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Por fuera flores, por dentro, ¿temblores?

José Jerí Oré ha cumplido un mes como Presidente por decisión del Congreso de la República tras la vacancia de Dina Boluarte, ello como parte del estado de precariedad institucional crónico que vive el país, en un escenario en el que política, economía y sociedad coexisten, pero sin armonía, funcionando porque no tienen otra alternativa. Las encuestas iniciales, a menos de diez días de su instalación, mostraban que, si bien el 32 % estaba de acuerdo con que haya asumido la presidencia, 53 % declaraba su desacuerdo y aunque 37 % creía que se debía mantener en ella, un sector importante hubiera querido otra persona en el cargo o que se dieran cambios más radicales.

Desde el primer momento y superada la sorpresa, a fin de cuentas Jerí, antes de ser presidente del Congreso, al que llegó como accesitario de Martín Vizcarra, sólo había adquirido cierta notoriedad por una investigación por un presunto caso de violación y por la denuncia periodística de un soborno de S/ 150 000 sucedido en noviembre 2023, cuando lideraba la Comisión de Presupuesto, el nuevo inquilino de la Plaza de Armas buscó construir una imagen que lo diferencie de su antecesora, lo que ciertamente no era muy difícil dadas las patéticas limitaciones de aquella. Reemplazó el silencio y la evasión permanente de Boluarte y su comportamiento agresivo con la prensa y la ciudadanía, por una apuesta por la conexión con la gente por el tema de la inseguridad y la delincuencia, en la lógica del espectáculo.

Disfrazado de Bukele andino, recorrió calles, comisarías y penales, rodeado de policías y periodistas, haciendo creer desde el momento cero que su respuesta haría énfasis en la fuerza. Su discurso repitió eficientemente que las guerras se ganan con acciones antes que, con discursos, buscando empatar con las demandas de mano dura, que indudablemente impactan en sectores importantes de la población, afectada directamente por la violencia de la extorsión, el secuestro y el sicariato. Desde sus redes sociales y con el seguimiento constante de los grandes medios de comunicación, que se sienten muy cómodos con su estilo de “Indiana Jones” autoritario, buscó ubicarse en acción constante contra la delincuencia.

A partir de esa base comunicacional lanzó sus anuncios más significativos. La acción en los establecimientos penitenciarios, la pomposa creación de una instancia de coordinación interinstitucional y supuestas medidas para el control de la venta ambulatoria de chips de los celulares, fueron tres de los que generaron alguna expectativa, enmarcados todos en la declaración del estado de emergencia en Lima, que más que dirigido contra la criminalidad y el hampa parecía orientado a controlar las protestas públicas. El espectáculo como ya estamos acostumbrados, acompañado por los militares en la calle y la multiplicación de “importantes” y valientes capturas que hace la policía, para que no se noten las restricciones y las malas caras frente a las protestas por los distintos malestares de la gente.

A treinta días de su gobierno encontramos una situación sorprendente. La última encuesta de opinión pública (circuló el 10 de noviembre) le asigna 55.9 % de aprobación y una desaprobación nacional de 27.2 %; la misma mostró que 52.2 % de sus encuestados estuvo de acuerdo con el voto de confianza al gabinete de Álvarez Miranda, aunque también ¿contradictoriamente? mostró que 65.6 % apoyaba las movilizaciones de protesta, evidenciando que sectores significativos de la gente mantienen una distancia crítica del poder político y muestran que no se puede confundir la calma “chicha” con una aceptación del gobierno Jerí.

A fin de cuentas, si uno mira los números por debajo del show y la sonrisa, encuentra los temblores. De acuerdo al analista de datos, Juan Carbajal, frecuentemente citado por diversos medios de comunicación, entre el 10 de octubre y el 10 de noviembre se produjeron 157 homicidios (68 en Lima, 22 en La Libertad), vale decir más de 5 al día, con registros constantes que mantienen la alerta en diversas regiones; en el país se sigue presentando una denuncia de extorsión cada 20 minutos y según cifras del Observatorio de Criminalidad del Ministerio Público, entre enero y la primera semana de noviembre de 2025 se han registrado 56 homicidios de choferes en Lima Metropolitana y el Callao, sin que hayan disminuido en la gestión Jerí. Con el tema de los chips no pasó nada y apenas días atrás, el suspendido presidente de OSIPTEL denuncia que la institución está capturada por intereses empresariales que están detrás y que permiten la venta ambulatoria de chips. Y las capturas de la Policía Nacional del Perú (PNP) siguen acompañadas por escándalos recurrentes como la denuncia de la falta de transparencia y el beneficio para una empresa americana, en la compra de pistolas para esta institución, por más de 31 millones de dólares.

Todo, en medio del entusiasmo del Congreso presidido por otro accesitario –también “encargado” quien inicialmente aseguró que dejaría de inmediato el puesto heredado–, interesado en terminar con su agenda, continuar asegurando su impunidad, intentar asegurar su reelección, bloquear cualquier posibilidad de revertir las leyes procrimen, que contaron con el voto del congresista Jerí, así como proseguir acelerando incrementos salariales y pensiones que podrían costar más de 21 000 millones de soles al erario nacional, según un informe de La República.

En este escenario tortuoso, en donde desde el Congreso, pero también desde el Ejecutivo que inicia sus giras por el país buscando construirse capital político para el 2031, se quiere la continuidad de una alianza depredadora como la que nos gobierna, cabe preguntarse si los sectores democráticos, la calle y los partidos que así se dicen, serán capaces de armarla en torno a un programa mínimo que –con la orientación que sea– se proponga gobernar y no privatizar y terminar de liquidar el Estado.

 

 

desco Opina / 14 de noviembre de 2025

La gobernanza del agua en jaque

 

La reciente aprobación de la Ley N.º 32434 —conocida como la “Nueva Ley Agraria”— ha sido denostada por diferentes gremios agrarios y especialistas del sector, en particular porque otorga mayores ventajas a los agroexportadores que a los pequeños productores. No sólo afectará la recaudación fiscal, pues reduce el impuesto a la renta de los agroexportadores, sino que, además, los derechos laborales de los empleados de este sector continuarán siendo vulnerados.

No obstante, más allá de su dimensión fiscal y laboral, hay elementos de la norma que plantean serias interrogantes en materia de gobernanza del agua, tema que no ha sido muy discutido mediáticamente, esto es: permitir a los usuarios del agua disponer del excedente ahorrado, lo que implicaría una mercantilización del recurso.

La Nueva Ley Agraria en el fondo, legalizaría el tráfico de aguas que ya venía aconteciendo. Hemos visto que en valles como en la provincia de Caravelí (Arequipa) ya se vendían excedentes a la minería informal o la ilegal con la que conviven los habitantes de esta zona. Así, cómo el Ejecutivo pretende efectuar una adecuada fiscalización de esta transacción a terceros, si no cuenta con el personal para hacerlo; y ello sumado al embrollo de una reforma interesada en la Autoridad Nacional del Agua (ANA) para quitarle los dientes.

Ya tenemos en el país una crisis hídrica causada por el cambio climático, la mala gestión del recurso hídrico, la infraestructura deficiente y la desigualdad en el acceso al agua. Este acápite en la norma se convertiría en una nueva causal y más compleja aún por los problemas que acarreamos a raíz de la expansión de la minería informal e ilegal en nuestro territorio; y por el creciente interés de las comunidades campesinas en dedicarse también a este rubro económico.

En la práctica, la norma crea un incentivo a los usuarios a quienes “les sobre el agua”, para que operen como oferentes de este recurso a terceros, lo cual favorecerá no sólo a la pequeña minería ilegal o informal, sino a las agroexportadoras con capacidad de acumulación de agua —para almacenarla— y para solventar tecnología de riego intensivo.

La norma debilita la capacidad reguladora de la ANA al delegar en los usuarios una potestad que hasta ahora era estrictamente estatal (distribuir, conceder y reasignar usos). Al permitir la transacción del uso del agua, se introduce un mercado informal —o formalizado— de agua agrícola que puede contravenir los principios de asignación prioritaria para consumo humano, ecosistemas o el mismo uso agrícola.

Para comprender el riesgo, es útil observar el caso de Chile, país al que miran con agrado varios opinólogos de la derecha para hacer comparaciones sobre lo mal que funciona el nuestro. Allí, la mercantilización del agua está consagrada desde la dictadura de Augusto Pinochet. Con la Constitución de 1980 y el Código de Aguas de 1981, Chile estableció que los derechos de aprovechamiento de aguas son propiedad privada, separados de la tierra, transferibles, arrendables y heredables; el Estado apenas regula su venta o alquiler. Podemos encontrar en internet diversos documentales y reportajes de cómo varios poblados se han secado porque las aguas fueron desviadas para empresas agroindustriales, mineras o hidroeléctricas, evidenciando una marcada desigualdad en el acceso al recurso.

En un país desregulado como el nuestro, los efectos de este acápite en la norma podrían ser adversos: vaciamiento de fuentes reguladas, poca competitividad porque es más conveniente vender el agua que usarla con eficiencia sin que eso signifique perder el título de usuario, y el desplazamiento o dependencia de pequeños agricultores que no tienen capacidad para acceder al “mercado de agua”. Esto sin contar el debilitamiento del rol de la ANA.

Así las cosas, el agua agrícola se va a convertir —ahora sí, abiertamente— en un bien comercial más, y como consecuencia tendremos una gobernanza con mayor fragmentación. Para evitar este desenlace, es imprescindible que la ANA o los entes competentes tengan capacidad real de supervisión, limitación y revocación de transferencias cuando se afecte a otros usos o ecosistemas; mecanismos que garanticen la participación activa de comunidades y pequeños productores en la gestión del agua; y que las transferencias o alquileres de ésta se condicionen a criterios de sostenibilidad del espacio territorial, no meramente de mercado.

Si no se establecen salvaguardas robustas, y nos permitimos nuevos senadores y diputados con las mismas mañas de este Congreso, corremos el riesgo de replicar los problemas del modelo chileno: concentración, desigualdad, escasez y pérdida de control público sobre un recurso vital.

 

desco Opina – Regional / 7 de noviembre del 2025

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