La caída del expremier Alberto Otárola y la arremetida final contra la Junta Nacional de Justicia son los nuevos capítulos de la renovada versión de una telenovela con la que Ejecutivo, Legislativo y los principales actores políticos devenidos en bufones que actúan paradójicamente en un drama, nos atormentan desde hace más de un año. El triste espectáculo que marca los estertores finales de nuestra siempre precaria democracia, se inició semanas atrás con la irrupción del presunto enfermo terminal Alberto Fujimori, explicitando su importante papel protagónico y el vínculo de conveniencia que liga a Fuerza Popular y la señora Boluarte. Los desmentidos de la hija, afectada una vez más en su ambición presidencial, fueron acompañados del oportuno “descubrimiento” de las condiciones de privilegio en las que se encontraría afrontando sus juicios la exalcaldesa de Lima.
El domingo tres de marzo, por la misma vía y a la misma hora de la denuncia contra Villarán, asistimos a la exhibición de algunas de las conocidas miserias del entonces primer ministro, abogado defensor y guionista de la mandataria. Una de las distintas beneficiarias de sus requiebres y afectos lo puso contra las cuerdas con las revelaciones de su historia, que nos ha costado a todas y todos varias decenas de miles de soles, encendiendo a la teleaudiencia y presumiblemente alegrando al “hermanísimo”.
La Presidenta, sorprendentemente reaccionó a los minutos, limitándose a mostrar su disposición a deshacerse de su guardaespaldas, quizá tranquilizada, entusiasmada por la proclama del Alberto original. Así las cosas, Otárola renunció, asegurándose que el único cambio fuera un sucesor de idéntica calaña, aunque de menor calado. La sacaba barata: se iba por un confuso escándalo de faldas y no por su responsabilidad por los muertos y la represión bárbara que comparte con su antigua asistida. Gustavo Adrianzén, el mismo que acusó ante la CIDH a los manifestantes de ser los responsables de las muertes, emulando a Martha Chávez, será la nueva bisagra con el fujicerronismo. Otárola, sonriente, se despidió haciendo un aporte adicional al morbo mediático, al señalar al expresidente Vizcarra, a estas alturas “culpable” de buena parte de los males del país, como el fabricante de una confabulación en su contra.
El Congreso “fiscalizador –cuyos principales voceros son los mismos que han blindado a Boluarte y a Otárola de cualquier investigación por los muertos y heridos de las protestas–, a la par que se apuró en exigir la salida del expremier, aprobó rápidamente la bicameralidad, abrió la puerta a la reelección inmediata de sus actuales integrantes y exoneró de ese requisito para postular al futuro Senado a todos aquellos que hoy lo componen y son menores de 45 años. De inmediato se abocaron a la fase final de su objetivo mayor en esta etapa, la liquidación de la Junta Nacional de Justicia.
Con dificultades para obtener los 67 votos que requerían para lograr su meta, se pusieron como objetivo mínimo la inhabilitación de Inés Tello y Aldo Vásquez. Violando el artículo 100 de la Constitución y de su propio Reglamento, que establecen enfáticamente que los integrantes de la Comisión Permanente no votan, les permitieron hacerlo a partir de una “interpretación auténtica” y aparentemente de un acuerdo anterior, que resulta teniendo mayor peso que la sacrosanta carta magna que dicen es su Biblia. Fracasados, no obstante, en su primer intento con el segundo, y no habiendo alcanzado los votos en el caso de los otros cuatro integrantes –Thornberry, Zavala, Tumialán y De la Haza–, dando un espectáculo deplorable, la Mesa Directiva aceptó un juego de reconsideraciones, abriendo espacio a las presiones y las cartas bajo la mesa en las que tienen larga experiencia, para finalmente conseguir la inhabilitación de Vásquez y postergar hasta el lunes la nueva votación para el caso de De la Haza, buscando los votos que no tenían en ese momento.
Aunque desde afuera podemos ser vistos como partícipes de una comedia difícil de creer, es obvio que asistimos a una tragedia de larga duración. Estamos en una situación deplorable en la que la característica del régimen es la combinación de impunidad y comportamiento mafioso, asociado con un autoritarismo creciente que apunta a aislar y liquidar a quienes se opongan a lo que están haciendo, alentado por la mayoría de actores políticos e institucionales. Una reciente encuesta de IPSOS muestra como peruanas y peruanos calificamos la democracia con un puntaje de 7.1 sobre 20 y señalamos como responsables de la crisis política que estamos viviendo al Congreso (70%), el Poder Ejecutivo (63%), el Poder Judicial (27%) y la Fiscalía (16%).
Es evidente que la coalición autoritaria y conservadora está decidida a llegar hasta el final. Resulta entonces, más urgente que nunca, articular un amplio bloque democrático que vaya bastante más allá de las izquierdas y sea capaz de superar los matices y desconfianzas que se observan hoy en los distintos esfuerzos en curso, así como de actuar en los distintos espacios posibles, locales, regionales, nacional e internacionales, desde la apelación a la Carta Democrática de la CIDH, hasta la presencia constante en las calles.
desco Opina / 8 de marzo de 2024
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