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Derechos, concesiones y protestas

 

La minería informal en Perú no es un fenómeno reciente, pero su visibilidad y expansión han alcanzado un punto crítico los últimos años, no solo por los enfrentamientos violentos entre sus pares, sino también por los crímenes sangrientos perpetrados por la delincuencia en las mismas zonas de explotación, además de las frecuentes protestas.

Desde finales de junio, los mineros informales han organizado bloqueos y paros en corredores estratégicos en el norte y el sur del país, exigiendo por cuarta vez la prórroga del Registro Integral de Formalización Minera (Reinfo) y cambios en el régimen de formalización. Con esta medida presionaron al Congreso para que se apruebe la ley que regula el régimen especial para la pequeña minería, minería artesanal y minería tradicional (Ley MAPE). La dilación del paro obligó a la Comisión de Energía y Minas del Congreso de la República a revisarla al término de la primera semana de julio. Sin embargo, el predictamen no alcanzó los votos necesarios para su aprobación y el proyecto quedó reprogramado para su discusión en una próxima legislatura.

Durante la tercera semana de protesta, la Confederación Nacional de Pequeña Minería y Minería Artesanal del Perú (Confemin Perú) hizo una tregua para facilitar el diálogo con la Presidencia del Consejo de Ministros. Confemin exige la devolución de los Reinfo a 50 000 mineros, que en la víspera fueron excluidos del proceso. En este punto hay que precisar que el proceso de formalización de este sector inició en el 2012 y que, desde entonces, no ha logrado los objetivos esperados, permitiendo que muchos mineros ilegales se capitalicen sin que sean sancionados debido a que su proceso de formalización estaba en curso.

Hay que recalcar que en este conflicto convergen intereses legítimos de supervivencia económica y derechos territoriales de varios grupos poblacionales que han sido largamente olvidados por el Estado, y que han visto en la pequeña minería (formal, informal, comunal, pero también en la ilegal) una puerta para salir de la pobreza, sin prever los altos costos que esta actividad y las condiciones en las que se realiza, genera para su salud y la vida misma. Esta realidad no niega el impacto que esta actividad tiene sobre los derechos de otras poblaciones también olvidadas y que requieren de una respuesta expeditiva del Estado, a fin de contrarrestar los graves daños ambientales provocados por los relaves, el uso de dragas, quimbaletes y químicos que contaminan sus tierras y el agua que usan para sus actividades productivas. Ejemplo de ello son La Rinconada en Puno y diferentes lugares de Madre de Dios, una de las regiones más afectadas por esta actividad ilegal.

Si bien este gobierno no tiene ni la capacidad ni las ganas de solucionar este problema desde la raíz, es decir resolviendo problemas estructurales, sí podría comenzar por revisar el marco legal de las concesiones mineras, que es una de las demandas de la Confemin y uno de los escollos para la efectividad del proceso de formalización.

Según datos de CooperAcción, el 15,5 % del territorio nacional –cerca de 20 millones de hectáreas– está concesionada a titulares formales (generalmente a la mediana y gran empresa) que, por un pago de derecho de vigencia que varía entre los US$ 0.5 y US$ 3 mensuales por hectárea, pueden mantener esa titularidad por un tiempo indeterminado. Esto ha permitido que por muchos años estos “propietarios” realicen convenios con mineros informales para que exploten sus concesiones a cambio de una cantidad de dinero o un porcentaje de lo que extraigan. Con el inicio de la formalización, el gobierno solicitó como requisito a los informales, la oficialización de esos convenios en contratos que en muchos casos no se lograron concretar. Sin tierra no hay actividad que formalizar. De allí que, de los 84 000 mineros inscritos en el Reinfo, solo el 2.4% haya logrado formalizarse.

Así las cosas, las protestas recientes no son solo expresiones desesperadas; revelan la crisis profunda de un modelo extractivo que excluye y genera inequidad territorial. Mientras miles de hectáreas están ya aseguradas por empresas formales, un sector amplio de mineros artesanales sigue excluido del sistema, expuestos a la vulnerabilidad legal y la coerción de actores criminales.

El Estado extiende concesiones, pero carece de mecanismos eficaces para garantizar la conexión entre concesiones grandes y la minería artesanal, informal o comunal. Además, el Instituto Geológico, Minero y Metalúrgico (Ingemmet) ha demostrado que ha sido poco cuidadoso al aprobar concesiones, superponiéndolas a otros derechos territoriales, como los comunales o zonas de amortiguamiento de reservas naturales. Apurímac es un ejemplo de ello, una de las regiones con más territorio concesionado (56%) y en donde los conflictos no cesan entre las comunidades y las grandes empresas.

Nuestro país necesita transitar hacia un modelo más inclusivo, ordenado y equitativo. Aunque suene bastante discutible, es necesario una reforma del Reinfo, pero con un saneamiento territorial serio que permita identificar las concesiones ociosas y a los titulares que han abusado de los “convenios” de la mano con los informales, recibiendo cómodamente pingües ganancias, pero invirtiendo solo en los derechos de vigencia, sin que les importe si se explota gente, si se contamina o si se fomenta en zonas aledañas la trata de personas. Se necesita simplificar los procesos de formalización para la minería informal, pero sin precarizar los controles ambientales ni dejar expuestas zonas con ecosistemas frágiles como en la selva. Hacer minería en los ríos de nuestra Amazonía no es un asunto negociable, en especial por la poca capacidad que ha demostrado el Ejecutivo para el control de la actividad en territorios intangibles.   

El Estado enfrenta un dilema: mantener la inviolabilidad de las concesiones –en la que creemos ha perdido capacidad– o reconfigurar el marco concesional para incluir a la pequeña minería como aliada estratégica. La respuesta se cae de madura, solo hace falta decisión política. Quedan cinco meses y medio para cerrar el proceso de formalización y que los informales pasen a engrosar la fila de los ilegales.

 

 

desco Opina – Regional / 18 de julio del 2025

descosur

La dama del agravio se pone nuevo sueldo


Las distintas encuestas de junio anclaban la aprobación de Dina Boluarte en apenas 3%, mientras el último estudio, realizado por Datum para El Comercio, mostraba que, a nivel de regiones, su popularidad se redujo a 2% en el norte, y por nivel socioeconómico, su aprobación cayó a 1% en el sector E. Ya desde mayo la opinión pública estaba enterada que se venía cocinando, al más alto nivel, un aumento significativo de la remuneración mensual de la mandataria. Varios de sus ministros, en su rol fundamental de escuderos, aparecieron explicando que se trataba de una iniciativa que nacía de la Presidencia del Consejo de Ministros y del Ministerio de Economía y Finanzas, orientada a una “corrección” en el sistema remunerativo estatal que llevaba años sin actualizarse.
A fines de mayo, el programa televisivo Panorama, accedió a un documento fechado el 10 de febrero, en el que el Subsecretario General del Despacho Presidencial solicitaba iniciar las gestiones necesarias para sustentar el incremento, citando como referencias otros informes, generados también desde el Despacho Presidencial, desnudando la narrativa oficial y mostrando que era la señora de los Rolex quien promovía el incremento.
Ante el escándalo inmediato y la solicitud de información, el Ejecutivo declaró como reservados todos los documentos relacionados con el pedido de aumento salarial de la mandataria. Así las cosas, y 72 horas después de asistir al rechazo violento de su presencia en una actividad de entrega de títulos de propiedad en Arequipa, la mandataria firmó el DS 136-2025-EF, consignando el aumento de su remuneración que pasó de 16 000 a 35 568 soles mensuales, vale decir un incremento del 122%.
En medio de la indignación mayoritaria que despertó la decisión en las calles, pero también en los medios de comunicación, incluyendo aquellos más vinculados a posiciones de derecha, el ministro Pérez Reyes aseguró que la decisión se tomó tras una resolución de la Autoridad Nacional del Servicio Civil (Servir) y en cumplimiento de la ley del servicio civil. Vale decir, sopló la pluma para un costado más débil, siendo aclarado por el presidente de dicha institución quien precisó que se trató de una decisión del Consejo de Ministros.
Más allá de cualquier racionalidad administrativa, que no discutimos acá, el Ejecutivo recompensa groseramente a la presidenta con un aumento salarial que la lleva a ganar más que cualquier otro presidente de la región, a excepción del uruguayo, en una medida impopular que ofende la dignidad de la gente, que tiene claro que la señora en cuestión, tiene múltiples denuncias fiscales por diversas manifestaciones de su soberbia y frivolidad en el poder, desde los 50 asesinatos en las protestas hasta los casos Rolex, pasando por sus cirugías estéticas.
Por si ello no fuera suficiente, la provocación y la imprudencia de la mandataria parecen no tener freno. A la par del aumento de su remuneración, se hizo pública la existencia de una tarjeta de consumo para gastos de alimentación mensuales por cinco mil soles, para la misma persona que sostenía que las mujeres peruanas podían alimentar a sus familias con diez soles diarios, así como se hacía pública la aprobación de una nueva directiva gubernamental sobre “tratamiento de regalos, donaciones, cortesías y beneficios similares en el Despacho Presidencial”.
En sentido estricto el comportamiento y las decisiones de la señora Boluarte no deben sorprender. Desde el inicio de su gestión como personaje subalterno de la coalición autoritaria y mafiosa instalada en el Congreso y el gobierno, hizo del agravio, es decir de la ofensa, la humillación y la afrenta, sus consignas, sin importar el perjuicio que cotidianamente le hace a la mayoría de la población y a la legitimidad de la democracia; sin preocuparle la indignación y la rabia de las víctimas de sus maltratos.
Los socios más fuertes de la coalición de gobierno, Fuerza Popular y Alianza para el Progreso, se apuraron, desde el Congreso, en mostrar su decisión de pasar la página y no sumarse a los distintos pedidos de anulación de la disposición. Tienen claro que pueden vacar a la presidenta en cualquier momento a partir del 28 de julio y cuando sea necesario para sus intereses; hoy día resulta más importante para ellos concluir con el diseño de la institucionalidad que requieren para asegurar definitivamente el modelo y su futuro dentro de éste. A fin de cuentas, seguramente piensan, qué importan 35 000 soles mensuales cuando como parte de su poder, tienen un Congreso con un presupuesto mayor al de siete ministerios y con más recursos que los programas sociales de saneamiento urbano y rural, sumados ambos.
En este escenario, en el que la indignación y los malestares crecen cotidianamente, pero no alcanzan aún para generar la articulación y el liderazgo indispensables para enfrentar el momento, adquieren renovada vigencia las palabras de Julio Cotler, cuando decía que el país afronta el reto de construir una comunidad política democrática para asegurar su cohesión social, desafío frente al cual estamos condenados a ser optimistas.

 

 

desco Opina / 11 de julio de 2025 

La trampa del individualismo

El individualismo es una fuerza de innovación y autonomía, pero cuando no se orienta hacia el interés general, hacia formas de organización colectiva, se convierte en un factor de fragilidad social. Y es así como se vive en nuestro país. El predominio de la acción aislada debilita las redes comunitarias e institucionales, tanto en el campo como en las zonas urbanas. Como consecuencia de ello, se idealiza mal a los llamados emprendedores y se avala la lógica del “sálvese quien pueda”.

Esto tiene graves consecuencias, tanto en la vida cotidiana como en la estabilidad a largo plazo. Las salidas individualistas, que se traducen en falta de coordinación colectiva, nos impiden dar una respuesta rápida y eficaz ante emergencias. Lo hemos vivido repetidamente en momentos de crisis. Recientemente con la pandemia, pero antes en epidemias, ocurrencia del Fenómeno de El Niño o procesos post terremoto, ya hemos visto que la acción individual no basta y que sin una estructura colectiva que organice los recursos, comunique con claridad y ejecute medidas comunes, los efectos negativos se multiplican y potencian.

No podemos olvidar la primera etapa de la pandemia de COVID-19. A falta de una estrategia comunitaria clara, las mayorías urbanas, sin ingresos formales ni redes de soporte barrial, rompieron las cuarentenas por necesidad. La descoordinación entre el gobierno central y las autoridades locales, sumada a la desconfianza institucional, debilitó la efectividad de las medidas. El resultado: uno de los índices de mortalidad más altos del mundo.

Más recientemente, en 2023, la crisis climática provocada por el ciclón Yaku evidenció de nuevo esta carencia. En Lima y el norte del país, las lluvias causaron serios desbordes y colapsos de infraestructura básica. Sin organización vecinal sólida ni coordinación efectiva entre municipios y Defensa Civil, muchas familias lo perdieron todo.

Hoy, cuando los ciudadanos se desentienden del bien común y el Estado capturado por una coalición autoritaria y mafiosa actúa sin control social, se genera un nuevo ciclo de precariedad. Servicios esenciales como salud, educación básica, transporte público o gestión ambiental se deterioran sin que nadie haga nada. La falta de organización ciudadana para exigir el mantenimiento y ampliación de los sistemas de agua y saneamiento, así como de los sistemas de riego, ha agravado la crisis hídrica en varias regiones del Perú, especialmente en zonas como Ica o Arequipa. Del mismo modo, los bajos niveles de participación colectiva en temas educativos complican la fiscalización y la mejora de los colegios públicos, con graves brechas de calidad docente, infraestructura y conectividad. En salud, la escasa colaboración ciudadana en campañas de vacunación o prevención ya ha generado brechas peligrosas. Las tasas de vacunación infantil han descendido por debajo del límite necesario para proteger contra enfermedades erradicadas como el sarampión y la tos convulsiva.

Sin espacios donde los ciudadanos se encuentren, escuchen y negocien, lo que crece es la desconfianza y la fragmentación social que facilitan la ineficiencia del Estado y la arbitrariedad de la clase política. En contextos como el peruano, donde la confianza en las instituciones es muy baja o inexistente, fomentar espacios de organización ciudadana no es un lujo de ONG, sino una necesidad y una obligación urgente para la estabilidad democrática y el bienestar común. ¿Quién exige rendición de cuentas en su municipio? ¿Quién fiscaliza los presupuestos participativos?¿Quién se une a una asociación barrial que no sea por puro interés inmediato? Las redes sociales, más allá de sus virtudes, nos están mostrando que lejos de unir, amplifican la distancia social: cada quien vive encerrado en la burbuja de su celular, repitiendo lo que quiere ver y oír, rechazando al que piensa diferente, imaginando que alguien ¿? se está ocupando del bien común.

No se trata de idealizar, toma tiempo, esfuerzo y paciencia. Pero no conocemos otra forma para sostener viva la democracia, avanzar hacia una economía menos injusta y una sociedad menos cínica. No basta con indignarse en redes sociales ni con votar cada cinco años.

Recordemos que, en muchas zonas del país, principalmente en comunidades rurales, la acción colectiva sigue viva. Quizá lo urgente hoy sea aprender de quienes aún entienden que vivir en sociedad es más que coexistir: es construir juntos. Debemos recuperar el NOSOTROS y eso empieza en lo pequeño: en la asamblea del barrio, en el comité de agua, en la escuela donde estudian nuestros hijos e hijas, en los centros de trabajo, en las organizaciones de las mujeres de los barrios.

 

desco Opina - Regional / 4 de julio de 2025

descoCiudadano 

Del machismo al cuidado: modificando masculinidades en clave peruana

 

El gran escollo para formular mínimamente un sistema de cuidados en el Perú es la transformación de la noción imperante de paternidad, algo palpable incluso en la legislación, que, aparentemente, debiera ser un factor decisivo para el cambio.

Las leyes 26644 y 29409 que otorgan el derecho a la licencia por maternidad y por paternidad, no consideran un enfoque de género, refuerzan el rol de la mujer como cuidadora y no permiten que las madres trabajadoras coordinen sus responsabilidades familiares y laborales.

Específicamente, la ley 29409 establece el derecho del trabajador de la actividad pública y privada, incluidas las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional del Perú, a una licencia remunerada por paternidad, por diez días, en caso de alumbramiento de su cónyuge o conviviente, a fin de promover y fortalecer el desarrollo de la familia.

Para algunos consultores, dicha ley no solo ofrece un plazo limitado para el descanso del padre trabajador, sino que además, establece una diferencia de trato económico frente a la licencia por maternidad: mientras ésta última es asumida por EsSalud, la de paternidad corre a cargo del empleador.

Más aún, se legisla sobre una situación ideal, en la que no se contempla explícitamente aquellos casos de padres adoptivos, solteros o no convivientes. En la práctica, estos grupos parentales están sujetos a las interpretaciones favorables o a las políticas internas de las empresas más formales y grandes. Por otro lado, la norma no establece un criterio claro sobre cómo calcular la remuneración durante esos días y, en ese sentido, muchas empresas consideran el sueldo básico excluyendo las comisiones o pagos variables, lo que puede significar casi la mitad del ingreso perdido para el trabajador.

Más allá de la adecuación normativa, que dicho sea de paso, es más que insuficiente, los factores decisivos que definen la continuidad del problema, se manifiestan en otras dimensiones. Por ejemplo, según encuestas recientes, más del 50% de los peruanos aún cree que las mujeres deben priorizar las tareas del hogar sobre sus propios proyectos personales, reduciendo la participación activa de los padres en la crianza.

El resultado de esta percepción es que las mujeres peruanas dedican más del doble del tiempo que los hombres a labores domésticas y de cuidado. Es decir, pese a que se han producido avances hacia una distribución más equitativa de estas responsabilidades, la carga de trabajo doméstico sigue recayendo desproporcionadamente sobre las mujeres, lo que limita el tiempo disponible para el trabajo remunerado o el desarrollo personal.

A ello debe sumarse la raigambre de los prejuicios empresariales, que consideran el embarazo y la licencia como un “sobrecosto” laboral, lo cual se traduce en discriminación indirecta, especialmente hacia las mujeres.

Otra cuestión central, pero poco debatida, es que más del 60% de los hogares con hijos menores de 18 años está liderado por madres solas. Incluso cuando el padre está presente, no siempre ejerce un rol activo o afectivo.

También debe consignarse el limitado acceso a los programas de formación. Aunque existen iniciativas como “Hombres por la Igualdad” del programa Warmi Ñan, que buscan deconstruir estereotipos y promover nuevas masculinidades, su alcance aún es limitado.

Ante esta situación, se está considerando la necesidad de ampliar la licencia de paternidad, como se hace en Islandia, para fomentar el involucramiento desde el nacimiento. En esa dirección, todo parece indicar que las campañas nacionales de sensibilización, al estilo de MenCare, permiten obtener buenos resultados. Otros mecanismos son los talleres comunitarios para hombres, que se implementan con éxito en Chile o el programa Pai Presente, en Brasil, que facilita el reconocimiento legal de la paternidad y promueve el vínculo afectivo entre padres e hijos, especialmente en contextos de abandono o separación.

Como vemos, abundan las experiencias que podríamos adaptar en nuestro país. Lo que necesitamos, entre otras iniciativas, es voluntad política, especialmente para mejorar la medición y visibilización del trabajo no remunerado; aumentar la inversión pública en infraestructura de cuidados, fundamentalmente en guarderías, centros de día para adultos mayores, y redes de apoyo domiciliario; aplicar herramientas, como las desarrolladas por ONU Mujeres y la OIT, para estimar déficits de cuidado, costos de inversión y beneficios económicos; incentivar a empresas a ofrecer servicios de cuidado, horarios flexibles y corresponsabilidad familiar.

 

desco Opina / 27 de junio de 2025

La pobreza rural en Huancavelica: una lectura diferente

 

Huancavelica ha dejado de figurar entre los cinco departamentos más pobres del país. La noticia marca un hito histórico para una región que durante décadas encabezó ese ranking de desigualdad. En 2024, la pobreza monetaria se redujo en 6.1 puntos porcentuales, pasando del 39.5% al 33.4%, ubicando a Huancavelica como la segunda región con mayor reducción relativa. Este avance guarda relación con la significativa movilización de inversión, tanto pública como privada, que se dio en la región. Así en 2024, el Gobierno Regional alcanzó una ejecución presupuestal del 97.5%.

Inversiones como la carretera Huancavelica–Rumichaca, el relanzamiento del Tren Macho, la reactivación de hospitales emblemáticos como el Departamental de Huancavelica y la modernización de colegios emblemáticos, son obras que pueden colocar a la región en una dinámica de mayor visibilidad y posicionamiento en la agenda nacional. Sin embargo, este esfuerzo aún no se traduce de forma palpable en la vida diaria de la mayoría de las familias huancavelicanas.

El problema de fondo sigue siendo estructural: más del 90% de la población pobre trabaja en condiciones de informalidad y casi el 60% de la PEA se concentra en el sector agropecuario, usualmente vinculado a la venta de materias primas sin valor agregado. Huancavelica sigue siendo una región esencialmente materioprimaria, con una economía rural fragmentada, escasa asociatividad y limitada articulación con mercados. Y si bien la inversión en infraestructura es clave, no basta. No se trata solo de construir carreteras, sino de garantizar que estas conecten efectivamente con circuitos económicos locales, con cadenas de valor activas, con centros de acopio o transformación. De lo contrario, se corre el riesgo de que las cifras mejoren, pero no la calidad de vida.

Los datos nos muestran la necesidad de una mayor inversión en los territorios eminentemente rurales. Aquellos como Huancavelica que arrastra una deuda histórica del país, debido a que en el Virreinato fue una de las regiones que más riqueza aportó al fisco colonial a través del mercurio extraído en la mina Santa Bárbara. Dicha riqueza extraída nunca regresó en forma de infraestructura, salud o educación. Y aunque el Perú republicano ha firmado pactos descentralistas y programas sociales para saldar esa deuda, aún persisten brechas en el acceso a agua segura, saneamiento o educación de calidad y, sobre todo, estrategias para la generación de empleo digno, especialmente en las zonas rurales.

Los programas sociales como Juntos o Pensión 65 ayudan a mitigar la pobreza extrema, pero si no se articulan con estrategias de desarrollo productivo, formación de capacidades y políticas de innovación rural, corren el riesgo de consolidar el asistencialismo en lugar del desarrollo. La tarea pendiente no es solo reducir la pobreza, sino construir bienestar.

Por eso, en regiones como Huancavelica, la lectura de las cifras que muestran un cambio positivo, debe hacerse con cautela y sentido crítico. Salir del grupo de los más pobres es un logro, pero aún un tercio de la población vive en pobreza. Es momento de apostar por una inversión que no solo se ejecute, sino que transforme.

 

desco Opina – Regional / 20 de junio de 2025

descocentro

La Ley Chlimper 2.0

 El apelativo “Ley Chlimper” remite a la legislación aprobada durante el gobierno fujimorista en el año 2000, impulsada por el entonces ministro de Agricultura José Chlimper, él mismo, empresario agroexportador. Aunque se prometió que sería temporal, se extendió por cerca de veinte años, lo que generó diversas protestas de los trabajadores agrícolas que fueron reprimidos y criminalizados en todo momento, hasta que se derogó la ley el año 2020.

En diciembre del año 2020 el gobierno aprobó la Ley Agraria N° 31110. Su propósito fue prolongar por un tiempo adicional los beneficios de los agroexportadores. Particularmente de siete de las grandes empresas transnacionales que operan en el país. Su intención principal fue mantener el impuesto a la renta (IR) de las empresas agroexportadoras. La tasa se redujo gradualmente, pero manteniéndose en un mínimo del 29.5% buscando equiparar los beneficios laborales y tributarios que de por sí ya eran fuertes.

El proyecto actual, (aprobado en primera votación el 4 de junio), establece una reducción a costa del Estado al 15 % por 10 años (2025–2035) y propone eliminar completamente el límite temporal, sin una justificación técnica clara. El debilitado Ministerio de Economía y Finanzas se ha limitado a comentar que esta decisión crea un déficit fiscal estimado en S/ 1850 millones de soles anuales, lo cual generaría un costo total aproximado de S/ 20 000 millones si se prolonga más de una década. Lo que se está haciendo es concederles excesivos beneficios tributarios a las grandes agroexportadoras afectando al Estado, que por esta redistribución regresiva perderá recursos que podrían destinarse a educación, salud, infraestructura y seguridad que requerimos todos los peruanos.

El sector agroexportador que generó US$2.991 millones de dólares en solo los primeros tres meses del presente año podría seguir pagando menos impuestos que el resto de peruanos. Por lo pronto, actualmente, los agroexportadores pagan menos EsSalud, por lo que la atención médica de sus trabajadores es parcialmente subsidiada por el Estado.

Los principales gremios (CGTP, Conveagro, y federaciones de trabajadores) que han criticado la nueva ley por solo beneficiar a grandes empresas, han hecho notar al país que esta decisión del Congreso deja en desventaja a la agricultura familiar, la cual agrupa a cerca de 1.5 millones de pequeños productores.

Por cierto, se ha procedido a votar una ley que no ha contado con un mínimo acompañamiento social, es decir, sin consultas previas ni diálogo con gremios agrarios y sectores opuestos a la informalización laboral y la exclusión de la agricultura familiar. Además, si antes los beneficios tenían un tope temporal, ahora se pretende eliminar todo plazo para los mismos.

Las empresas que verdaderamente se verán beneficiadas –menos de 20 a nivel nacional–, permite considerar que se trata de una ley con nombre propio que otorga ventajas tributarias sustanciales a tan solo un puñado de agroexportadoras; son mayoritariamente del norte, zona que concentra el potencial agroindustrial del país, lo que explica el afán particular de los legisladores de aquella.

Peor aún, ha dejado de lado a la mayoría de los productores agrarios del país, los productores familiares que son al menos dos millones de pequeñas unidades agrícolas familiares, así como a los medianos y pequeños productores del campo. ¿Tanto esfuerzo nacional para que se la lleven unos pocos?, ¿vale la pena impulsar de este modo un sector de la economía –si bien de punta en el mundo, con arándanos y paltas que usan grandes volúmenes de agua y concentra gran cantidad de tierra– que al no pagar impuestos ni crear empleo de calidad, lo que genera es malestar social?

Adicionalmente, a diferencia de la anterior ley, se ha disminuido la capacidad de fiscalización laboral del Estado, reduciendo el alcance de la Superintendencia Nacional de Fiscalización Laboral (Sunafil) en las agroexportadoras, favoreciendo así la informalidad laboral. Esto ocurre en un sector donde el 94% de los contratos son temporales y la tasa de sindicalización ha caído a un mínimo histórico de 2%.

Ante esta situación cabe finalmente preguntarnos ¿qué tan sostenible es para un país otorgar incentivos tributarios tan prolongados sin comprometer recursos para sectores clave como salud, educación o infraestructura? Recordemos que, a nivel internacional, los incentivos al sector agrario suelen tener focalización clara (por ejemplo, pequeños productores, prácticas sostenibles o inclusión social como ocurre en Brasil, México y España) y siempre plazos definidos con evaluaciones periódicas. La Ley Chlimper 2.0 se aparta de estos principios, privilegiando a grandes empresas agroexportadoras sin contrapartidas de sostenibilidad o equidad, y con un horizonte indefinido que compromete la salud fiscal del Estado peruano.

No se trata de una ley cualquiera que atañe únicamente al campo. Llega, por omisión y direccionamiento, a favor del gran capital y afecta la seguridad alimentaria y la sostenibilidad que requerimos en la producción agraria para más de 34 millones de habitantes del Perú.

 

desco Opina / 13 de junio de 2025 

Redistribuir el IGV, repensar el Impuesto a la Renta

 

El 21 de mayo último, el Congreso de la República aprobó una norma que modifica la distribución del Impuesto General a las Ventas (IGV). Hasta ahora, de los 18 puntos porcentuales de este impuesto, sólo dos se destinaban directamente a los gobiernos locales. La nueva ley eleva esa proporción a cuatro. Detrás de esta cifra se esconde una promesa largamente acariciada por las más de dos mil municipalidades del país: contar con más recursos para atender las necesidades de sus comunidades. Y no es poca cosa, si se considera que muchas de ellas apenas logran cubrir sueldos básicos o servicios mínimos.

Sin embargo, la discusión pública no se ha centrado en esta problemática tan ajena a la tecnocracia limeña. El exministro Waldo Mendoza ha sentenciado que esta es “La ley fiscal más dañina del siglo”. Luis Miguel Castilla fue más drástico aún: “Voy a decir algo que jamás pensé decir: el manejo técnico en el MEF de Pedro Castillo fue mejor que el actual”. La reacción del ministro de Economía, Raúl Pérez Reyes, ha sido sorprendente: ha afirmado que la norma no “impactará en el gasto público” y que “están de acuerdo con ella”. Una postura que, lejos de expresar preocupación por el impacto fiscal, sugiere más bien una abdicación del rol rector que históricamente ha tenido el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF). No se trata de una defensa técnica ni de un desacuerdo estratégico, sino de una convalidación política, sin mayor fundamento visible.

A este debate se suma otro ingrediente, político, pero no irrelevante. Se ha difundido la narrativa –con fuerza en medios y redes– que, el origen de la ley se encontraría en un proyecto impulsado por el actual presidente del Congreso, quien pertenece al partido de César Acuña. En tanto que, el mismo partido controla una porción considerable de gobiernos locales y regionales desde los últimos comicios, la norma recientemente aprobada no solo sería técnicamente cuestionable, sino también funcional a una estrategia de empoderamiento territorial partidario, a costa del erario nacional.

¿Hay algo de eso? Es posible. La política peruana hace rato que dejó de distinguir entre interés público e interés faccioso. Pero que el cálculo político esté presente no deslegitima una demanda estructural: los gobiernos locales están financieramente asfixiados y han sido postergados sistemáticamente por el centralismo limeño y, en no pocos casos, por el centralismo de sus propios gobiernos regionales. Reducir esta medida a una “movida de poder” ignora un problema real que ya no puede seguir siendo evadido. No por gusto la norma ha sido aprobada por unanimidad en ambas votaciones.

Este es, en el fondo, el dilema: ¿cómo financiamos el desarrollo de los territorios sin desarmar al Estado nacional? La nueva norma parece responder a ello con un atajo: quitarle al centro para darle a la periferia. Pero como ocurre con frecuencia en nuestra política fiscal, se decide alterar la distribución sin discutir de fondo la estructura del sistema. No sorprende que se haya tocado el IGV y no otro impuesto.

Porque ese es el verdadero elefante en la sala: el problema no es solo la redistribución del IGV, sino la excesiva dependencia del Estado peruano respecto de este tributo indirecto, profundamente regresivo. Según la última Nota Tributaria de la SUNAT, el IGV representa el 56.8% de toda la recaudación tributaria nacional del 2024, mientras que el Impuesto a la Renta apenas alcanza el 42%. En otras palabras, el sostenimiento del Estado recae principalmente sobre el consumo generalizado –incluyendo a los más pobres–, no sobre la capacidad real de pago de las personas y empresas.

Y aquí es donde el debate necesita mayor profundidad. ¿Por qué no hemos discutido seriamente una reforma del Impuesto a la Renta? ¿Por qué nos escandaliza tocar dos puntos del IGV antes que reconocer que el sistema tributario sigue premiando la evasión, la renta informal y las brechas estructurales de recaudación?

Una reforma del Impuesto a la Renta sería muy impopular, sin duda, pero también necesaria. Implicaría corregir exoneraciones, mejorar la fiscalización, revisar tramos, y, sobre todo, hacer que quienes más ganan aporten proporcionalmente más. Se necesitaría valentía política, una administración tributaria fortalecida, pero, sobre todo, voluntad de diálogo técnico y político.

El Congreso ha optado por una salida imperfecta, que atiende una demanda legítima, pero lo hace sin repensar la lógica tributaria. El mismo que premia, entre otros, a los principales agroexportadores con la prolongación de exoneraciones tributarias sin ninguna justificación. La tecnocracia ha respondido con alarma, con razón, pero muchas veces sin ofrecer alternativas que incorporen las urgencias de los territorios. Y el MEF, en lugar de liderar el debate, parece haber decidido simplemente no darlo.

Lo que se necesita ahora no es una marcha atrás, sino un debate más amplio. Que el IGV financie menos al gobierno central puede ser un problema, pero el verdadero error sería no aprovechar esta coyuntura para rediseñar el sistema tributario en su conjunto. No se trata solo de cuánto le toca a cada nivel de gobierno, sino de quién paga y cómo se recauda. Se trata de pensar en una lógica tributaria directa donde tienen que pagar más, quienes más ganan.

La redistribución del IGV no será la solución mágica para el desarrollo de los municipios, que por lo demás tienen problemas de ejecución porque no se hace nada para fortalecer y desarrollar sus capacidades, pero tampoco puede ser descalificada desde una mirada exclusivamente técnica o desde el cálculo político inmediato. Es una señal –confusa, sí, pero legítima– de que los territorios exigen un lugar en la mesa fiscal. Y eso, nos guste o no, obliga a mirar directamente al Impuesto a la Renta.

 

desco Opina – Regional / 6 de junio de 2025