Los sorpresivos, vertiginosos y poco
discutidos cambios de cinco artículos de la Constitución Política relacionados
con la inmunidad y el derecho al antejuicio de congresistas, el Presidente de
la República y los ministros, han desatado un escándalo y una lluvia de
descalificaciones a ambos poderes, por parte de medios masivos y distintos
sectores políticos.
Analistas y opinólogos sostienen,
variantes más, variantes menos, que estas medidas se explican por la reacción «hormonal»
e irracional de los congresistas a la «pechada» del Presidente, quien cometió
un error al desafiarlos (se acepta así que las disputas políticas son peleas
entre machos irracionales).
Este ejercicio del poder muestra, a primera vista, la escasa
preparación de los congresistas, así como una miopía inconcebible, más aun,
considerando que entre quienes votaron los cambios hay al menos cuatro bancadas
(AP, APP, Podemos y UPP) que tienen candidatos con serias aspiraciones
presidenciales (incluso uno de ellos dentro del Congreso, y que ¡votó por
ponerse la soga al cuello!). Eliminar inmunidades y derechos al antejuicio al Presidente y sus ministros, pero también imponer la asignación de un porcentaje del
PBI a un sector (quizás luego se reclame agregar otros), es poner contra la
pared a sus potenciales presidentes.
Todo esto muestra que los partidos no
controlan y menos aún guían a sus congresistas, lo cual es entendible
considerando su falta de militantes, de vida orgánica interna (suelen activarse
sólo en elecciones) y programas de gobierno. Los candidatos al Congreso se
reclutan por su aporte monetario a la campaña o por su atractivo electoral, sin
lealtad política a ningún colectivo. Esto alimenta en el Congreso algo que
ocurre también en organismos como las Fuerzas Armadas o la misma Policía Nacional:
el desarrollo de intereses corporativos propios, donde convergen variopintas motivaciones.
No escuchan ni dialogan mucho con otros poderes.
Hay sin duda desconocimiento y poca
preparación, pero su renuencia a debatir y a escuchar a los tecnócratas del MEF
o del BCR, y su afán de ejercer poder con el empuje digno de un tractor, no es
ignorancia o falta de preparación. Hay intereses subalternos, pero también cero
confianza; no creen lo que les dicen y sienten que los quieren mecer. Esto revela
el marco de desconfianza generalizada que hay en el país y, por supuesto, en la
política. Su cerrazón, hay que decirlo, aunque con otras formas, no es muy
distinta a la que muestra la tecnocracia económica del país, por ejemplo,
frente a un tema tan elemental como el bono universal.
La poca disposición a negociar agrava la
lógica del enfrentamiento; en la cultura política peruana, aunque duela
reconocerlo, está aún implantada la admiración a caudillos autoritarios y a soluciones
de fuerza, tendiendo por tanto a ver negativamente la negociación: como juego
de componendas entre pequeños grupos, o una debilidad que obliga a ceder cuando
en realidad, quien tiene poder, debe imponer.
El Congreso anterior se comportó de
manera similar, aunque con una diferencia no desdeñable: antes se actuaba en
función de los intereses de un grupo o lideresa concreta, ahora hay una mayor
fragmentación y dispersión, lo que hace más frágiles sus decisiones y más
enredadas las posibilidades de entenderlas.
El Gobierno Nacional tampoco negocia, y
en ese sentido no hace política. Sin partido, sin alianzas en el Congreso, sin
ministros que respondan a un consenso político, sus márgenes de juego son
siempre estrechos. No es raro entonces que no tienda puentes para el diálogo. El
tema de fondo es, sin embargo, la crisis del sistema político, especialmente de
representación, irresuelta desde hace más de 20 años, que hace que los
equilibrios y la estabilidad política sean transitorios y precarios. Esto no
puede afrontarse solo con maniobras y cubileteos en las alturas, ni con cambios
de algunos artículos de la Constitución para reforzar a los partidos –algo sin
duda necesario, pero no suficiente–, apuesta de alta incertidumbre si lo que se
busca es ayudar a crear organizaciones políticas parecidas a las de otros
países (también con serios problemas) o a las que colapsaron aquí en los años
ochenta.
Junto a ello, tenemos también una crisis
del Estado, cuyo aparato muestra una vez más sus alarmantes limitaciones a raíz
de la pandemia; su disfuncional institucionalidad no parece ya reformable con
cambios menores y parciales. Limitaciones
ciertamente vinculadas a la propia historia del modelo en nuestro país.
Los límites de aquél, cuyo
cuestionamiento parcial (que, si no, son la ley sobre retiros de fondos de AFP
y ONP, y la moratoria de deudas de los bancos), más allá de las reales motivaciones
subyacentes desde un poder tan desprestigiado como el Congreso, parecen estar
resultando más efectivos que las escasas movilizaciones sociales y las
opiniones críticas de los últimos años, para desesperación de los defensores
del establishment. Quizás por todo esto, la ministra del MEF haya dicho que una macroeconomía sana no era igual a un país sano.
Todo parece indicar entonces, que
llegaremos al bicentenario con un país no sólo políticamente crispado y
polarizado, sino también con una crisis de fondo que la superación de la
pandemia y de la recesión no solucionará. Que los cambios en el sistema
político, el Estado y el modelo, necesarios para consolidar una sociedad
democrática y próspera, estén en manos de quienes disfrutan con el desorden
establecido, no nos augura un futuro promisorio.
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