el “uso de los recursos de la comunidad y la afectación a los mismos por la contaminación” durante las siete décadas que viene operando la mina.

En el caso de Las Bambas, en esta ocasión, el conflicto se desencadena por la ocupación de un área comprendida en la concesión minera por parte de alrededor de 200 comuneros de la comunidad de Fuerabamba en el distrito de Chalhuahuacho, bajo el argumento que los terrenos que la empresa compró para su reasentamiento no están saneados y los propietarios originales, comuneros de Quila y Chaquilla, los habrían desalojado.

MMG Las Bambas ha paralizado las actividades desde el 20 de abril. El 27 de ese mes, los comuneros que ocuparon los terrenos de la concesión fueron desalojados violentamente por las fuerzas policiales y el personal de seguridad de la empresa, declarándose el estado de emergencia en dos distritos. La empresa sostiene haber comprado en el 2013 los terrenos ocupados pagando un monto de 122 millones de soles y 100 millones adicionales en el 2017.

El giro preocupante y peligroso que han tomado los conflictos en esta última etapa es el involucramiento de los trabajadores de las empresas mineras en contra de las comunidades; en el caso de Cuajone, con su movilización hacia la zona del reservorio para abrir las compuertas y, en Las Bambas, mediante la realización de movilizaciones en la ciudad de Lima en contra de las demandas comunales. Un enfrentamiento de esta naturaleza puede tener imprevisibles consecuencias en el escalamiento de la conflictividad y la violencia, además de evidenciar la incapacidad del Estado para cumplir su rol de mediación y autoridad, como resultado de las fracasadas mesas de diálogo a lo largo de todos los años de ambos conflictos.

Estos recurrentes conflictos en las zonas de explotación minera, más allá de los dos casos que acabamos de reseñar, ponen en debate la confrontación permanente entre empresas y comunidades para acceder o participar directamente de los recursos de la renta minera ante la ausencia del Estado en esos territorios, proporcionando por lo menos, condiciones mínimas de cobertura en los servicios básicos de educación y salud. Este propósito, en la práctica, cobra mayor importancia que las demandas ambientales.

La distribución del canon minero que representa el 15% de las utilidades de las empresas mineras, esto es la mitad del 30% que aquellas tributan por el impuesto a la renta como cualquier otra empresa del país, ha fracasado como medida de compensación satisfactoria ante las necesidades de las poblaciones asentadas en las áreas de influencia de los yacimientos mineros en explotación. Este fracaso es atribuible en buena medida a las entidades encargadas de la gestión de los recursos del canon: los gobierno regionales y municipales, que han demostrado una incapacidad para formular y ejecutar proyectos priorizados en función de lograr impactos para mejorar la calidad de vida de la población y fortalecer los procesos productivos locales. En la práctica, los recursos se han dispersado en pequeñas obras de fierro y cemento asociadas al ornato o a infraestructura urbana con un sentido clientelar y un alto componente de corrupción, como se evidencia con los innumerables casos de autoridades denunciadas por la Contraloría General de la República y sancionadas por el Poder Judicial.

La pregunta que surge a estas alturas es si es suficiente la contribución de las empresas mineras al desarrollo del país y sus zonas de influencia.

Los últimos años el tema estuvo en la agenda nacional. Inicialmente, desde las ofertas de Alan García de poner impuestos a las sobreganancias que culminaron con el poco relevante “óbolo minero” administrado finalmente por las propias empresas mineras a través de fundaciones ad hoc. La misma oferta de Ollanta Humala, culminó en el establecimiento de una nueva regalía minera, que recauda menos que la antigua, y recentralizó parte de los recursos que recibían las regiones con el impuesto especial y el gravamen especial a la minería. En el gobierno actual, el ofrecimiento de una reforma tributaria que comprendía, entre otras medidas, un incremento de impuestos a los actuales precios extraordinarios de los minerales y el anuncio de la revisión de los contratos ley, quedaron frustrados por la debilidad del gobierno y la negativa del Congreso de la República a dar curso a las iniciativas planeadas por el entonces ministro de economía Pedro Francke.

Creemos urgente y necesario un debate nacional sobre la contribución de la minería al desarrollo nacional y la revisión de sus condiciones tributarias, pues hasta los organismos multilaterales consideran preciso incrementar sus cargas tributarias para enfrentar los efectos de la pandemia. Yendo más lejos, podríamos evaluar la posibilidad de la participación del Estado en la explotación de los recursos a través de empresas mixtas con presencia mayoritaria de la inversión privada, pero accediendo a una mayor participación en la renta minera proveniente de estos recursos no renovables y patrimonio de todos los peruanos, lo que exigiría un indispensable cambio constitucional.

 

desco Opina – Regional / 13 de mayo del 2022

descosur