Una quincena particularmente densa, signada por las movilizaciones de los pueblos originarios de la Amazonía y las diversas reacciones que suscitó la conmemoración del quinto año de entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, coincidente con la corrosión de la aprobación a la gestión presidencial que gana velocidad.
En ambos casos, los acontecimientos tuvieron la virtud de revelar las inconsistencias bajo las cuales se desenvuelve el esquema gubernamental y, más aun, los límites cada vez mayores para la gobernabilidad democrática del país que impone el modelo económico vigente.
En el caso de lo ocurrido en diversos puntos de la Amazonía, lo que se ha puesto en cuestión son los criterios con los que se debe desenvolver el Estado de Derecho y la correspondencia que éstos guardan con los objetivos del actual gobierno. En efecto, el malestar expresado por los pueblos nativos que habitan en territorios amazónicos, tan peruanos como el que más, se explica por algo tan claro y simple como el cumplimiento de la normatividad vigente.
Distintos instrumentos internacionales suscritos por el país, entre los que destaca el Convenio 169 de la OIT, establecen procedimientos de consulta, grados de autonomía y obligación de preservar el capital cultural de las sociedades, que han sido contradichos por varios decretos legislativos dictados por el Ejecutivo, entre otras cosas, para adecuar al país a lo establecido por el TLC con los Estados Unidos.
Ante la fuerza de la protesta y la multiplicación de las críticas, la acción gubernamental apareció sin derroteros fijos, pareciendo obedecer a los ritmos de la coyuntura y sin ninguna idea cierta al respecto. En menos de dos semanas, el Presidente de la República pasó de la absoluta inflexibilidad –llegando a establecer incluso el estado de emergencia– a la insólita declaración de que el Ejecutivo no había considerado las diferencias existentes entre las comunidades campesinas y las comunidades nativas en el momento que redactó sus normas. Mientras tanto, el mismo Congreso que había ratificado los decretos legislativos cuestionados, decidió finalmente dejarlos sin efecto.
Por lo demás, las convulsiones sociales en la región amazónica revelaron, una vez más, las enormes fragilidades de nuestra institucionalidad y su creciente incapacidad para procesar las demandas sociales. Más allá de ello, cabe preguntarse como se resuelve la contradicción entre objetivos tan divergentes como los que exigen respecto a los pueblos originarios, el TLC y de otro lado, los tratados internacionales y la Constitución Política. Obviamente se trata de un asunto netamente político y, como tal, será determinado por las prioridades del gobierno de García. En consecuencia, estamos avisados.
Pero éste es sólo un lado de los problemas que debe procesar el Ejecutivo. La espiral inflacionaria puede empezar a generar un campo de potencial conflictividad que se localizaría esencialmente en los ámbitos urbanos, allí donde se expresó precisamente el principal apoyo electoral para el APRA en las elecciones del 2006. En ese caso, la rápida tendencia al endurecimiento, apostando por una mayor represión puede tomar cuerpo en los próximos meses, apoyada por las intenciones que empiezan a expresarse alrededor del debate presupuestal para el 2009, que debe iniciarse dentro de poco. Sobre la premisa de no expandir el gasto público como medida para contener la inflación, en ese debate veremos cuáles son las prioridades del gobierno, –tal como se ha vislumbrado con los acontecimientos en la Amazonía– si obtener grados de inversión o apostar por el desarrollo sostenible.
Finalmente, nada de lo que compone el actual escenario político, social y económico es ajeno a las reacciones ante los eventos conmemorativos del Informe de la CVR. Como se sabe, sus recomendaciones buscan formular garantías para que lo sucedido no vuelva a ocurrir nunca más. De allí los criterios para reparar los daños causados por el Estado en el ciclo de violencia política, como factor indispensable para una construcción democrática que debía acompañarse de una profunda reforma del aparato estatal. A juzgar por las declaraciones destempladas de distintos voceros del gobierno, y como no podía ser de otra manera, del Cardenal Cipriani, de lo que se trata es de “olvidar” y pasar la página como si no hubiera pasado nada, motivando la rápida y contundente respuesta del monseñor Luis Bambarén: «Si hubiera hablado [el cardenal Cipiriani], habría salvado vidas».
Es evidente que algo ha empezado a moverse aun cuando la retórica oficial diga que todo marcha por buen camino. Al respecto, el comunicado emitido por los obispos de la selva peruana, llama la atención sobre el hecho de que los conflictos sociales no son síntomas de problemas circunstanciales sino demandas que ponen en cuestión los ejes mismos del actual modelo económico.
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