El Premier Yehude Simon tuvo un éxito relativo en la negociación de los conflictos con los pueblos indígenas amazónicos y con la población de Andahuaylas. En el primer caso, transcurrieron más de 50 días de protesta y movilización y se produjeron 34 lamentables y condenables muertes; en el segundo, pasaron más de 10 días. Aunque en Sicuani no logró un resultado similar, los magros réditos de las jornadas anteriores le permitieron contar con una defensa tibia del APRA y de algunos parlamentarios de distintas tiendas en la interpelación parlamentaria.
La censura anunciada por diversas agrupaciones opositoras, incluyendo al fujimorismo y a Unidad Nacional, que son parte de la alianza gobernante, parece improbable. En el corto plazo, el gobierno lo necesita más que antes, habida cuenta que ha sido su cara negociadora, habiéndolo comprometido en el futuro inmediato a un conjunto de medidas que suponen una derrota política y un retroceso en su discurso fundamentalista del perro del hortelano.
Su rol de bombero, aquél que rechazó desde el primer momento para diferenciarse de su antecesor, le prolongará la permanencia en el Premierato por un tiempo más –el que el Presidente García disponga– a pesar de la indiscutible responsabilidad política que le corresponde por los luctuosos sucesos de Bagua y que se resistió a aceptar en el Congreso de la República. Su gestión terminará con más pena que gloria cuando el mandatario resuelva cómo salir del entrampamiento al que lo condujo su apuesta ciega y dogmática por un modelo basado en la puesta en valor de los recursos económicos del país para su explotación por las grandes inversiones, descalificando a los opositores a ese proceso y reduciendo el rol estatal a la promoción de dicho modelo.
La resolución del Presidente no será fácil. Aguijoneado por algunos de sus socios para endurecer el manejo del país en nombre de la recuperación del orden y la autoridad perdida, alentado por algunos de sus partidarios a descubrir y denunciar una conspiración internacional y antiperuana, García debe constatar también que hay un creciente sentido común, que alcanza incluso a muchos de los que se han beneficiado de su gestión, que encuentra en la incapacidad estatal para atender las demandas de vastos sectores de la población, así como en su carencia de toda voluntad para el diálogo, factores que permiten entender lo que está ocurriendo.
Si las cosas no son más difíciles para él, es porque la radicalidad social, las protestas y el descontento, carecen de representación política y de formas efectivas de mediación en su relación con el Estado. Mientras ello no se resuelva, sus límites seguirán siendo estrechos, aun cuando no disminuirán en su intensidad.
La gobernabilidad del país, en consecuencia, ingresará a un difícil período de prueba. La desaprobación creciente del modelo económico, revelada por encuestas recientes, así como el apoyo a la legitimidad de la protesta de los pueblos amazónicos y la exigencia de diálogo en el caso de Andahuaylas, muestran sensible y paulatino cambio de sensibilidad de la opinión pública, que no se resuelve acusando de «antisistema» a los opositores. El silencio del Presidente los últimos días, en contraste con su habitual y proverbial locuacidad, indica que está preocupado, seguramente por el malestar que existe en el país, pero también por el que empiezan a mostrar algunos de sus socios.
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