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¿El fin de una era?

 

El miércoles 11 de setiembre, Keiko Fujimori, a las 18:26, anunciaba oficialmente la muerte de Alberto Fujimori, expresidente y dictador que gozó de la cárcel más dorada del mundo, sentenciado, entre otras cosas por violación de derechos humanos y corrupción. Partía así de este mundo el excandidato al Parlamento japonés y autoanunciado aspirante en las elecciones nacionales peruanas de 2026.

Algunos analistas opinan que fue un prisma de luces y sombras; pero lo cierto es que en su decenio en el poder proyectó más oscuridad. Se encargó de destruir la institucionalidad en nuestro país y de instituir una nueva forma de hacer política: pragmática, claramente clientelar y oportunista. En un sentido importante, envileció la Nación. Esa forma de hacer política es su mayor legado, que tristemente nos acompaña hasta ahora y que es personificado por la actual mandataria y los congresistas.

Condenado a 25 años de prisión, su cuestionado indulto fue un gesto de desprecio contra las víctimas de su gestión presidencial que no fueron resarcidas o murieron esperando justicia. Nos referimos a los familiares de los asesinados por el Grupo Colina y a las mujeres muertas y dañadas por su política de esterilizaciones forzadas. Sus abogados lograron que le otorgaran el beneficio de una pensión presidencial, aun cuando ésta era ilegal e inmoral, y cuando no había pagado la reparación civil por sus delitos.

El vínculo directo con su asesor Vladimiro Montesinos para comprar voluntades y el pago en secreto de 15 millones de soles por sus servicios –mientras escenificaba teatrales operativos en televisión para capturarlo–, le valieron su condena por corrupción de funcionarios y peculado. Otras fechorías de su gobierno que no debemos olvidar, pero que nunca llegaron a tribunales, fueron la venta de armas del Ejército peruano a la guerrilla colombiana y la denuncia sobre el narcoavión presidencial por el que sólo pagaron aviadores, sin que se descubriera a los mandos involucrados en el cargamento de cocaína hallado en el hangar presidencial.

A pesar de toda esa oscuridad y de su autoritarismo, construyó un caudal de acólitos que conformaron el voto duro que alimenta el apetito político de parte de su familia, que continuó, como es público y notorio, con las prácticas mercantiles, autoritarias y corruptas en la política, y que los mantienen en tribunales. En ese caudal electoral también hay sectores discriminados, excluidos y humildes, de zonas alejadas del Perú, que guardan un gran recuerdo del “chino”, porque sintieron la proximidad del expresidente y del Estado –que está obligado por función a llegar a todos los rincones del país–, como una dádiva, como una virtud personal. Fujimori, astutamente desplegó una estrategia de interacción y proximidad con estos sectores, proyectando una imagen de identificación con ellos, tratando de mimetizarse con sus vestidos y sombreros. Les vendió el cuento del emprendedurismo, mientras liberaba la educación a los capitales privados y no actuaba por reformas en la pública.

Logró, además, el respaldo de los sectores más ricos de nuestra sociedad, ganadores en el orden y el crecimiento neoliberal que les ofrecía. Fue el gran vendedor del discurso que le hizo creer al país en la posibilidad del progreso en base al dinamismo de la inversión extranjera, la venta de las empresas estatales y las facilidades tributarias a la gran empresa. Una forma de modernización autoritaria, desde arriba, excluyente y regida por el mercado, en la que ganaron más ellos.

Con su socio y asesor, desde la salita del Servicio de Inteligencia Nacional, supo manejar el poder mediático, comprando broadcasters y líneas editoriales completas, que contribuyeron a esa imagen de pacificador del país y mesías del milagro económico, que tanto les gusta predicar a sus seguidores.

Pasadas sus exequias, veremos cuál será el nuevo plan de campaña de Keiko Fujimori. Tendrá que decidir si encabeza la campaña o si sólo buscará el Senado para asegurar impunidad. El juicio en la que está comprometida no le ha disminuido sus bonos aún, pero, sin duda, la muerte de su padre no estaba dentro de su cálculo político inmediato, le resultará difícil capitalizarla y podría afectar su imagen, en un escenario donde las distintas derechas no le reconocen más el liderazgo “natural” al que aspira desde el 2011, sin éxito.

Hoy más que nunca, el ejercicio de la memoria y su transmisión a los más jóvenes, es una tarea indispensable si queremos empezar a cerrar definitivamente una etapa de nuestra historia y trabajar por un cambio. Con la muerte de Alberto Fujimori no se acaba el fujimorismo. No nos ilusionemos.

 

desco Opina – Regional / 13 de setiembre del 2024

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