viernes

Por fuera flores, por dentro, ¿temblores?

José Jerí Oré ha cumplido un mes como Presidente por decisión del Congreso de la República tras la vacancia de Dina Boluarte, ello como parte del estado de precariedad institucional crónico que vive el país, en un escenario en el que política, economía y sociedad coexisten, pero sin armonía, funcionando porque no tienen otra alternativa. Las encuestas iniciales, a menos de diez días de su instalación, mostraban que, si bien el 32 % estaba de acuerdo con que haya asumido la presidencia, 53 % declaraba su desacuerdo y aunque 37 % creía que se debía mantener en ella, un sector importante hubiera querido otra persona en el cargo o que se dieran cambios más radicales.

Desde el primer momento y superada la sorpresa, a fin de cuentas Jerí, antes de ser presidente del Congreso, al que llegó como accesitario de Martín Vizcarra, sólo había adquirido cierta notoriedad por una investigación por un presunto caso de violación y por la denuncia periodística de un soborno de S/ 150 000 sucedido en noviembre 2023, cuando lideraba la Comisión de Presupuesto, el nuevo inquilino de la Plaza de Armas buscó construir una imagen que lo diferencie de su antecesora, lo que ciertamente no era muy difícil dadas las patéticas limitaciones de aquella. Reemplazó el silencio y la evasión permanente de Boluarte y su comportamiento agresivo con la prensa y la ciudadanía, por una apuesta por la conexión con la gente por el tema de la inseguridad y la delincuencia, en la lógica del espectáculo.

Disfrazado de Bukele andino, recorrió calles, comisarías y penales, rodeado de policías y periodistas, haciendo creer desde el momento cero que su respuesta haría énfasis en la fuerza. Su discurso repitió eficientemente que las guerras se ganan con acciones antes que, con discursos, buscando empatar con las demandas de mano dura, que indudablemente impactan en sectores importantes de la población, afectada directamente por la violencia de la extorsión, el secuestro y el sicariato. Desde sus redes sociales y con el seguimiento constante de los grandes medios de comunicación, que se sienten muy cómodos con su estilo de “Indiana Jones” autoritario, buscó ubicarse en acción constante contra la delincuencia.

A partir de esa base comunicacional lanzó sus anuncios más significativos. La acción en los establecimientos penitenciarios, la pomposa creación de una instancia de coordinación interinstitucional y supuestas medidas para el control de la venta ambulatoria de chips de los celulares, fueron tres de los que generaron alguna expectativa, enmarcados todos en la declaración del estado de emergencia en Lima, que más que dirigido contra la criminalidad y el hampa parecía orientado a controlar las protestas públicas. El espectáculo como ya estamos acostumbrados, acompañado por los militares en la calle y la multiplicación de “importantes” y valientes capturas que hace la policía, para que no se noten las restricciones y las malas caras frente a las protestas por los distintos malestares de la gente.

A treinta días de su gobierno encontramos una situación sorprendente. La última encuesta de opinión pública (circuló el 10 de noviembre) le asigna 55.9 % de aprobación y una desaprobación nacional de 27.2 %; la misma mostró que 52.2 % de sus encuestados estuvo de acuerdo con el voto de confianza al gabinete de Álvarez Miranda, aunque también ¿contradictoriamente? mostró que 65.6 % apoyaba las movilizaciones de protesta, evidenciando que sectores significativos de la gente mantienen una distancia crítica del poder político y muestran que no se puede confundir la calma “chicha” con una aceptación del gobierno Jerí.

A fin de cuentas, si uno mira los números por debajo del show y la sonrisa, encuentra los temblores. De acuerdo al analista de datos, Juan Carbajal, frecuentemente citado por diversos medios de comunicación, entre el 10 de octubre y el 10 de noviembre se produjeron 157 homicidios (68 en Lima, 22 en La Libertad), vale decir más de 5 al día, con registros constantes que mantienen la alerta en diversas regiones; en el país se sigue presentando una denuncia de extorsión cada 20 minutos y según cifras del Observatorio de Criminalidad del Ministerio Público, entre enero y la primera semana de noviembre de 2025 se han registrado 56 homicidios de choferes en Lima Metropolitana y el Callao, sin que hayan disminuido en la gestión Jerí. Con el tema de los chips no pasó nada y apenas días atrás, el suspendido presidente de OSIPTEL denuncia que la institución está capturada por intereses empresariales que están detrás y que permiten la venta ambulatoria de chips. Y las capturas de la Policía Nacional del Perú (PNP) siguen acompañadas por escándalos recurrentes como la denuncia de la falta de transparencia y el beneficio para una empresa americana, en la compra de pistolas para esta institución, por más de 31 millones de dólares.

Todo, en medio del entusiasmo del Congreso presidido por otro accesitario –también “encargado” quien inicialmente aseguró que dejaría de inmediato el puesto heredado–, interesado en terminar con su agenda, continuar asegurando su impunidad, intentar asegurar su reelección, bloquear cualquier posibilidad de revertir las leyes procrimen, que contaron con el voto del congresista Jerí, así como proseguir acelerando incrementos salariales y pensiones que podrían costar más de 21 000 millones de soles al erario nacional, según un informe de La República.

En este escenario tortuoso, en donde desde el Congreso, pero también desde el Ejecutivo que inicia sus giras por el país buscando construirse capital político para el 2031, se quiere la continuidad de una alianza depredadora como la que nos gobierna, cabe preguntarse si los sectores democráticos, la calle y los partidos que así se dicen, serán capaces de armarla en torno a un programa mínimo que –con la orientación que sea– se proponga gobernar y no privatizar y terminar de liquidar el Estado.

 

 

desco Opina / 14 de noviembre de 2025

La gobernanza del agua en jaque

 

La reciente aprobación de la Ley N.º 32434 —conocida como la “Nueva Ley Agraria”— ha sido denostada por diferentes gremios agrarios y especialistas del sector, en particular porque otorga mayores ventajas a los agroexportadores que a los pequeños productores. No sólo afectará la recaudación fiscal, pues reduce el impuesto a la renta de los agroexportadores, sino que, además, los derechos laborales de los empleados de este sector continuarán siendo vulnerados.

No obstante, más allá de su dimensión fiscal y laboral, hay elementos de la norma que plantean serias interrogantes en materia de gobernanza del agua, tema que no ha sido muy discutido mediáticamente, esto es: permitir a los usuarios del agua disponer del excedente ahorrado, lo que implicaría una mercantilización del recurso.

La Nueva Ley Agraria en el fondo, legalizaría el tráfico de aguas que ya venía aconteciendo. Hemos visto que en valles como en la provincia de Caravelí (Arequipa) ya se vendían excedentes a la minería informal o la ilegal con la que conviven los habitantes de esta zona. Así, cómo el Ejecutivo pretende efectuar una adecuada fiscalización de esta transacción a terceros, si no cuenta con el personal para hacerlo; y ello sumado al embrollo de una reforma interesada en la Autoridad Nacional del Agua (ANA) para quitarle los dientes.

Ya tenemos en el país una crisis hídrica causada por el cambio climático, la mala gestión del recurso hídrico, la infraestructura deficiente y la desigualdad en el acceso al agua. Este acápite en la norma se convertiría en una nueva causal y más compleja aún por los problemas que acarreamos a raíz de la expansión de la minería informal e ilegal en nuestro territorio; y por el creciente interés de las comunidades campesinas en dedicarse también a este rubro económico.

En la práctica, la norma crea un incentivo a los usuarios a quienes “les sobre el agua”, para que operen como oferentes de este recurso a terceros, lo cual favorecerá no sólo a la pequeña minería ilegal o informal, sino a las agroexportadoras con capacidad de acumulación de agua —para almacenarla— y para solventar tecnología de riego intensivo.

La norma debilita la capacidad reguladora de la ANA al delegar en los usuarios una potestad que hasta ahora era estrictamente estatal (distribuir, conceder y reasignar usos). Al permitir la transacción del uso del agua, se introduce un mercado informal —o formalizado— de agua agrícola que puede contravenir los principios de asignación prioritaria para consumo humano, ecosistemas o el mismo uso agrícola.

Para comprender el riesgo, es útil observar el caso de Chile, país al que miran con agrado varios opinólogos de la derecha para hacer comparaciones sobre lo mal que funciona el nuestro. Allí, la mercantilización del agua está consagrada desde la dictadura de Augusto Pinochet. Con la Constitución de 1980 y el Código de Aguas de 1981, Chile estableció que los derechos de aprovechamiento de aguas son propiedad privada, separados de la tierra, transferibles, arrendables y heredables; el Estado apenas regula su venta o alquiler. Podemos encontrar en internet diversos documentales y reportajes de cómo varios poblados se han secado porque las aguas fueron desviadas para empresas agroindustriales, mineras o hidroeléctricas, evidenciando una marcada desigualdad en el acceso al recurso.

En un país desregulado como el nuestro, los efectos de este acápite en la norma podrían ser adversos: vaciamiento de fuentes reguladas, poca competitividad porque es más conveniente vender el agua que usarla con eficiencia sin que eso signifique perder el título de usuario, y el desplazamiento o dependencia de pequeños agricultores que no tienen capacidad para acceder al “mercado de agua”. Esto sin contar el debilitamiento del rol de la ANA.

Así las cosas, el agua agrícola se va a convertir —ahora sí, abiertamente— en un bien comercial más, y como consecuencia tendremos una gobernanza con mayor fragmentación. Para evitar este desenlace, es imprescindible que la ANA o los entes competentes tengan capacidad real de supervisión, limitación y revocación de transferencias cuando se afecte a otros usos o ecosistemas; mecanismos que garanticen la participación activa de comunidades y pequeños productores en la gestión del agua; y que las transferencias o alquileres de ésta se condicionen a criterios de sostenibilidad del espacio territorial, no meramente de mercado.

Si no se establecen salvaguardas robustas, y nos permitimos nuevos senadores y diputados con las mismas mañas de este Congreso, corremos el riesgo de replicar los problemas del modelo chileno: concentración, desigualdad, escasez y pérdida de control público sobre un recurso vital.

 

desco Opina – Regional / 7 de noviembre del 2025

descosur

Cuando el dolor propio refleja la abundancia ajena

 

Las movilizaciones juveniles remiten a algunos resultados centrales que se han obtenido con el ciclo de crecimiento más intenso y prolongado de la historia nacional. Para empezar, destaquemos la evolución del desempleo y el subempleo juvenil en Perú entre 2010 y 2025.

Hasta el 2015, la tasa de desempleo juvenil se mantuvo entre el 13% y el 15%, con altos niveles de subempleo (más del 50%); desde el 2016, hubo una ligera mejora en el desempleo juvenil (descenso hacia el 12%), pero el subempleo persistió y aumentó la informalidad laboral juvenil, con más jóvenes en ocupaciones precarias o sin beneficios sociales.

Durante la pandemia, el desempleo juvenil se disparó hasta cerca del 20% en algunos trimestres y el subempleo se intensificó, con jóvenes migrando a trabajos informales, temporales o de baja remuneración. Si bien desde el 2022, vamos a tener una lenta y paulatina recuperación parcial, persisten profundas brechas de calidad y sostenibilidad.

Igualmente, la cobertura de seguros de salud en jóvenes peruanos entre 2010 y 2025, puede tomar un sentido positivo, si nos remitimos a las estadísticas, en tanto la implementación del Aseguramiento Universal en Salud (AUS) y, luego, del Seguro Integral de Salud (SIS) como principales mecanismos de cobertura para jóvenes sin empleo formal, tomaron fuerza; sin embargo, la bajísima calidad, la falta de atención oportuna y, fundamentalmente, la saturación del sistema (falta de medicamentos y atención fragmentada), hacen que el acceso formal no se traduzca en impactos positivos para ellos.

Otro indicador fundamental es el grado de victimización juvenil por inseguridad ciudadana en Perú. Hacia el 2010, ésta rondaba el 30% de acuerdo a encuestas del INEI y, según parece, porque no hay cifras claras al respecto[1], son actualmente las principales víctimas de la delincuencia.

También debemos tomar en cuenta el impacto de la corrupción entre los jóvenes peruanos. Según el INEI, más del 54% de peruanos considera que la corrupción es el principal problema del país. Para los jóvenes, esto se traduce en una desconfianza profunda hacia las instituciones públicas, especialmente en los campos de educación, justicia y empleo.

La situación hace que los jóvenes perciban la corrupción como una normalización del abuso de poder, que afecta su sentido de ciudadanía y agencia ética, viéndola como un obstáculo para el mérito, la equidad y el desarrollo personal.

Sin embargo, también deben discutirse otros resultados, para mostrar de manera contundente la inequidad que afecta a nuestros jóvenes. Por ejemplo, que el sistema bancario de Perú concluyó el año 2024 con un desempeño destacado, alcanzando ganancias históricas de S/10 325 millones, lo que representa un incremento del 11,9% en comparación con el año anterior.

Entre 2020 y 2024, las utilidades de las empresas mineras en Perú también aumentaron. Según cifras del INEI, en el 2024 el sector tuvo un crecimiento del 2.04% que se vio reflejado en la distribución de utilidades, llevada a cabo durante el primer trimestre de este año. Asimismo, el 85% de las compañías mineras informaron que sus funcionarios y trabajadores obtuvieron utilidades por concepto del año fiscal 2024.

En términos absolutos, lo anterior significa que las empresas mineras tuvieron una rentabilidad histórica el año pasado, acumulando US$ 3352 millones hasta setiembre, concentrando el 58% de ese total Southern (US$ 1214 millones) y Sociedad Minera Cerro Verde (US$ 752 millones).

Un escenario parecido encontramos en las empresas agroexportadoras. Entre 2020 y 2024, experimentaron un crecimiento sostenido en sus utilidades, impulsado por el aumento en el valor de las exportaciones, incentivos tributarios y expansión de mercados. En el 2024, el valor exportado fue de US$ 12 798 millones, un récord histórico, acompañado de una mayor diversificación de destinos y productos.

De esta manera, entre 2020 y 2024, el crecimiento del rendimiento del capital frente al del trabajo en Perú, mostró una profunda asimetría, con una aceleración de las ganancias empresariales —especialmente en sectores como banca, minería y agroexportación—, mientras los ingresos laborales se estancaron o crecieron marginalmente. Esto mismo podría aseverarse cuando comparamos los ingresos de las empresas en Perú y los de las familias; mientras que los primeros crecieron de forma sostenida, los segundos mostraron una recuperación más lenta y desigual.

La ira, la frustración y hasta la desesperación no las produce solamente la constatación de estar en una situación de postración, sin salidas a la vista. Resulta revelador percibir que las propias carencias, además, se inscriben en la abundancia de otros.

 

desco Opina / 31 de octubre de 2025



[1] El INEI propone nuevos índices subnacionales para medir inseguridad ciudadana, incluyendo victimización juvenil.

 

Ciudades en construcción permanente

 

Motivados por el nuevo proceso eleccionario nacional próximo y en medio de un panorama incierto sobre lo que nos deparará la gestión de nuevas autoridades en el país, vemos que se han producido algunos cambios que podrían ser importantes. Varias autoridades electas, han dejado sus cargos como el caso del gobernador regional de La Libertad.

Aquí en Lima ha sido el alcalde metropolitano quien ha renunciado para tentar el sillón presidencial del país. Todo estaría bien, si las gestiones de ambos funcionarios destacaran con referencias positivas a resaltar lo que nos haría esperar que el nuevo espacio para el cual tientan sirviera para replicar o mejorar lo hecho. Lamentablemente, los resultados de ambas gestiones son pobres, dejan mucho que desear, y los “logros de sus gestiones” palidecen ante la creciente inseguridad ciudadana y obras inconclusas en las que se ha dispendiado mucho dinero público.

Percibimos, en el caso de los municipios de Lima, que enfrentamos gestiones que en forma generalizada se han caracterizado por autoridades de muy limitada capacidad en los distritos. Así, en Lima Metropolitana, a dos meses de culminar el año, solo nueve alcaldes distritales han logrado apenas ejecutar el 60% del presupuesto asignado a obras para este 2025. Mientras tanto el forado que tiene el presupuesto de Lima por presupuesto comprometido a futuro para pago de deuda contraída, está en la misma cuenta en rojo de los trenes gastando vanamente 22 millones de dólares para importar chatarra ferroviaria con toda impunidad.

Cabe preguntarse dónde radica el principal problema para cumplir con las metas programadas; parte de la respuesta la vamos a encontrar si indagamos por los mecanismos de vigilancia, control y seguimiento vigentes. La participación ciudadana está marginada y no se le tiene en consideración para garantizar que las obras se ejecuten atendiendo criterios de calidad y contando con los aportes y participación de la comunidad en general, para determinar el nivel de satisfacción que se tiene sobre su realización y resultados.

Sin embargo, lo que vemos es la implementación de distintos proyectos apurados bajo la modalidad de fast trak, hechos sin mayor estudio evidenciando –sin vergüenza y con descaro– un afán de marketing electorero y nada más. Incluso en obras con oposición del vecindario y carentes de fundamentos técnicos, que terminan siendo grandes elefante blancos sin mayor utilidad o peor aún, obras que ponen en peligro a la comunidad a la que deberían servir.

Por ello, no es menos importante la tarea de educar y capacitar a los ciudadanos en sus derechos y obligaciones a vivir en ciudades, en grandes metrópolis como Lima, que deben ofrecer niveles crecientes de calidad para sus habitantes como ocurre en muchos lugares de Sudamérica, por ejemplo.

Vemos con estas renuncias, malas prácticas de nuestras autoridades, que nos conducen a vivir en ciudades que en lugar de mejorar son cada vez peores. La forma como producimos las ciudades y cómo somos laxos o estrictos para exigir mecanismos de control más adecuados, nos están conduciendo a situaciones de creciente violencia y colapso que pueden medirse. Un terrible ejemplo en Lima Metropolitana, es el hecho de que un 60 % de las licencias de construcción otorgadas no pasan por una verificación técnica, según informa la Contraloría General de la República.

La escasa participación ciudadana y la poca fiscalización que se ejerce para construir una ciudad con crecientes estándares de calidad para la mayoría de sus habitantes es un grave problema que nos afecta a todos en medio de la pasividad. Este momento de reemplazo de unas autoridades por sus herederos debe servir como una nueva oportunidad para que exijamos un mayor control urbano de nuestras ciudades y promovamos iniciativas que mejoren su calidad en los espacios públicos colectivos, áreas verdes, los servicios públicos, la transitabilidad urbana y la generación de empleos adecuados. Y, por cierto, la calidad de las viviendas en las que habitan precariamente millones de limeños.

 

desco Opina - Regional / 24 de octubre de 2025

descoCiudadano

La crisis viviente del Perú

 

Desde hace varios años Perú vive en una tensión constante entre la inercia y la crisis. No es un país en guerra ni sumido en una catástrofe económica, pero parece moverse hace ya una década por un sendero sumamente peligroso, el de la desconfianza estructural.

Desde la elección del presidente Kuczynski, hemos vivido una sucesión incesante de presidentes, renuncias y destituciones que han desgastado la fe pública. La crisis institucional entonces no es coyuntural, sino estructural: un Congreso fragmentado, partidos sin bases reales y una ciudadanía desconfiada que ve en la política una arena de intereses privados más que un espacio de representación. Una democracia que todos los días fue perdiendo sustancia desde hace buen tiempo.

En medio de esa grave crisis política de legitimidad del régimen político, la sociedad peruana pasa por un nuevo momento de agitación. Las protestas ciudadanas han estallado y la gente ha salido a las calles impulsada por grupos de la llamada generación Z. Esto, como se conoce bien se ha desencadenado por el aumento incesante de la inseguridad: las extorsiones, el sicariato y los asaltos que se multiplican en Lima y en las ciudades del norte, mientras que el Estado aparece débil o ausente para el ciudadano común.

La violencia cotidiana se ha vuelto parte del paisaje urbano. Todo parece formar parte de los rasgos destacados de un nuevo orden promovido por la alianza corrupta que gobierna el país desde el Congreso. La sensación de inseguridad general no solo erosiona a diario la confianza ciudadana, sino que golpea la economía, encareciendo seguros, transportes y servicios básicos. La prensa, principalmente la extranjera, destaca con alarma la expansión del crimen organizado, muchas veces vinculado a redes de minería ilegal, tráfico de migrantes y narcotráfico.

La política, la economía, los medios y la vida social coexisten bajo un aire de sospecha y agotamiento en lo que, para algunos observadores, es una paradoja: la estabilidad económica en medio del caos político que año a año se profundiza. Para muchos peruanos y peruanas eso es simplemente la nueva normalidad. Perú sostiene una macroeconomía sólida en los indicadores (mantiene cifras macroeconómicas envidiables para la región, con baja inflación y reservas sólidas), pero frágil en la práctica.

The Economist suele describir al Perú como un “régimen en piloto automático”, donde las instituciones funcionan sin rumbo ni liderazgo legítimo, en medio de la sucesión de presidentes destituidos y congresos fragmentados hasta el extremo. No hay una narrativa nacional coherente. Tampoco hay un proyecto de país, solamente una administración rutinaria del desencanto. En este escenario, la corrupción ya no es estrictamente escandalosa, sino cotidiana porque actúa como el lenguaje común de la clase gobernante, y la población reacciona, no con indignación, sino con un cansancio resignado.

El país continúa dependiendo del sector extractivo, mientras los conflictos en torno a las minas paralizan carreteras y dividen comunidades. El modelo que se aplica en la práctica crece sin distribuir, y la desigualdad territorial y social se profundiza como una cicatriz visible: un Perú urbano bastante conectado al mercado global y otro, rural y excluido, que por ahora observa desde los Andes. Finalmente, otra vulnerabilidad profunda corroe a la sociedad: el empleo informal supera el 75%, la productividad se estanca y los conflictos sociales ligados a la minería se multiplican. La riqueza generada por los recursos naturales no se traduce en cohesión social. La paradoja peruana es que su economía resiste, pero no prospera. La inversión privada duda ante la incertidumbre política, mientras el Estado exhibe una ineficiencia creciente que frena la ejecución de proyectos públicos, no por falta de recursos, sino por falta de dirección.

A la persistencia de las enraizadas brechas étnicas y regionales, se suma en estos tiempos el descrédito de la clase media urbana, que durante dos décadas creyó en el mito del progreso individual. Hoy, los jóvenes sienten que el ascenso social prometido no llegará nunca, y se refugian en formas de resistencia cultural y digital. Mientras tanto, las mujeres organizadas y las comunidades indígenas, históricamente marginadas, emergen como los pocos actores que intentan redefinir lo político desde lo cotidiano. En contraste, el machismo, la desigualdad y la violencia policial siguen marcando el pulso del país.

El debate público actual es un campo de batalla de intereses mediáticos más que un espacio de deliberación. Las redes sociales amplifican rumores y los medios tradicionales se han polarizado. Esta desinformación, creemos, no es un accidente, sino una forma de control: mantiene a la ciudadanía confundida como una estrategia de poder de quienes gobiernan. Así, la verdad se ha vuelto un bien escaso, y la ironía, un mecanismo de defensa colectiva.

El Perú, sin embargo, como nación no está al borde del colapso, aunque vive en un estado de precariedad institucional crónico. Su estabilidad es otra paradoja: descansa no en la confianza, sino en la costumbre del conflicto. Política, economía y sociedad coexisten, pero sin armonía; funcionan porque no tienen otra alternativa.

Somos parte de un país que sigue adelante, aunque nadie sepa muy bien hacia dónde. En esa extraña calma reside tanto su tragedia como su fuerza: el Perú ha aprendido a vivir con el caos, pero no a transformarlo.

 

desco Opina / 17 de octubre de 2025

Entre las cifras y la realidad: la salud pública en Junín

 A pesar de los avances presentados durante la XLI Reunión Ordinaria de la Comisión Intergubernamental de Salud (CIGS), realizada a finales de septiembre en la ciudad de Huancayo, los indicadores en salud de la región Junín siguen reflejando una realidad preocupante y compleja. Aunque se han realizado algunos esfuerzos, los resultados no son tan alentadores; particularmente la anemia sigue siendo un desafío crítico. A pesar de los planes y políticas multisectoriales implementadas a nivel nacional, los avances en la región han sido ligeros y las cifras respecto al 2024, apenas han cambiado. La persistente alta tasa de anemia en gestantes y niños, así como la desnutrición crónica en menores, evidencia que las políticas en curso necesitan ser revisadas y adaptadas de manera más efectiva a las particularidades de Junín.

Según el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (Midis), Junín enfrenta elevados índices de anemia y desnutrición crónica que siguen siendo un reto significativo. En la región, el 24% de las gestantes y el 50.5% de los niños de 6 a 36 meses padecen anemia, mientras que el 17.8% de los menores de 5 años sufre de desnutrición crónica. La persistencia de estos indicadores señala la urgencia de reforzar estrategias de atención y prevención, y evidencia que las políticas y programas actuales no han sido suficientemente eficaces para abordar de manera integral y sostenida la malnutrición en la región, lo que obliga a redoblar esfuerzos y revisar los enfoques adoptados.

Además, los indicadores relacionados con el acceso a servicios básicos en Junín revelan considerables desigualdades que afectan gravemente la calidad de vida de sus habitantes, especialmente en las zonas rurales más alejadas. De los 3720 centros poblados de la región, solo el 39.7% tiene acceso a agua potable, y el acceso a saneamiento es aún más limitado (26.1%). Solo 62.4% de los centros poblados tiene acceso a electricidad, sin embargo, el acceso a internet es bajo (10.7%). La cobertura en servicios integrales sigue siendo escasa, solo 7.7% de los centros poblados tienen acceso a todos los servicios básicos (agua, saneamiento, electricidad e internet). Estos datos no solo reflejan limitaciones en la infraestructura básica, sino una clara disparidad en el acceso a servicios esenciales que condicionan el bienestar de la población. Esta situación plantea la necesidad de un enfoque mejor adaptado a las realidades locales y un compromiso más firme para reducir estas brechas.

Por otro lado, según la Dirección General de Epidemiología, Ministerio de Salud del Perú - Sala Situacional de Dengue, 2025, Junín ha registrado 1446 casos acumulados de dengue, con una disminución del 50% comparados con los 2877 reportados en el mismo período de 2024. Sin embargo, se registra un incremento del 33% con respecto a las defunciones (3 fallecimientos en 2024 y 4 en 2025). Si bien la reducción de casos indica que las medidas de control están funcionando, el aumento en la mortalidad es preocupante; a pesar de los esfuerzos preventivos, la enfermedad sigue causando muertes en la región. Esto podría estar relacionado con factores como el acceso a la atención médica o la gravedad de los casos en algunas zonas, lo que resalta la necesidad de intensificar no solo la prevención frente a los criaderos de mosquitos, sino la mejora en la atención médica oportuna para evitar más defunciones.

Parece que el entusiasmo ha desbordado en la reciente reunión de la CIGS, especialmente al destacar que Junín se encuentra entre las regiones con mejores niveles de inversión en salud. Para comprobarlo, revisamos la consulta amigable del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), que aporta los siguientes resultados: el Gobierno Regional de Junín dispone de un Presupuesto Institucional Modificado (PIM) de S/ 3 472 569 681, con una ejecución actual del 74.7%. De este total, la función Salud recibe S/ 1 073 150 913, de los cuales se han devengado S/ 786 049 305, lo que representa un avance del 73.2%.

A pesar de que el nivel de ejecución es aceptable, los resultados en el sistema de salud regional evidencian graves deficiencias. La Contraloría General de la República, a través del Informe de Orientación de Oficio N.º 033-2024-2-2814-SOO y el Informe de Visita de Control N.º 032-2024-OCI/2814-SVC, ha identificado serias falencias en los establecimientos de salud de Junín, que incluyen la escasez de personal asistencial, problemas estructurales y la falta de equipos médicos básicos. En el Hospital Domingo Olavegoya de Jauja (en estado de emergencia desde 2012), se realizó una nueva supervisión bajo el Informe N.º 018-2025-OCI/2814-SVC, donde se detectaron filtraciones, fisuras, instalaciones eléctricas expuestas y ambientes deteriorados, situaciones que ponen en riesgo la seguridad tanto de pacientes como de trabajadores. Además, se comprobó el incumplimiento de horarios por parte de los profesionales de salud, así como la ausencia de una adecuada programación de guardias médicas. Estos problemas reflejan un uso ineficiente del gasto público: mientras el presupuesto cubre el pago del personal, este no se traduce en mejoras sustanciales en la calidad del servicio ni en la creación de condiciones adecuadas para la atención.

La situación de la salud pública en Junín sigue siendo alarmante. A pesar de los avances en el presupuesto destinado a la salud y los esfuerzos intergubernamentales, las cifras de malnutrición como la alta tasa de anemia y desnutrición crónica son preocupantes. Las inversiones económicas y los planes multisectoriales no han logrado un cambio significativo en los indicadores clave de bienestar, esto refleja la ineficacia de las políticas implementadas hasta ahora. El acceso limitado a servicios básicos como agua potable, saneamiento e internet en la mayoría de los centros poblados, especialmente en áreas rurales, refuerza la desigualdad estructural que afecta la calidad de vida de los habitantes, lo que plantea un desafío aún mayor para mejorar la salud pública en la región.

La falta de personal adecuado, infraestructuras deterioradas, escasez de equipos médicos en establecimientos de salud, como en el caso del Hospital Domingo Olavegoya, revelan la falta de eficiencia en el gasto público. Aunque el presupuesto está destinado al pago de personal, ello no se traduce en mejoras sustanciales en las condiciones de los centros de atención ni en la calidad del servicio ofrecido a los pacientes. La persistencia de estos problemas, junto con la ineficiencia en el uso de recursos y la falta de una respuesta efectiva ante emergencias sanitarias como el dengue, subraya la necesidad urgente de una revisión profunda de las políticas y estrategias en salud. Es fundamental que se adapten a las realidades locales, priorizando la mejora de infraestructura, la capacitación continua del personal y, sobre todo, un enfoque integral y sostenible para garantizar un acceso equitativo y de calidad a los servicios de salud para todos los habitantes de Junín.

 

 

desco Opina – Regional / 10 de octubre de 2025

descocentro 

PERUMIN: con ruido, sin nueces… pero con el show de Manero

La semana pasada concluyó una nueva edición del PERUMIN, el evento más importante del empresariado peruano, superado apenas por la CADE, que tiene en la minería uno de sus barcos insignia. La reunión, realizada en Arequipa, estuvo atravesada por dos preocupaciones centrales que interesan especialmente a los grandes del sector: la demanda constante de la desregulación para lograr competitividad y la minería informal e ilegal, como parte de los principales desafíos que tienen en el futuro inmediato. La crítica al exceso de regulaciones que hace el empresariado, especialmente el minero, tiene ya más de una década argumentando que los excesos de trámites y regulaciones alejan las inversiones y afectan la competitividad. Ello a pesar de que los números muestran tercamente que, con las mismas regulaciones y trámites, Perú batió récords de inversión y duplicó la producción de cobre en la segunda mitad de la década pasada. Por cierto, a lo largo de este tiempo, con esa demanda han tenido resultados importantes a través de decretos supremos, leyes y diversas decisiones que golpearon especialmente la legislación ambiental. Más recientemente, el mecanismo usado fue el de los shocks desregulatorios construidos en las mesas minero-energéticas entre el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) y los empresarios del sector. En este PERUMIN, se anunciaron 385 medidas desregulatorias, para que no queden dudas de la “buena disposición” del Ejecutivo con el sector.

La otra gran preocupación que ocupó la reunión fue el crecimiento de la minería informal y de la claramente ilegal, vista hoy día como la mayor amenaza para sus actividades, entre otras cosas porque además de la violencia que entraña en muchos casos, le supone a la gran y mediana empresa una competencia directa, que además de pelearles cuotas en la producción, especialmente en el caso del oro, ha desarrollado su propio discurso, crece en su influencia política, permea a los partidos que anteriormente les eran funcionales y gana espacio en importantes territorios de la gran minería a la que empieza, incluso, a disputarle concesiones. En este campo, se insistió en la importancia de la ley de minería artesanal y de pequeña escala (MAPE), sin entender que ésta no es una isla y lo que debe revisarse es la Ley General de Minería, pensada hace más de treinta años en función de la gran y mediana minería.
Sorprendió, que en un evento de tanta importancia, que incluso trajo a un expresidente argentino para una conferencia magistral sobre el liderazgo y su importancia tanto en el empresariado como en la política, no se dijera absolutamente nada sobre una reciente publicación del Banco Mundial, “De la abundancia a la gestión inteligente de los recursos naturales: Oportunidades para América Latina y el Caribe en la transición energética”, quizá porque, entre otras cosas, en ese texto se dice que “las emisiones que genera la minería siguen siendo elevadas, la huella ambiental es considerable y los riesgos sociales son profundos” o que “la falta de marcos regulatorios y mecanismos de aplicación sólidos podría agravar las externalidades negativas que afectan a la tierra, la flora y la fauna, la gestión de los recursos hídricos y las comunidades locales. Los altos niveles de conflictos socioambientales en la minería provocan retrasos en la producción. Pero la minería sostenible ofrece la oportunidad de generar ingresos que permitan una mayor inversión en infraestructura y beneficios para la comunidad”
Lo que no fue una sorpresa fue escuchar al ministro de Agricultura, Ángel Manero, revelar que el Ministerio de Desarrollo Agrario y Riego (MIDAGRI) apuesta, como todo el gobierno, por destrabar proyectos mineros, antes que por fortalecer la agricultura, explicando que en situaciones de urgencia o escasez se debería optar por destinar el recurso hídrico a la actividad minera. Justificando su posición, indicó que la minería le da más flujo de caja al país y, con esos ingresos, se pueden financiar proyectos que beneficien al sector agrario en un mediano plazo. No fue sorpresa, decimos, porque es el mismo personaje que en abril, en el Instituto de Ingenieros de Minas del Perú sostuvo que la agricultura debe ser vista como un negocio y que en caso de pérdidas, los agricultores deberían abandonar el sector en lugar de esperar apoyo del Estado; el mismo ministro que defendió la Ley Chlimper 2.0 y presentó una propuesta para modificar la ley de moratoria de transgénicos, planteando la posibilidad de permitir la siembra de maíz y algodón transgénicos en la costa peruana.
Como le recordaron distintos gremios y especialistas, el personaje, que como en todas sus patinadas anteriores se deshizo en explicaciones, porque siempre sacan de contexto sus decires, olvidó, entre otras cosas, que el agua es un derecho humano y un bien público estratégico; que el sector agrícola genera más de cuatro millones de empleos (30% de la Población Económicamente Activa), mientras que la minería apenas alcanzó 235 000 empleos en 2024, y que el 70% de los alimentos del país provienen de la agricultura familiar.
Si PERUMIN anunció su interés en una agenda nacional que se redujo en mucho a sus intereses, el ministro Manero, más allá del ridículo indignante, seguramente los hizo felices con su postura, que más allá de cualquier interpretación auténtica, es la del gobierno.

 

 

desco Opina / 3 de octubre de 2025