A escasos días de las elecciones presidenciales, el empate técnico entre los candidatos Keiko Fujimori y Ollanta Humala, indica que la incertidumbre se mantendrá seguramente hasta el día mismo de la votación. En medio de una campaña caracterizada, entre otras cosas, por la guerra sucia y el aliento a los miedos ciudadanos desatada por la mayoría de medios de comunicación nacionales contra uno de los aspirantes, el debate entre ambos tendrá una importancia significativa en la definición del voto de los indecisos. Por lo menos dos o tres puntos estarán en disputa y ellos pueden decidir el final de la contienda.
Lo que está en juego el 5 de junio no es el cambio de modelo económico, como interesadamente se quiere hacer creer. En sentido estricto lo que se disputará es la posibilidad de empezar a construir una nueva correlación social, política y económica que permita algunas reformas para avanzar en la inclusión social de vastos sectores de la población, acercándoles los beneficios del crecimiento económico que vive el país. A fin de cuentas, más allá del debate sobre el modelo económico, es indiscutible que a lo largo del siglo XXI hemos crecido a un ritmo sostenido.
La década del noventa nos dejó un país con 52% de pobreza, un déficit fiscal de 2.8% del Producto Bruto Interno y una caída del gasto real de las familias de -8.4%, que afectó más, como es obvio, a los más pobres. Entre el 2000 y el 2010, tras las transición a la democracia, el PBI prácticamente se ha triplicado y la pobreza ha disminuido, aunque ésta y la desigualdad se mantienen en niveles muy altos que obligan a una acción decidida del Estado y la sociedad, una acción concertada orientada a garantizar la incorporación de más de un tercio de la población, excluida hasta el día de hoy.
Más profundamente, deberemos elegir entre el retorno al pasado y la posibilidad de avanzar hacia la modernidad, asumiendo sin dudas que la democracia, las instituciones fuertes y la participación ciudadana activa, son condiciones ineludibles, si queremos ampliar nuestro crecimiento de manera sostenible; es decir, de una forma socialmente equitativa y respetuosa del ambiente. No debemos olvidar, en consecuencia, que el fujimorismo nos dejó un Estado sometido a intereses particulares, además de profundamente autoritario; las instituciones básicas destruidas, un total desprecio por la vida y los derechos humanos, y una política sistemática de clientelismo que logró el control bien pagado de los medios de comunicación.
Hay que recordar también que el menosprecio de la democracia y el manejo del Estado a partir de los intereses privados, es el escenario ideal para la corrupción; durante la década fujimorista, según cifras conservadoras de distintos organismos internacionales, aquella superó los 7,000 millones de dólares y se instaló en la gestión del Estado sin que haya sido cabalmente enfrentada hasta el día de hoy. Rechazar ese pasado de autoritarismo, corrupción y clientelismo que dejamos atrás y al cual nos negamos a volver por dignidad, pero también porque no genera crecimiento, mucho menos inclusión, debió obligar al país a una profunda reforma e institucionalización del Estado, proceso del que apenas se han dado unos pasos con la reforma descentralista, hoy día bloqueada por la falta de voluntad política y de los intereses del gobierno que concluye.
En este escenario desigual, en el que el Presidente de la República y el Cardenal Cipriani, dos de las figuras llamadas a garantizar la limpieza y el orden de un proceso electoral extremadamente difícil y lleno de riesgos, actúan irresponsablemente en función a sus intereses –el uno usando todo su poder político para evidenciar sus simpatías por uno de los aspirantes, el otro, empleando el púlpito para tratar de condicionar el voto católico– los peruanos y peruanas estamos obligados a decidir nuestro destino.
Los días que restan deben ser un tiempo de razones y reflexión que nos ayuden a decidir nuestro voto pensando en que gane el Perú.
desco Opina / 27 de mayo de 2011
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