La semana anterior fue adversa para la izquierda
latinoamericana. Si bien pudo sospecharse lo que aconteció en las elecciones
municipales en Colombia, no sucedía lo mismo con las elecciones argentinas. Hay que añadir los resultados de Guatemala,
aunque el dato que emerge de ese país tiene otra tónica, tal vez más cercano a
lo que ocurre en el nuestro.
En Colombia, una primera constatación es que el apoyo
social que tiene la izquierda no se ha traducido en votos. El golpe más contundente fue en Bogotá, donde tras doce años de administración izquierdista, las
denuncias de corrupción empezaron a saltar y condicionaron el triunfo de Enrique
Peñalosa, el candidato centrista, sobre Clara López, la candidata del Polo Democrático
Alternativo, aun cuando el Polo incrementó su representación en el Concejo de
Bogotá. El vencedor fue un alcalde relativamente exitoso antes de la emergencia
izquierdista.
De esta manera, el principal factor para que
la izquierda perdiera las elecciones fue la sensación de «mal gobierno». Es decir, no
solo se trató de una mala performance en la gestión municipal de Bogotá, sino
también de la generalizada idea de que la izquierda carece de proyecto para
gobernar. Dicen los analistas colombianos que esta percepción caló especialmente
entre los indecisos que pertenecen a la clase media. En otras palabras, fue
decisivo el llamado voto de opinión, emitido por el ciudadano que reflexiona y
analiza, que fue tomando fuerza desde las elecciones del 2011. Esto tiene que
ver con el aumento de la calidad de vida de la población urbana.
La pregunta que se hacían en Argentina 24 horas antes
de las elecciones era si el candidato oficialista Daniel Scioli, ganaba o no en
primera vuelta las elecciones generales en ese país. Tras conocer los
resultados la pregunta es obviamente otra, al pasar a una segunda vuelta con un ajustadísimo triunfo ante el opositor Mauricio Macri que, para
todos los efectos, trasluce una derrota política mayor porque el peronismo
pierde la plaza de Buenos Aires luego de treinta años de triunfos consecutivos.
Aníbal Fernández, jefe de Gabinete de Cristina Fernández
y candidato oficialista derrotado para la gobernación de la ciudad capital,
consideró que esto se explica porque «hubo gente de mi partido que hizo lo imposible para que me fuera mal»,
graficando así las divisiones internas que, al parecer, hicieron mucho daño a
las candidaturas del gobierno. Sin embargo, esa es una de las explicaciones y
seguramente, no la más importante. Para Macri, ocurrió que «la gente se animó a decir basta», asegurando que los
argentinos hoy «quieren otra cosa». Sin precisarlo, puntualizó el alejamiento
de la clase media urbana argentina de los designios del gobierno, al que algún
momento apuntaló por representar los cambios que aspiraba.
El
caso de Jimmy Morales, en Guatemala, es un ejemplo extremo, para decirlo de
algún modo. En un contexto institucional mucho más precario que Colombia o
Argentina, la elección de un conocido cómico en supaís, refleja el fracaso absoluto del sistema político y sus actores, algo que quedó expuesto
cuando las movilizaciones populares lograron la renuncia del anterior
presidente Otto Pérez Molina. Morales buscó y aglutinó un «voto de castigo» con
éxito abrumador, pero sin emocionar. El movimiento popular, espontáneo y sobre
todo emotivo, barrió a Pérez Molina pero no germinó una respuesta política, diluyéndose
y favoreciendo posturas como las del vencedor, quien no esconde su apoyo a
sectores militares y afirma abiertamente que «pone a Dios por encima de todo».
¿Qué tenemos como común denominador en estos tres
escenarios con particularidades muy marcadas? En América Latina, las clases medias urbanas conforman la
principal masa electoral con que cuentan los partidos políticos. Los resultados
muestran que la orientación política de este sector estará determinada por factores
tan volátiles como la situación económica, política e ideológica imperantes, es
decir, reaccionan ante los vaivenes de la economía y su conducta es fundamentalmente
conservadora.
En
otras palabras, no nos engañemos, porque no estamos ante una dimensión
homogénea. La sucesión de cambios estructurales ocurridos desde los años
cincuenta y amplificados en los noventa, han desestructurado este sector
social, produciendo una mayor heterogeneidad en su composición interna. En
consecuencia, lo pertinente es hablar hoy de clases medias, no de una clase
media específica.
Así
podemos
leer los resultados de la encuesta nacional urbana de GfK. Según esta medición, el 45% de encuestados en el
país, no simpatiza con ninguna tendencia política; lo que es más resaltante, su
identificación con
una ideología de izquierda, derecha o centro, no está en relación directa
con el nivel socioeconómico. Esto podría indicar que hemos llegado a un
momento particularmente difícil con el
fin del superciclo extractivista, donde se evidencia la importancia que debió adquirir
la construcción de una economía más diversificada e integrada. Es evidente que la
paulatina austeridad que se impone en el escenario actual destaca aún más los
niveles de corruptibilidad de nuestro sistema político.
Estamos
en un escenario de extrema judicialización de la corrupción, en el que ha sido
muy fácil activar una dinámica de vendettas, que recorta a la ciudadanía la
posibilidad de generar y fortalecer sus mecanismos de control ciudadano y
rendición de cuentas. Por ello, debemos leer con mucho cuidado lo sucedido en
Argentina y Colombia, prestándole especial atención a lo que ha ocurrido en
Guatemala.
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