Jorge
Barata, director ejecutivo durante años de la
constructora Odebrecht en Perú, ha declarado en Brasil que fue él quien entregó dinero para las campañas electorales
de Keiko Fujimori, Alejandro Toledo, del APRA, de Ollanta Humala, la primera
campaña de PPK y la no revocatoria de Susana Villarán. Estas revelaciones, que esperan sustento probatorio, no han
desencadenado ningún movimiento social o ciudadano que ponga en jaque al poder
y, mucho menos, que proponga una ruta de relevo efectivo de la clase política.
Incluso
la vacancia del presidente Kuczynski, que tanto apremiaba a tirios y troyanos,
parece haber pasado a la congeladora, pues el eje del debate político se ha
trasladado del fraudulento indulto a Alberto Fujimori a un reacomodo de la
clase política, que muy probablemente tenga como salida un reforzado pacto de
impunidad.
Para
cuando la información probatoria de los dichos de Barata llegue al Perú, se iniciarán larguísimos
procesos en nuestro parsimonioso sistema de justicia. Basta recordar los
antecedentes: la acusación fiscal contra Ollanta Humala y Nadine Heredia aún
está pendiente, y el pedido de extradición de Alejandro Toledo no ha llegado todavía
al Ministerio de Relaciones Exteriores, paso previo a la solicitud ante Estados
Unidos.
Nos
encontramos, más que ante un terremoto político, frente a un simulacro. El «que
se vayan todos» ha quedado en frase hecha, expresión de malestar, y nada indica
que vaya a convertirse en una consigna movilizadora. Tampoco moviliza a las
mayorías el golpe al bolsillo que supone la creciente concentración de la
oferta de medicamentos o el descontrol en los precios del combustible. Incluso
han sido tibios los brotes de protesta frente a la llamada «ley de esclavitud juvenil», mediante la que se pretendía conseguir mano
de obra calificada gratuita a costa de los jóvenes de institutos técnicos y
superiores.
En
el Congreso, la nueva legislatura se inicia con una mayoría fujimorista
disminuida, que ha pasado de 72 a 59 congresistas, y que muy probablemente
pierda la Mesa Directiva en julio. Con ello, algo que sí puede sacarse en
limpio en estos días de confusión es que el declive de Keiko Fujimori se
acelera. A sus proverbiales derrotas electorales se suman las producidas ante
los fallidos intentos de su organización por controlar el Consejo Nacional de
la Magistratura y el Tribunal Constitucional.
Visto
así, y a falta de territorio seguro en el que expresar su «fuerza popular», Fujimori
está obligada en las próximas elecciones a demostrar su poder en las regiones
del país. Allí le pesará también su falta de propuesta y de training de su maquinaria electoral,
divididas y desgastadas las fuerzas partidarias en el conflicto familiar y en
el frente de las investigaciones fiscales. Mientras tanto, son pequeñas fuerzas
regionales y –en el caso de la costa norte– la Alianza para el Progreso de
César Acuña, las que le disputan hoy al fujimorismo ser la expresión política
de los sectores insurgentes de una economía entre informal y delictiva.
La
próxima baraja que se reparta será la municipal y regional. Por ahora solo se
juega al gran bonetón para entretener a la ciudadanía, mientras cada quien
intenta cubrirse las espaldas en el Ejecutivo, el Legislativo y el Poder
Judicial/Fiscalía.
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