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A propósito del coronavirus


Como era relativamente previsible, el Presidente Vizcarra anunció la prolongación de la cuarentena y el estado de emergencia en el país. La tragedia global que vivimos a partir del Covid-19 recién está empezando y es claro que en el mundo tenemos para rato con una crisis que llena a la humanidad del planeta de inseguridad e incertidumbre, en la que se combinan una pandemia que parece fuera de control, el consiguiente colapso de una economía que en el último año no lograba esconder ya los malestares de las poblaciones de distintas sociedades ante las desigualdades y exclusiones que alienta, así como un escenario en el que en la mayoría de países se ha tenido que llamar a policías y militares para garantizar el aislamiento de la gente.
En nuestro país, la oportuna respuesta del Presidente y el Ejecutivo, les ha permitido construir un liderazgo que era indispensable para enfrentar la situación. Más allá de sus debilidades políticas y de capacidad de gestión, lidiando con carencias estructurales en un sistema de salud que es la última rueda del coche en un Estado ya bastante precario y con una institucionalidad pobre y carente de especial legitimidad, las primeras decisiones fueron correctas y apostaron por aplanar la curva del incremento de los casos, tratando de disminuir el ritmo de contagios y asignando de la mejor manera posible los pocos recursos disponibles.
Decretado el aislamiento social, el gobierno tuvo la sensibilidad de preocuparse por distintos sectores vulnerables. El denominado bono 380 –destinado a los pobres urbanos– sin duda fue una decisión importante, como lo fue la ampliación de su cobertura; pero es obvio que no alcanza, más allá de los problemas para su gestión. Vastos sectores informales, los trabajadores independientes, las familias rurales y la migración venezolana son parte de sectores que hay que atender, máxime cuando el aislamiento y la emergencia se prolongan indefectiblemente.
La velocidad de la respuesta no obstante sus limitaciones, el liderazgo evidenciado entonces, así como la comunicación diaria del mandatario y sus ministros con la ciudadanía, explican los resultados de la última encuesta: 87% de aprobación del Presidente, 95% de acuerdo con el aislamiento, 96% con el toque de queda y 83% convencido de que el aislamiento se prolongaría después del 30 de marzo, como efectivamente ya se estableció. Ello, pese a la ostensible debilidad del gobierno que simultáneamente, presionado por la gran empresa, decidió exceptuar a la minería y la agroindustria de las medidas de aislamiento social y se limitó a pedirles a los bancos contemplar el tema de deudas e intereses, no obstante las millonarias utilidades que declararon el 2019. La asertividad presidencial le granjeó reconocimiento incluso entre sus críticos.
Si la responsabilidad y la disciplina social de la gente nos sorprendieron a muchos, dado el peso dramático de la informalidad y la fragmentación social en el país, el comportamiento abusivo de varias grandes empresas, no todas ni la mayoría por cierto –incrementando desmesuradamente los precios de sus pasajes, obligando a sus trabajadores a laborar, pretendiendo terminar el vínculo con ellos o alterando tramposamente sus precios–, evidenció su fe en que salvo el negocio y la ganancia en cualquier situación, lo demás es fantasía. Del primer impacto de la crisis y distintos sectores haciendo compras masivas «de pánico», a solidaridades elementales, ciertamente hubo un cambio importante, que coexiste con la anomia e irresponsabilidad (más de 20,000 detenidos por no acatar el toque de queda).
En este escenario, la prolongación de la cuarentena, que resulta imposible no compartir, nos pondrá frente a nuevos e inmediatos retos. El Ejecutivo tendrá que lidiar con un Congreso que quiere hacerse sentir y no deja de parecerse al anterior, que deberá aprobar las facultades extraordinarias que está pidiendo para seguir manejando la crisis; también tendrá que lidiar con las grandes limitaciones de la coordinación intergubernamental y las capacidades de los gobiernos subnacionales –los aliados más constantes del gobierno– que empiezan a tomar algunas decisiones propias, generando alguna confusión entre la gente.
Más importante aún. Tendrá que gestionar las necesidades, temores e incertidumbres de millones de peruanos, los más vulnerables frente a la crisis, a quienes la prolongación del aislamiento los pone en una situación más difícil y dramática aún que la que vienen sobreviviendo estos quince días. En materia de seguridad, tendrá que seguir lidiando con lo difícil que nos resulta respetar la ley, por un lado, pero por el otro, ejercer la autoridad, respetando derechos elementales de la gente, como lo ha evidenciado un caso reciente en Sullana –un detenido que infringió el toque de queda, innecesariamente golpeado por un militar– que mereció la patética reacción de otra autoridad, el alcalde provincial, defendiendo la acción.
En un plazo mayor, es claro que en el futuro, en el mundo y el país, las cosas no podrán seguir siendo lo que han sido. La «normalización» de lo que estamos viviendo puede llevarnos más fácilmente de lo que creemos a formas de vigilancia «digital» que nunca imaginamos –fue la estrategia de China y Corea del Sur– o a formas de aislamiento nacionalista y defensa irrestricta de supuestas soberanías, como lo insinúa el discurso de Trump.

desco Opina / 27 de marzo de 2020

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