viernes

El final del camino

 

Parafraseando las primeras líneas de Ana Karenina, todas las democracias en problemas se parecen unas a otras, pero cada democracia que funciona tiene un motivo particular para hacerlo. En efecto, estas semanas dramáticas no pueden llevarnos a eludir la constatación de que lo experimentado nos acerca a los malestares democráticos que se despliegan por el mundo más allá de especiales particularidades.

En nuestro caso, apropiándonos de la mirada que propone Fernando Coronil para Venezuela, pero que puede extenderse perfectamente a casi todos los países, la democracia empezó a trabarse hasta imposibilitarse en la medida en que el Estado perdió su magia, algo que, desde la derecha y la izquierda, trataron infructuosamente de reconstituir. La última edición de este libreto fue Pedro Castillo, que buscó gobernar con la consigna «no más pobres en un país rico».

Ahora lo sabemos, ya no estábamos para resumirnos en un factor trascendente y unificador de la nación, generado por un Estado que hacía mucho tiempo fue erosionado constantemente en su legitimidad. Entonces, si en Venezuela, según Coronil, la deificación del Estado tuvo lugar como parte de la transformación del país en nación petrolera, percibiéndose como una nación con dos cuerpos, uno político compuesto por sus ciudadanos y otro natural cuya materia era su rico subsuelo, en nuestro caso, el mito del país minero tuvo su correlato fracasado en una ciudadanización que no se condensó en el Estado sino, por el contrario, se distanció de él hasta convertirse en un factor corrosivo.

Para que ello suceda, se rompieron los relatos. La magia a la que alude Coronil, refiere a una realidad extraordinaria, pero también a una presentación selectiva de elementos que provoca una ilusión de existencia común mediante invisibles manipulaciones apoyadas en la distracción y la diversión. Como la historia, la magia pende entre la ficción y los hechos, entre los trucos y la verdad.

En esta lógica, nuestro sueño devino en pesadilla. El discurso de los políticos –y referimos aquí a Christian Salmon– terminó por sustituir la acción por el relato, la deliberación por la distracción, el arte de gobernar por la puesta en escena. La comunicación política ya no apuntaba solo a formatear el lenguaje, sino a hechizar las mentes y sumirlas en un universo espectral del que los políticos son a la vez performers y víctimas. En suma, nada de eso fue simple incapacidad, sino una consecuencia de las cuerdas separadas, que debía evitar la contaminación de la economía por la política.

Ese fue el gran triunfo del neoliberalismo. Como lo dijo claramente Margaret Tatcher en 1981, “la finalidad es cambiar el corazón y el alma”. En efecto, vendió –y se compró a raudales– la fantasía del emprendedor individualizado y narcisista que fue, y esto es lo esencial, un relato que no se dispensó exclusivamente «desde arriba». Hubo y hay una incesante reinterpretación desde los medios de comunicación y los espacios sociales que alternan codificación y descodificación, encriptación y desciframiento, narración y contra narración.

Así, el político no fue el único que propuso una historia; están los medios de comunicación, las empresas, las iglesias, las organizaciones sociales, los internautas y demás que, con sus comentarios en los posts, sus tweets y sus blogs, interactúan con sus relatos. A veces hasta consiguen hacerle sombra al otro y logran imponer su narración. Una multitud de emisores de intensidad variable obran, cada uno por su cuenta, para captar las atenciones e imponer a la opinión una movilización permanente.

En fin, el Estado nacional eclosionó, revelando que no estábamos solos y que no éramos semejantes. Como afirma Frederick Cooper, ahora debe encontrar un balance entre la homogeneidad y la complejidad social y “esto es justamente lo opuesto a lo que la mayoría de los Estados está haciendo en nuestros días”.

Es lo que mostramos nítidamente desde Perú estos últimos años. Nadie puede dudar de las inmensas brechas existentes entre nuestra abstracta comprensión de «lo peruano» y la pertenencia a colectividades definidas por la religión, la etnicidad, la ocupación o el género. Apelando nuevamente a Cooper, “necesitamos ver las cuestiones de la inclusión y la diversidad en relación no solo con la protección de los derechos individuales en la entidad política, sino con las estructuras sociales que pueden promover o impedir las oportunidades de los individuos y sus familias de alcanzar un modo de vida decente y digno”.

Es decir, la ciudadanía no remite a una relación directa y sin intermediarios entre el individuo y el Estado. Tampoco es per se un mecanismo nivelador. La ciudadanía discurre a través de las comunidades locales, por medio de diversos grados de pertenencia y a través de diferentes jerarquías.

Pero, tememos, nada de esto está en discusión. Para aquellos que depositan al menos parcialmente sus esperanzas en el cambio del régimen constitucional, debemos recordarles que los lazos verticales, entre el Estado y los ciudadanos, como los horizontales, entre las diferentes y desiguales comunidades ciudadanas, son espacios sumamente complejos e inestables y reacios a cualquier reduccionismo formal, incluyendo los jurídicos.

 

desco Opina / 27 de enero de 2023

Junín y su participación en la interminable crisis en Perú

 

El rechazo a la presidenta de la República, Dina Boluarte, se inició con su imprudente anuncio de un mandato hasta el 2026 olvidando que encabezaba un gobierno de transición; continuó obviando el rechazo generalizado que genera el Congreso, así como con la designación de un gabinete tecnocrático, encabezado por un Primer Ministro timorato e indolente que ignorando los distintos malestares y demandas de la sociedad que la situación avivaba, alimentó la explosión social que se inició poco después. El costo hasta hoy, no obstante su compromiso de no más muertes, es de más de cincuenta fallecidos, centenares de heridos y una represión bárbara e indiscriminada como parte de una entente que integran el Congreso, la mandataria y su Ejecutivo, y las FF. AA. y policiales.

El país está de luto por enfrentamientos dónde la acción del Estado incorporó el uso de armas de fuego, disparos a quemarropa, dejando como saldo incluso la muerte de personas que transitaban por las calles y no formaban parte de las protestas, además de varios niños. Asistimos así a la nula empatía de un gobierno que parece secuestrado por una alianza económica y política y una forma de acción basada en la represión y el «terruqueo», sin ninguna estrategia para generar diálogo y construir consensos que respondan a las movilizaciones legitimas.

Carreteras bloqueadas en el norte, sur y centro del país, peruanos exigiendo nuevas elecciones generales, pidiendo el cierre del Congreso y la renuncia de Boluarte son parte de las protestas que se multiplican con las consiguientes pérdidas materiales, heridos y muertos mayoritariamente jóvenes de las regiones más pobres de nuestro país.

La Selva Central y Junín en particular, han sido también territorios de violentas protestas durante las últimas semanas. En la Selva Central los pueblos amazónicos, armados con sus arcos y flechas como expresión de su cultura y cosmovisión, se dirigieron hasta la capital regional para sumarse al paro nacional demandando el adelanto de elecciones para el 2023; numerosas marchas que tuvieron ribetes violentos dejaron fuertes estragos y tres fallecidos, entre ellos un menor de edad y múltiples heridos hospitalizados en Pichanaqui, distrito donde se registraron las movilizaciones más graves.

Se trata de un sector de los pueblos originarios de Selva Central que no se siente representado por el Congreso, ni por el Ejecutivo, protestando por la práctica ausencia del Estado en territorios. El fracaso del Estado Nación claramente denunciado.

Aunque la democracia supone que los políticos actúen por el bien común, no obstante la bárbara represión y las muertes, el Congreso dejó en claro que su agenda hasta las elecciones es la de crear las condiciones que necesitan para continuar en el poder, incluyendo el cambio de las autoridades electorales, reglas más laxas para elegir al Defensor del Pueblo y la bicameralidad para reelegirse, entre otras medidas. La Fiscal de la Nación, por su lado, anunció la reestructuración de las fiscalías que buscaría consolidar la criminalización de las protestas y la posibilidad de juzgarlas como terrorismo.

Todo ello, combinado con diversas medidas que favorezcan los intereses de determinados sectores, como se observa en el caso de las universidades bamba y la recurrente postergación de los plazos para la formalización minera. En otras palabras, antes que buscar un camino para atender efectivamente las demandas de la población movilizada, la preocupación mayor del Ejecutivo fue la de asegurar el voto de confianza del gabinete Otárola, así ésta suponga su abrazo definitivo con las derechas extremas.

En este contexto, la paralización indefinida y las movilizaciones reiniciadas en distintas regiones desde el 4 de enero, tienen como demandas más visibles la renuncia de Dina Boluarte, el “que se vayan todos” y se adelanten las elecciones para el 2023, así como la consulta sobre la Asamblea Constituyente. Esta semana será una de significación; las movilizaciones no cesan y a ellas se han sumado distintos gremios y nuevas organizaciones. En el centro del país, nuevamente distintas vías han sido bloqueadas y los manifestantes tratan de ser retirados por las autoridades, que como en otras regiones, buscan evitar la marcha de las delegaciones que pugnan por llegar a Lima. Las posibilidades de diálogo están muy erosionadas.

Mientras un sector muy mayoritario de la sociedad –indignado con la respuesta estatal de muerte y represión a sus demandas, que no cree en la política y que piensa que los políticos simplemente no quieren irse del Estado– exige acciones urgentes, el Estado parece decidido a continuar en la misma vía de violencia y «terruqueo». Convencido de su propia narrativa, quiere hacernos creer que se trata de la continuidad del golpismo de Castillo, de una turbulencia azuzada por terroristas y vándalos, financiada desde el exterior, sin entender una explosión social que expresa legítimamente el hartazgo de muchos malestares de larga duración, donde se combinan políticas y enfrentamientos de los últimos años con profundas desigualdades y exclusiones tan extensas como nuestra historia republicana. Con toda su fragmentación y complejidad, la calle seguirá tratando de enfrentar la crisis que los poderes se muestran incapaces de atender.

 

desco Opina – Regional / 20 de enero de 2023

descocentro

¿La guerra del fin del mundo?

 

43 muertos y más de 600 heridos son hasta hoy el dramático resultado de una explosión social que se inició con distintas movilizaciones en el territorio nacional, detonada por el pobre intento de golpe de Estado del desesperado Pedro Castillo, triste imitación del que diera Alberto Fujimori, treinta años atrás, mostrando el total deterioro de la democracia y el vaciamiento de su contenido, así como su subordinación al patrimonialismo y el clientelismo de nuestra política, a los que no fue ajeno el exmandatario. Las desigualdades y exclusiones y la ampliación de la corrupción, de data tan larga como nuestra historia republicana, acabaron por desnudar el régimen político, multiplicando los grandes malestares de nuestra sociedad.

Si ese fue el primer factor, Dina Boluarte y su gestión, precipitaron la situación. Obviando que legalidad –que la tenía– y legitimidad, no son la misma cosa, su juramentación alimentó la explosión social que se inició el 7 de diciembre pasado, porque desconociendo el carácter de transición de su gobierno y el deseo abrumador de la ciudadanía para que el Congreso también se vaya, se dirigió al parlamento y a la opinión pública limeña, a lo que sumó un primer gabinete «tecnocrático», de perfil bajo y liderado por un premier timorato y autoritario, ignorando los distintos malestares y demandas de la sociedad que la situación avivaba.

Las movilizaciones de diciembre se multiplicaron por el país deviniendo en las más fuertes de los últimos veinte años. Masivas en muchas regiones, especialmente en el sur y el centro, fueron convocadas por distintas y variadas organizaciones, comunidades, gremios, activismos y otras formas de articulación local, sin mayor coordinación entre ellas y con diversas demandas, predominando la exigencia de la renuncia de Boluarte y los congresistas, el adelanto de elecciones para este año y un camino para consultar una Asamblea Constituyente. Sorprendidos por la fuerza de las movilizaciones, en algunas de las cuales se produjeron innegables y condenables actos de violencia y vandalismo que deben ser investigados y sancionados, desde el Ejecutivo y parte importante de la clase política, se recurrió al estado de emergencia, la represión violenta de la policía y las FF.AA., así como la descalificación «primariosa» y el terruqueo de aquellas. 

La designación de Alberto Otárola como premier y la incorporación rápida de un discurso «guerrerista» en el Ejecutivo, mostraron con claridad antes del fin de año, el carácter de un gobierno crecientemente compartido por la señora Boluarte, la más precaria de los tres, el Congreso de la República y las FF.AA., más preocupados por una determinada opinión pública limeña que por entender los hondos y mortales desencuentros que nos caracterizan, a decir del recordado Carlos Iván Degregori, que una vez más, se sentían con nitidez.

Tras la tregua de fin de año, las protestas, como era previsible, se reiniciaron con fuerza e intensidad crecientes. Si Apurímac y Ayacucho fueron focos especiales el mes anterior, Puno fue el epicentro de las movilizaciones y de la descontrolada represión desde la primera semana del año. Como en diciembre, Boluarte respondió violentamente; a las muertes que se sucedieron el Congreso de la República y buena parte de los medios de comunicación lo hicieron aplaudiendo y sumándose a una narración en la que la protesta es responsabilidad exclusiva de Pedro Castillo y resultado de la acción de terroristas, senderistas, vándalos, mineros ilegales, narcotraficantes y azuzadores profesionales, contribuyendo de esta manera a la instalación de la barbarie en el país. 17 muertos en un día y un policía calcinado son parte del desprecio por la vida humana y la banalización de la muerte que pretende instalarse.

En este camino, las posiciones en confrontación se van haciendo irreductibles y la posibilidad de diálogo se aleja. Un Ejecutivo distante de buena parte de la sociedad y sin empatía alguna con los movilizados, así como un Congreso indolente, con una mayoría interesada en su permanencia y su reproducción como lo acaban de evidenciar grosera e irresponsablemente blindando a un violador con el respaldo de las izquierdas conservadoras (votando en contra, absteniéndose o ausentándose de la sesión) y dando la confianza a un gabinete, horas después de la muertes que bajo su gestión se produjeran en Puno, alimentan los profundos malestares de la gente y contribuyen al discurso y la acción de los reducidos núcleos violentistas que actúan en la movilización. Resulta inaceptable que desde el Estado y la clase política no se entienda que el sur andino, Puno y Ayacucho en particular y por razones complementarias, son la evidencia indiscutible del naufragio de nuestra construcción de un Estado Nación.

A estas alturas, aunque dramático, es evidente que nuestra clase política, con contadas excepciones, es una vergüenza. Las demandas del interior del país exigiendo la renuncia de Boluarte, el adelanto de elecciones este año y la consulta sobre una posible convocatoria a Asamblea Constituyente, responden a la crisis de fondo del país y a la indisimulable ilegitimidad de sus autoridades y de sus representantes. Si realmente queremos construir y afirmar la unidad del Perú con acciones políticas y de gobierno, debemos superar nuestros miedos y estar dispuestos a escuchar para entender, no imaginando «asonadas» sobre Lima como aquellas con las que trató de asustarnos el Primer Ministro días atrás. Para defender la posibilidad de la democracia e impedir la fuerte tentación autoritaria que ya aparece, no podemos permitirnos más muertos.

 

desco Opina / 13 de enero de 2023