¿Qué se llevó por delante a nuestra muy precaria democracia? A estas alturas, todos y todas las peruanas debemos estar notificados y convencidos de que la democracia no conlleva felicidad ni mejoría para nadie, por decir lo menos. No es su objetivo. En todo caso, lo que venimos registrando en las encuestas es que ésta no las produce: la preferimos porque no hay nada mejor, pero estamos por demás insatisfechos con ella.
La democracia es importante por otros aspectos. Entre ellos, su valor está dado por el control que permite para evitar que cualquier grupo se arrogue el poder de decisión sobre algo que concierne a todos. En esa línea, además, en relación a algo que frecuentemente aparece tan etéreo, como la libertad de expresión, resulta que es la fuerza que arrincona a la censura, garantizando que nuestras voces sean escuchadas.
Si es así, entonces los jugadores democráticos deberían entender que pueden y, de hecho, que van a perder en algunas circunstancias. De esta manera, en esos escenarios, para que funcionen, un acuerdo entre los que participan es ser despiadados en el combate contra el vicio y la mentira porque corroen los fundamentos mismos del equilibrio que debe establecerse. Así, debemos ir aceptando que la erradicación de la corrupción tiene fundamentos totalmente instrumentales, además de los morales y éticos: su vigencia anula cualquier fundamento democrático.
En tales escenarios, entonces, es imposible que construyamos nuestros argumentos en base a criterios ortodoxos. Por el contrario, sólo funciona cuando los participantes adoptan el pluralismo o, dicho de otro modo, la libre competencia de opiniones en igualdad de condiciones.
Vemos entonces que lo que se llevó de encuentro a la democracia peruana fue, entre otros factores importantes, la ausencia de actores –sociales y políticos– con las habilidades mínimas que exige el funcionamiento de un régimen con las características señaladas. Dicho de otra manera, la democracia lejos de ser un ente abstracto, debe operarse, plantearse objetivos, obtener resultados y mostrar sus impactos positivos. Esto se obtiene con personas que gestionan los procesos, dan sentido a lo obtenido para, de esta manera, tener material con qué rendir cuentas y someterse a las consideraciones de los ciudadanos y las ciudadanas. Simplemente, no pueden reemplazarse instancias, procesos y resultados con frases huecas, vacías que buscan movilizar las emociones de las personas y no su razonamiento.
Aclarémonos. Los clichés, formulismos y frases reencauchadas del tipo “la rebelión regional contra Lima”, “el colonialismo que empobrece a los pueblos indígenas”, “nueva constitución”, “que se vayan todos”; o, “todos son terrucos”, “vándalos que dañan la propiedad”, “ignorantes”, tienen la virtud de mostrarnos nítidamente que el concepto de la política de nuestros pequeños tirios y troyanos es la suma cero, es decir, aspirar a la desaparición del adversario y así fantasear con una hegemonía de pacotilla.
Para ello, apelan a una trajinada “voluntad popular” sin someterla a procedimientos y equilibrios, que se fundamenta en la falaz creencia de la virtud de un “pueblo bueno” per se, que repentinamente emerge como una epifanía purificadora exigiendo una vinculación directa con el líder redentor, sea de derecha o de izquierda, poniendo supuestamente de lado todas las intermediaciones molestosas.
Pero, hay más. Estos mismos procedimientos e instancias técnicas, referidos líneas arriba, cuando se elimina su componente político, es decir, las aspiraciones y decisiones de las personas, también son factores decisivos en la corrosión de nuestra democracia. Es lo que Judith Butler y Athena Athanasiou denominan la “supresión tecnocrática de la democracia”.
En esa línea, habría que buscarle algún sentido, si lo hay, a las exigencias de nuevas elecciones, cuando el sistema generó a lo largo de las últimas décadas un espacio “técnico”, autónomo, incuestionado, cubierto de cualquier control ciudadano en el que se resuelven muchos intereses privados –léase corrupción–. Resulta entonces increíble que luego de año y medio de ignorar cómo funcionaba esta dimensión y terminar envuelto en sus lógicas, el expresidente Castillo y sus seguidores no hayan obtenido ningún aprendizaje en esta dirección.
De igual manera, recurrir al vocablo “pueblo” no tiene sentido político alguno y termina siendo nefasto para los que aún creemos en la instalación de una democracia mínimamente seria entre nosotros. Homogenizar a las personas, singularizándolas en un rótulo, solo alienta sentidos dictatoriales y patriarcales, cuando lo democrático debe ser el uso de criterios diferenciadores que refieran la enorme pluralidad y diversidad que existe en la sociedad y, en ese reconocimiento, aceptar el reto de una inclusión real de todos y todas.
La ciudadanización está amenazada en grado sumo cuando los llamados a sostenerla no muestran vocación para asumir las responsabilidades que conlleva la titularidad de derechos. Nuevamente, sólo la vigencia de un sentido por demás patriarcal y conservador puede aceptar que los individuos crean que pueden estar imbuidos de derechos sin verse sometidos a mínimas obligaciones.
desco Opina / 16 de diciembre de 2022