La movilización indígena, que exige la derogatoria de los decretos legislativos referidos al manejo de los recursos de la Amazonía, debe ser leída como el hecho político más significativo de los últimos años en nuestro país. Uno de los reclamos de los movilizados, representados por Alberto Pizango, presidente de la AIDESEP, es que no han sido consultados. Este es el punto más extremo de una práctica que alcanzó altos picos con el fujimorismo y hoy mantiene el gobierno del APRA: la legislación se sustrae del debate en el Parlamento, que cede poderes extraordinarios al Ejecutivo, que a su vez actúa más allá de los propósitos declarados (en este caso, la «agilización» para implementar el TLC con los Estados Unidos). Ya no se trata sólo de que la definición de las normas que rigen nuestra economía y nuestra política de recursos naturales sea una esfera fuera del alcance del ciudadano peruano, sino que es una esfera que actualmente puede –por lo visto necesita– prescindir de los controles que la democracia tiene diseñados, entre ellos el Congreso. En este mismo contexto, se aprobó el aumento en diez escaños parlamentarios para el próximo período.
El problema ha renovado crudamente preguntas sobre la representación de los intereses de las comunidades indígenas de la selva y sobre la legitimidad de estos ante el auditorio y en el imaginario nacional. Sobre lo primero, resulta irresponsable la táctica que han elegido el partido de gobierno y los voceros mediáticos de la derecha. Denunciar por sedición a los dirigentes de AIDESEP buscando demoler la imagen pública de Alberto Pizango no sólo es muestra de desprecio, sino de gran torpeza: se trata de uno de los más sólidos dirigentes sociales, a la cabeza de una organización con amplia trayectoria y capacidad de representación, lo que hace de él un interlocutor válido ante un espacio cultural y político que por su naturaleza heterogénea, ha sido esquivo en el diálogo con el Estado. Se quiere desbaratar a una organización pacífica y representativa, que puede permear y contener posturas radicales, episódicas y sin programa. Sobre lo segundo, el papel de los medios en general es preocupante: la crítica ya no puede limitarse a su insuficiencia o desapego por dar cuenta de lo que ocurre más allá de Lima y de las ciudades. El número de los movilizados, el problema de desabastecimiento y el desplazamiento de las fuerzas del orden, son hechos de una magnitud que al ser ignorados, sólo indican un poderoso cerco mediático.
Lo que nos parece sustantivo, es la tensión de fondo que se expresa en esta resistencia de los amazónicos contra el paquete de decretos. Por más que el gobierno, en particular el presidente García, se esfuerce continuamente en presentar las reacciones contra el modelo económico como una resistencia local, no puede ocultar que la Amazonía es un territorio estratégico para la expansión del gran capital, esto es, parte de una tensión geopolítica ante la cual los Estados y las poblaciones se alinearán o no con los poderosos intereses trasnacionales que persiguen –ahora– las reservas de petróleo, y –en un período cada vez más próximo– el agua y los bosques, en un contexto de crisis energética y cambio climático globales.
En esta tensión –que desborda cualquier maniobra en los márgenes locales– se define el carácter contradictorio y cada vez más limitado de nuestra democracia en este modelo de crecimiento. Los derechos de los pueblos amazónicos y la intangibilidad de sus territorios están consagrados por acuerdos internacionales suscritos por el Estado peruano. Los decretos que los violentan son incompatibles con la propia legislación peruana, han sido declarados improcedentes por la mayoría de la Comisión de Constitución en el Congreso, y aún así, no han sido exonerados de segunda votación. Se revisarán en una nueva mesa de diálogo, en la Defensoría del Pueblo y pasarán al Tribunal Constitucional. Pero estos derechos y estos territorios «deben» ser violentados por el Estado peruano si lo que se busca es continuar la política de promoción de la inversión privada, esquema que, por lo demás, funciona como paraguas de variados y oscuros negocios, de los que ha dado testimonio Rómulo León y el caso de los petroaudios.
La tensión descrita también expresa las diferentes y no discutidas opciones estratégicas para el país, en donde los pueblos amazónicos están defendiendo no sólo su supervivencia, sino un territorio que se quiere depredar en la perspectiva de una alternativa no sostenible de desarrollo para todo el país. Bajo su formato actual la alianza del APRA con la derecha ha cancelado la posibilidad de un programa que permita procesar los intereses vivos –por ejemplo los expresados en la movilización amazónica– que podría sentar las bases para replantear la relación con las empresas extractivas y en general, el diseño de promoción de inversiones de gran impacto social y ecológico. Con este cerrojo, sólo le queda replegarse a una postura conservadora del orden constitucional: acoso a los dirigentes, silencio mediático, mesa de diálogo y, en última instancia, la opción por la represión directa y violenta, cuyos primeros atisbos han sido los eventos de Corral Quemado.
Así como se criminaliza la protesta, ahora se busca «antisistemizar» cualquier propuesta de cambio. Se ha querido acusar a los discursos y opciones presentadas por la dirigencia de AIDESEP, como parte de una opción desestabilizadora y antisistema. La protesta lleva casi un mes y medio y tiene como antecedente una masiva movilización que conmocionó a la selva peruana en agosto del año pasado. Ha agotado los canales previstos y los implementados ad hoc. La oposición a los decretos vertidos por el Ejecutivo al amparo de la ley 29157 –la ley de excepción bajo el pretexto del TLC con los Estados Unidos– se ha fundamentado no a partir de una declaración ideológica, sino de su incompatibilidad con la Constitución y con el Convenio 169 de la OIT, que es apenas uno de los más significativos dentro de un marco legal internacional gestado a lo largo de décadas para salvaguardar los intereses de los pueblos originarios y la vida en la Amazonía. Ese marco legal es una vertiente de la globalización que el gobierno peruano rechaza, pues colisiona con los intereses del capital del que se ha declarado partidario, bajo la ideología del «perro del hortelano».
Cabe preguntarse si la defensa de la selva es «antisistema» porque convoca a la solidaridad y a la movilización a otras organizaciones sociales, no gubernamentales o a los pequeños núcleos de izquierda, o es antisistema porque una legítima demanda de participar en la vida nacional colisiona con los intereses de los grandes grupos de poder económico, que ansían controlar los recursos energéticos y naturales, agrediendo los territorios que necesitan expoliarse para asegurar beneficios particulares mostrados como cifras de crecimiento económico.
Frente a la resistencia amazónica, la reacción del APRA, la derecha y en general los grupos que se benefician del modelo económico a sabiendas de que ofende y excluye a sus compatriotas, no hace sino expresar el rechazo de estos sectores a cualquier propuesta de desarrollo que no corresponda con el modelo. En este sentido, la lucha de los indígenas amazónicos por la defensa de la selva, es la lucha de todos los peruanos que ni viven ni están dispuestos a vivir del chorreo ni de la postergación de otros peruanos.
desco Opina / 29 de mayo 2009
Descargar aquí