El
período de Alberto Otárola como Presidente del Consejo de Ministros llegó a su
fin y ha sido el mejor ejemplo de cómo nuestra sociedad ha normalizado, no sólo
el abuso de poder, si no la arbitrariedad desfachatada, la cultura de impunidad
y la incapacidad de las y los gobernantes para dar cuenta de sus actos. Otárola
fue el rostro de ese “régimen híbrido”, a medio camino entre democracia y
autoritarismo, que nos otorgan los ránquines internacionales.
Aunque
hace unas pocas semanas hubo cambios en cuatro carteras, el nombramiento del
abogado Gustavo Adrianzén como nuevo presidente del Consejo de Ministros
sin reemplazar a un solo integrante del gabinete es, por decir lo menos,
inusual, más aún cuando en el Congreso de la República ya corrían firmas para
interpelar al menos a cuatro de quienes fueron finalmente ratificados.
Adrianzén no sólo hereda un gabinete. Todo
indica que dará continuidad al estilo de su predecesor. Ya había dado señas de
su talante autoritario como defensor de Dina Boluarte ante la OEA, cuando
además de justificar las muertes por represión durante las protestas a fines de
2022 y comienzos de 2023, perdió los papeles y respondió con gritos a un grupo de
manifestantes que irrumpió en la audiencia convocada por la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos como parte del seguimiento a las
recomendaciones que la entidad formuló en el “Informe sobre la situación de
derechos humanos en Perú en el contexto de las protestas sociales”.
La
presencia de Adrianzén en el gobierno de Boluarte tampoco supone un cambio en
las reglas de convivencia cínica entre el Ejecutivo y el Legislativo y se puede
dar por descontado que el 3 de abril obtendrá los votos suficientes para su
investidura. Formalmente, los objetivos del Premier apuntan a la reactivación
económica y a la atención de los problemas más evidentes de criminalidad. Y en
su agenda de defensor oficioso de Boluarte, ya dio su primera muestra de
impaciencia y malcriadez ante los medios, al retirarse ofuscado de los micrófonos ante la pregunta por los
relojes de lujo sin origen conocido, que luce la
Presidenta.
Reactivación
y seguridad, eso es todo lo que ha adelantado como parte de la “ronda de
diálogo” con las 9 bancadas del Congreso a las que solicitará el voto de
confianza y que han aceptado su invitación, haciendo un alto en su intensa
labor de persecución de adversarios políticos, ataque a la Junta Nacional de
Justicia, desmontaje de controles ambientales para la inversión privada, dación de innumerables dispositivos legales
para favorecer a las economías delictivas
que, a fin de cuentas, son las que “ordenan” el país, así como apuro para
asegurar la impunidad que necesitan.
Poco
o nada es lo que se derivará de estas conversaciones para aliviar los efectos
que la corrupción y la violencia tienen sobre la vida de millones de peruanos y
peruanas. Tanto en nuestras ciudades como en los territorios rurales
crecientemente afectados por la minería informal, la trata, el narcotráfico y
demás males conocidos.
Para
la gran mayoría de peruanos y peruanas que repudian tajantemente tanto al
Congreso como al Ejecutivo, —según todos los resultados de las encuestas hechas
en el país durante los últimos años—, sólo queda esperar a las elecciones
generales del año 2026. Visto así, la investidura de Adrianzén apenas marca el
derrotero de otros dos años perdidos para la democracia peruana.
desco Opina / 22 de marzo de
2024
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