El presidente Castillo pudo haber sido un buen personaje de Malcolm Lowry. Igual o mejor que Geoffrey Firmin en el Día de los Muertos, en Quauhnáhuac (México), paseando de cantina en cantina, sin saber cómo resolver su crisis existencial, mientras el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl están a punto de erupcionar.
Es innegable el impacto de los factores externos sobre los precios de alimentos y combustibles. Pero, suponerlos como causa única, como ha expresado el presidente Castillo, no es un buen argumento. Menos aun cuando de por medio hay un creciente malestar social. Más grave todavía cuando se pretende controlar la complicada situación declarando un estado de emergencia, a la medianoche y por menos de veinticuatro horas de duración.
Al respecto, para abordar un punto importante, si algo comparten nuestros «sistemas» de suministro de alimentos y combustibles es la inexistencia de una cadena interna ordenada y con supuestos que pongan en funcionamiento mecanismos regulatorios o compensatorios reales cuando un acontecimiento, de cualquier naturaleza, afecta al consumidor que, dicho sea de paso, debiera ser el objetivo final de cualquier política pública bajo los marcos en que nos desenvolvemos actualmente.
Así, deberíamos preocuparnos, desde hace mucho tiempo atrás, de nuestra altísima dependencia externa en alimentos y combustibles. Sin embargo, pese a la enorme fragilidad que mostramos desde siempre en este sentido, no parece que despierte mayor inquietud en los análisis del momento.
Tampoco han sido parte de la preocupación presidencial los pobrísimos resultados que ha tenido el Estado peruano durante las últimas dos décadas en la resolución de conflictos. Con un poco más de atención, el presidente Castillo y sus operadores podrían haberse dado cuenta de que tales acontecimientos han sido procesados como un «arbitraje» que, muchas veces, no tuvo objetivos generales salvo terminar con un puntual «escalamiento», una suerte de mantra doctrinario de gran parte de los funcionarios empíricos que han tenido responsabilidad en estos menesteres.
Al Estado peruano nunca le interesaron «los conflictos» más allá de aquellos que denominó «socioambientales», cuyo tratamiento está en relación directa con la importancia asignada a la inversión minera y de hidrocarburos. Por ello, la sorpresa ante situaciones como las actuales, en las que el foco de la protesta social no está en estas actividades. La misma perplejidad que seguramente tuvo el Estado cuando, años atrás el maestro Castillo conducía una huelga magisterial que buscaba descabezar a la dirigencia del SUTEP allegada a Patria Roja.
De allí que preguntas como las planteadas por el ex ministro de Economía, David Tuesta, sobre la capacidad del gobierno de negociar, carecen de sentido. Lo que debemos preguntarnos es si el Estado la tiene. Y, obviamente que no, porque las capacidades para la negociación son aptitudes netamente políticas, algo que un ministro de Economía de este país jamás va a entender. Además, el problema adicional que debemos atender hoy, a partir de la experiencia adquirida, es que incluso la capacidad negociadora se opaca ante la incapacidad para efectivizar lo acordado y comprometido.
A estas alturas, es de aceptación general que las mesas de diálogo y/o concertación como mecanismo para «solucionar» conflictos, son la expresión más cercana de lo que los peruanos denominamos «la mecedora». No es la falta de voluntad, sino la imposibilidad de que los acuerdos abordados se plasmen, porque las formas en que se organiza el Estado peruano no facilitan para nada que lo pactado por las partes llegue a buen puerto.
Paradójicamente, en momentos en que para que maneje un momento complicado es reclamada la habilidad política como el valioso activo de un experimentado sindicalista, éste muestra su real dimensión. Sin operadores idóneos, su propio desempeño deja hasta el momento mucho que desear, oscilando entre el negacionismo, el mutismo y la sorprendente afirmación de que los dirigentes de los transportistas eran «pagados».
En este escenario donde las limitaciones del mandatario son evidentes, debemos afirmar sin atajos, que las personas no somos simples portadoras de acciones mecánicas, tal como parecen concluir parte de nuestros analistas y el propio gobierno, movilizándonos e indignándonos desde el simple expediente de nuestras necesidades básicas: «protestamos porque tenemos hambre».
El problema que tenemos entre manos, además de económico, es fundamentalmente moral. Es cierto que una serie de factores deterioran el escenario que debiera sernos propicio, pero igualmente cierto es que el gobierno que elegimos apenas hace ocho meses no hace nada para manejar la situación en función a las expectativas de los ciudadanos y las ciudadanas, que no es solamente tener algo que comer. Los peruanos nos sentimos cada vez más inseguros, más frustrados y menos optimistas.
En medio de esta situación en franco y cotidiano deterioro, sentimos que no todos nos estamos mojando de igual manera. Todo parece indicar que las brechas de nuestras desigualdades han continuado abriéndose aún más, exponiendo a un creciente número de compatriotas a situaciones cada vez más precarias. En efecto, la economía «realmente sentida» por las personas, está bastante lejos de los formulismos teóricos del mercado.
El intercambio que demandamos debe ser, sobre todo, justo. Cuando no lo es, sucede lo que estamos viendo ahora; en otras palabras, estamos ante la exigencia de un «buen gobierno» que distribuya mejor los activos, tanto los económicos como los que no lo son. De un mandatario que gestione y que en su afán de sobrevivir no se resigne a repetir los manidos argumentos contra la movilización de la misma derecha que lo combate.
desco Opina / 5 de abril de 2022
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