Finalmente, el presidente García firmó con evidente agrado el TLC con los Estados Unidos y, salvo muy pocos medios de comunicación, nadie recordó sus compromisos electorales, cuando prácticamente juró que revisaría «palabra a palabra» dicho instrumento. En la lógica política de los hechos consumados, el tratado entrará en vigencia sin los diagnósticos de impacto correspondientes y discutiendo mecanismos de protección, compensaciones o ajustes sólo para algunos sectores. En las expectativas del gobernante, seguramente, se formula la esperanza de que la inundación de mercancías extranjeras contribuya a paliar la presión inflacionaria, algo especialmente preocupante en los ámbitos urbanos –decisivos para el éxito electoral–, sin importar mucho la suerte que tendrán gran parte de los productores agrarios, sobre todo los que abastecen al mercado interno.
En un escenario como el que plantea el TLC, donde hay ganadores y perdedores, el impacto sobre estos últimos se agudizará al confluir con la estructura oligopólica de nuestra economía, en particular en lo concerniente al mercado de los alimentos. Para el ciudadano es obvio que lo que debe pagar no sigue una lógica de oferta y demanda, sino que está «amarrado» por la alta concentración existente en el mercado de los productos indispensables de la canasta familiar. Se nos presenta como producto de la «mano invisible» lo que en realidad es el resultado del desequilibrio abismal existente entre los consumidores y los ofertantes, que tienen ganancias extraordinarias en época de crisis, a costa del gasto cada vez mayor que la población asalariada destina a alimentos (el más alto de Latinoamérica). Por otro lado, se presenta como un problema privado («pagas o dejas de consumir») lo que es un asunto público: el ajuste periódico que debe realizar el Estado sobre el salario mínimo, como sucede en los demás países de la región.
Para algunos asuntos sí vale la ortodoxia, pero para otros no. En cualquiera de sus versiones, el modelo liberal propone –precisamente– un modelo de intervención pública para el mercado rey y su funcionamiento en un mundo lleno de imperfecciones. Sólo de manera simplista se asume que el Estado «no debe hacer nada» frente a los agentes económicos, pues estos son demasiados y sus intereses no son concordantes. Piénsese, para empezar en las diferencias entre grandes importadores y grandes exportadores frente a la crisis. Las dificultades entre ellos sí son consideradas como parte de la discusión y del juego político. Tanto que a veces salen de la esfera de las reuniones y entrevistas privadas y llegan hasta el parlamento o los medios de comunicación. Pero hay otros actores –las mayorías peruanas– que no son considerados válidos, con necesidades verdaderas y atendibles, y que no poseen los expertos y los lobbistas para que la autoridad –la verdadera, no la de la broma– se interese en ellos.
El 19 de enero el Programa Regional Sur de desco opinó sobre la situación de cien mil familias que viven en la extrema pobreza con su ganado en la puna, ahora que los precios de la fibra de alpaca se han ido por los suelos. En el caso del café, no es siquiera complicado (ni caro, pensando en los 10,000 millones de soles) reactivar esa economía fomentando la elevación del bajísimo consumo nacional. En torno a los asuntos urbanos, la autoridad tiene claro las necesidades de una industria de la construcción que sólo provee viviendas para las clases medias. Parte de los 10,000 millones del Plan Anticrisis irán a ella. Nada se hace para la industria de la construcción que provee de viviendas a los más pobres, esto es, a los autoconstructores que mantuvieron vivos a los productores de acero, cemento y ladrillo en las épocas de crisis. Los alpaqueros, los cafetaleros, los micro constructores, etcétera, también son importantes para nuestra economía y para el mantenimiento del tejido social. Pero los anteriores ejemplos nos señalan palmariamente que este «modelo» supone que estos millones de peruanos no existen para las discusiones acerca del desarrollo nacional.
En la década del ochenta, fueron los poderosos los que criticaron la heterodoxia de la acción del presidente García. Ahora, desde los de abajo, es posible criticar esta otra «heterodoxia», la de este «modelo», en el que no todos los actores económicos del Perú son tratados de la misma manera.Y cuanto menos protesten, será mejor pues, de lo contrario, serán pasibles a ser señalados como «terroristas», si nos remitimos a los cada vez mayores antecedentes que hay al respecto. Así, la democracia no tiende a incluir e igualar: por el contrario, parte de los peruanos debemos aguantar a pie firme, otros –poquísimos– son atendidos en las audiencias presidenciales.
desco Opina / 23 de enero 2009
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