La
reciente aprobación de la Ley
N.º 32434 —conocida como la “Nueva Ley Agraria”— ha sido denostada
por diferentes gremios agrarios y especialistas del sector, en particular
porque otorga mayores ventajas a los agroexportadores que a los pequeños
productores. No sólo afectará la recaudación fiscal, pues reduce el impuesto a
la renta de los agroexportadores, sino que, además, los derechos laborales de
los empleados de este sector continuarán siendo vulnerados.
No
obstante, más allá de su dimensión fiscal y laboral, hay elementos de la norma
que plantean serias interrogantes en materia de gobernanza del agua, tema que
no ha sido muy discutido mediáticamente, esto es: permitir a los usuarios del
agua disponer del excedente ahorrado, lo que implicaría una mercantilización
del recurso.
La
Nueva Ley Agraria en el fondo, legalizaría el tráfico de aguas que ya venía
aconteciendo. Hemos visto que en valles como en la provincia de Caravelí
(Arequipa) ya se vendían excedentes a la minería informal o la ilegal con la
que conviven los habitantes de esta zona. Así, cómo el Ejecutivo pretende efectuar
una adecuada fiscalización de esta transacción a terceros, si no cuenta con el
personal para hacerlo; y ello sumado al embrollo
de una reforma interesada en la Autoridad Nacional del Agua (ANA) para quitarle
los dientes.
Ya
tenemos en el país una crisis hídrica causada por el cambio climático, la mala
gestión del recurso hídrico, la infraestructura deficiente y la desigualdad en
el acceso al agua. Este acápite en la norma se convertiría en una nueva causal
y más compleja aún por los problemas que acarreamos a raíz de la expansión de
la minería informal e ilegal en nuestro territorio; y por el creciente interés
de las comunidades campesinas en dedicarse también a este rubro económico.
En la
práctica, la norma crea un incentivo a los usuarios a quienes “les sobre el
agua”, para que operen como oferentes de este recurso a terceros, lo cual favorecerá
no sólo a la pequeña minería ilegal o informal, sino a las agroexportadoras con
capacidad de acumulación de agua —para almacenarla— y para solventar tecnología
de riego intensivo.
La
norma debilita la capacidad reguladora de la ANA al delegar en los usuarios una
potestad que hasta ahora era estrictamente estatal (distribuir, conceder y
reasignar usos). Al permitir la transacción del uso del agua, se introduce un
mercado informal —o formalizado— de agua agrícola que puede contravenir los principios
de asignación prioritaria para consumo humano, ecosistemas o el mismo uso
agrícola.
Para
comprender el riesgo, es útil observar el caso de Chile, país al que miran con
agrado varios opinólogos de la derecha para hacer comparaciones sobre lo mal
que funciona el nuestro. Allí, la mercantilización del agua está consagrada
desde la dictadura de Augusto Pinochet. Con la Constitución de 1980 y el Código
de Aguas de 1981, Chile estableció que los derechos de aprovechamiento de aguas
son propiedad privada, separados de la tierra, transferibles, arrendables y
heredables; el Estado apenas regula su venta o alquiler. Podemos encontrar en
internet diversos
documentales y reportajes de cómo varios poblados se han secado
porque las aguas fueron desviadas para empresas agroindustriales, mineras o
hidroeléctricas, evidenciando una marcada desigualdad en el acceso al recurso.
En un
país desregulado como el nuestro, los efectos de este acápite en la norma
podrían ser adversos: vaciamiento de fuentes reguladas, poca competitividad
porque es más conveniente vender el agua que usarla con eficiencia sin que eso
signifique perder el título de usuario, y el desplazamiento o dependencia de
pequeños agricultores que no tienen capacidad para acceder al “mercado de agua”.
Esto sin contar el debilitamiento del rol de la ANA.
Así
las cosas, el agua agrícola se va a convertir —ahora sí, abiertamente— en un
bien comercial más, y como consecuencia tendremos una gobernanza con mayor fragmentación.
Para evitar este desenlace, es imprescindible que la ANA o los entes
competentes tengan capacidad real de supervisión, limitación y revocación de
transferencias cuando se afecte a otros usos o ecosistemas; mecanismos que
garanticen la participación activa de comunidades y pequeños productores en la
gestión del agua; y que las transferencias o alquileres de ésta se condicionen
a criterios de sostenibilidad del espacio territorial, no meramente de mercado.
Si no
se establecen salvaguardas robustas, y nos permitimos nuevos senadores y
diputados con las mismas mañas de este Congreso, corremos el riesgo de replicar
los problemas del modelo chileno: concentración, desigualdad, escasez y pérdida
de control público sobre un recurso vital.
desco Opina – Regional / 7 de
noviembre del 2025
descosur