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Corrupción y hambre

 

Para los especialistas en corrupción e inseguridad, el caso peruano resultaba, de alguna manera, algo excepcional. Los aparentes altos niveles de criminalidad que acogían los aparatos estatales peruanos hasta hace un tiempo, no eran acompañados de los consiguientes niveles de violencia que podía esperarse.

Ya no es así. La muerte de Nilo Burga, rápida y sospechosamente sindicada como un suicidio, podría ser el punto de quiebre de las maneras habituales con las que quienes actúan en estos espacios, buscaban resolver sus desencuentros.

En efecto, nadie puede sorprenderse que, en general, los programas sociales del Estado peruano, sean rápidamente capturados por redes de proveedores que, de esta manera, se convierten en los “dueños” de estos espacios, poniendo a “su servicio” a las autoridades y funcionarios eventuales que deberían dirigirlos y orientarlos hacia los objetivos previstos.

Nadie se asombra tampoco, de que a estas alturas, precisamente por las maneras como estos programas funcionan, encontremos frecuentemente casos relacionados a la pésima calidad de los productos que son consumidos por las personas que usan estos programas, especialmente niños, ya sea porque el Estado carece de espacios de almacenamiento con los debidos estándares de seguridad, ya sea porque su pésima manipulación y confección hacen que se descompongan antes de ser usados.

Sin embargo, son pocos los que toman en cuenta un asunto que revela nítidamente el dislocamiento de las políticas públicas, que garantiza su nulo impacto: en el Perú. Más de 12 millones de toneladas de alimentos, se pierden a lo largo de la cadena que se inicia con la producción y culmina con el consumidor final. El promedio de pérdidas y desechos representa anualmente el 47,6% de los alimentos.

“Hay estudios sobre pobreza alimentaria que demuestran que en Perú hay serios problemas nutricionales que podrían ser cubiertos con esta cantidad de alimentos que se pierden o se desperdician”, afirmó Noelia Soledad Bedoya Perales, investigadora de la Universidad Nacional de Moquegua.

En su investigación, Bedoya utilizó datos sobre producción de alimentos, comercio y variación del stock del período 2007-2017, de la FAO. De este modo, se estimó que 53 por ciento de la pérdida de alimentos sucede en las etapas de producción agrícola (25 por ciento) y procesamiento y empaque (28 por ciento). Además, 44,04 por ciento de la merma sería de frutas y vegetales (5,6 millones de toneladas al año).

Aun así, seguimos definiendo el gravísimo problema alimentario del país como algo encasillado en lo productivo, anulando así la posibilidad de plantear políticas integrales de más amplio espectro.

Volviendo a Nilo Burga y su empresa FrigoInca, hundamos el dedo en la pus: como señala Jorge Bruce, “tenemos la barbarie incalificable de intoxicar a niños hambrientos y probablemente anémicos, con alimentos inaptos para consumo humano”. Una situación que es “el fruto descompuesto de una red de corrupción en el Ministerio encargado de cuidar a dichos niños”.

No es solamente “un caso”. Que no nos detengamos a comprender y explicar cómo es que habitualmente damos alimentos descompuestos a la población que necesitamos asistir, es un ejemplo clarísimo de que ofrecer alimentos en mal estado o desperdiciarlos de la manera como lo hacemos, sólo puede darse porque hay un ambiente igualmente descompuesto en términos morales que lo posibilita, como afirma Bruce.

Sólo de esta manera, en una situación de completa amoralidad, podemos entender que la noticia es el suicidio-homicidio de uno de los personajes de esta trama y no el hambre de una parte importante de la población, que paliamos con corrupción e indiferencia.

 

 

desco Opina / 10 de enero de 2025