El gobierno de Francisco Sagasti cumplió su primer mes de gestión en un escenario más difícil del que inicialmente previeron. Todo indica que todavía lejos de la inmunidad de rebaño, que aparece como sorprendente y perversa expectativa de muchos para lidiar con la pandemia, sin acceso a la vacuna contra el Covid-19 en el corto plazo –no obstante las promesas de la ministra de Salud de la gestión Vizcarra que era exageradamente optimista, desmentida por ella misma en su renovado rol de cabeza del sector en la gestión actual–, y con los hospitales llenándose de enfermos en varias regiones, el país enfrenta una crisis económica de magnitud y la inestabilidad política y social ha devenido ya en su forma de ser.
Con 25% de la PEA en el desempleo y con una caída de la masa salarial de más de 33% en Lima, entre octubre 2019 y el mismo mes de este año, el BCR estima en su último Reporte de Inflación que el PBI se contraerá hasta fin de año en -12.7%, proyectando un déficit fiscal de 9.2% por el mayor gasto no financiero y los menores ingresos. En otras palabras, una recesión que es sólo comparable con la que ocurrió durante la inflación a fines de los años 80 del siglo pasado. No debe sorprendernos, entonces, que los cálculos más conservadores estimen que la pobreza alcanzaría ya al 30% de la población.
En este contexto difícil, apenas en sus primeros treinta días de gestión, el gobierno ha perdido un ministro del Interior, derrotado por sus propios errores, pero especialmente por las resistencias de la corporación policial que exhibió su oposición a cualquier cambio que afecte su normalidad, acompañada por la beligerancia de la derecha más pura del país que evidenció que conserva toda su fuerza. Simultáneamente, empieza a descubrir que más allá del voto de confianza que le concedió el Congreso, un sector significativo de este poder está dispuesto a continuar en el juego de la vacancia perenne y no se conmueve por las buenas maneras y la disposición al diálogo del Presidente y su gabinete. Por si fuera poco, ha constatado que no goza tampoco de una gran confianza de la calle, como se observó en el conflicto con los agroexportadores.
Como es obvio, nadie espera que el cambio de gobernante resuelva el desplome de nuestro sistema político que en cuatro años ha asistido a la vacancia de dos mandatarios, el suicidio de un tercero, el cierre del Congreso y la instalación de uno nuevo con las mismas viejas mañas, la santificación de colaboradores en la judicialización de la política y las diarias luchas por el protagonismo mediático de fiscales interesados en segundos de pantalla antes que en acusaciones fundadas ante el Poder Judicial. Nadie esperaba tampoco mejoras significativas en la gestión de la pandemia con un aparato de salud que es el mismo con idénticas precariedades y carencias. Menos aún en el manejo de la economía, donde los grupos de poder imponen su «normalidad», no obstante el temor que les generan el Congreso, las elecciones y la reciente amenaza de una nueva Constitución.
Mientras tanto, el escenario de las elecciones 2021 empieza a «calentar» motores, con la mayoría de aspirantes desvinculados de la realidad antes descrita. La largada para esta competencia luce más poblada que nunca antes en nuestra historia; 23 candidatos parecen ser parte de una fiebre por la postulación, donde buena parte de ellos esconde apenas su interés por el poder en sí mismo, tras discursos vacíos dedicados al bien común y su voluntad de servirlo.
Las encuestas recientes de IPSOS y el IEP, aunque con matices, muestran una foto inicial similar. George Forsyth sigue apareciendo como cómodo puntero, distanciado de un pelotón inmediato de perseguidores y perseguidoras –Guzmán, Mendoza, Fujimori y Urresti–, aunque descendiendo mes a mes en el último trimestre, en la medida en que tiene que posicionarse y pronunciarse sobre el día a día del país, es decir hacer política. En un segundo grupo se ubican Lescano, De Soto, Humala, Acuña y Salaverry, impulsado por la candidatura congresal de Vizcarra, mientras el resto de aspirantes parecen desde ya condenados al fracaso. Es significativo que, a menos de 120 días de las elecciones, un tercio de los encuestados no sabe por quién votar o ya decidió no hacerlo por nadie (blanco o viciado).
Si es probable que del primer grupo salgan los contendores de la segunda vuelta, es seguro que el próximo Congreso será tanto o más fragmentado que éste; en la intención de voto congresal, la variable se encuentra en la valoración y recordación de las marcas, donde el Partido Morado (12%) es seguido por Somos Perú, Acción Popular, Fuerza Popular y FREPAP. En otras palabras, Forsyth y Mendoza tendrán que trabajar muy duro si quieren contar con parlamentarios.
Con un panorama de esta naturaleza y desnudados muchos de los límites del modelo económico, con una población que según IPSOS identificaba ya en octubre (22%) que el principal problema del país era el desempleo y la crisis económica, no debe llamar la atención que en la encuesta de noviembre, un 85% se pronunciara por cambiar la Constitución –60% mediante Asamblea Constituyente y 25% a través del Congreso–; identificando entre los cambios más significativos que demandan mejoras en educación y salud, combate de la delincuencia, lucha contra la corrupción, leyes favorables a los trabajadores, violencia contra la mujer y control de los precios básicos. Simultáneamente, la encuesta mostraba que 51% espera que el nuevo gobierno haga cambios moderados al modelo económico y 35%, cambios radicales.
Como es obvio, y más allá de la viabilidad y el sentido de la propuesta, que ameritan una discusión seria, los temores de diversos sectores que descalifican su sola posibilidad, se han disparado. Muchos de ellos, son los mismos que «terruquearon» las movilizaciones contra Merino o las acciones de los trabajadores de la agroexportación, sin tratar de entender el hartazgo de la gente con el actual orden de las cosas.
desco Opina / 18 de diciembre de 2020