No se puede exigir ahorro para una vejez
digna cuando el presente apenas alcanza para sobrevivir. Este es el dilema que
enfrentan millones de peruanas y peruanos y que el Congreso ha intentado
disfrazar con la llamada Reforma Previsional. La Ley N.º 32123, aprobada en 2024 y reglamentada el 5 de septiembre de
este año, que pretendía rediseñar el sistema de pensiones, pero terminó
evidenciando las grietas de un Estado que legisla sin abordar lo más urgente:
garantizar trabajo digno hoy.
La propuesta inicial incluía una pensión
mínima de S/600 para quienes aportaran al menos 20 años, la afiliación
obligatoria de todos los trabajadores y la imposición de contribuciones a los
independientes. Además, prometía libre movilidad entre la AFP y la ONP, así
como mayor competencia en el mercado de las administradoras de fondos. Sin
embargo, en un país donde más del 70 % de la población laboral se encuentra en
la informalidad y donde muchos ingresos apenas alcanzan para cubrir necesidades
básicas, esa pensión mínima sonaba más a consuelo que a una solución real.
La reacción ciudadana no se hizo
esperar. Septiembre fue testigo de masivas movilizaciones de jóvenes y
trabajadores que percibieron la reforma como una camisa de fuerza: exigir aportes cuando los ingresos no
dan ni para llegar a fin de mes. Ante la presión social, el Congreso dio marcha
atrás. Apenas diez días después, mediante la Ley N.º 32445, autorizó un nuevo retiro
extraordinario de fondos de las AFP —el octavo desde 2020— y derogó tanto los
aportes obligatorios para independientes como las medidas más restrictivas. El
tanque que supuestamente debía llenarse para asegurar el futuro, volvió a
abrirse en mil fugas.
El resultado es profundamente
contradictorio: se conserva la promesa de una pensión mínima y la afiliación
obligatoria, pero al mismo tiempo se facilitan los retiros anticipados y se
revive el polémico régimen del 95,5 %. El mensaje, visto en perspectiva, no
podría ser más claro: el sistema previsional ha dejado de aspirar a ser un
pilar de protección social para convertirse en un campo de disputa política. Un
botín que se abre y se cierra según el vaivén de las encuestas, las protestas
callejeras y las urgencias del momento.
El debate sobre las pensiones es legítimo,
pero insuficiente.
Ninguna reforma previsional podrá sostenerse en un país donde la mayoría
trabaja en la informalidad y con salarios paupérrimos. El verdadero desafío —y
la reforma pendiente— no está en cómo repartir el ahorro futuro, sino en
transformar el presente: más productividad, mayor formalización laboral y
salarios que permitan vivir con dignidad. Solo así la promesa de una pensión
decorosa dejará de ser un espejismo y se convertirá en una realidad posible.
desco Opina / 26 de setiembre
de 2025
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