Como se
sostiene en un artículo reciente, el conflicto que se sigue viviendo alrededor
del proyecto Tía María, es seguramente uno de los más anunciados que se han producido en el país,
demostrando, entre otras cosas, la incapacidad que tenemos Estado, empresas y
sociedad, para aprender de lo vivido, apenas los últimos años. Más allá de la
historia puntual del enfrentamiento de los últimos meses, continuamos
acumulando muertos y violencia, en un escenario en el que se evidencian el
virtual naufragio de la institucionalidad, la crisis de representación que no
es sólo política sino también social, la corrupción que alcanza a las empresas y
a las organizaciones sociales, la protesta cada vez más turbulenta y sin
control y la perplejidad de un gobierno que tras transitar de las promesas de
la gran transformación al compromiso de la hoja de ruta, hoy simplemente ha
perdido la brújula y busca sobrevivir hasta el término de su mandato, en medio
de su propia incertidumbre.
En Tía María,
una vez más, la política fue derrotada. Hoy, tenemos un gobierno que
desesperadamente busca deshacerse de su responsabilidad, pretendiendo, por un
lado, que la empresa –a la que apoyaron decididamente– resuelva en 60 días lo
que el Estado y ella no pudieron resolver en seis años, mientras
simultáneamente, por el otro, descalifica a la población del valle, acusándolos de terroristas antimineros, persiguiéndolos judicialmente, buscando un
chivo expiatorio, y haciéndolos parte de los responsables de una conspiración
que impide el crecimiento económico del país.
Al lado, una
empresa del Grupo México, que obtiene por sus dos operaciones en el Perú, utilidades mayores que las que tiene en
su país de origen, enfrentada con la población del valle de Tambo desde hace
largos años, cuando las operaciones eran propiedad de una empresa americana,
por los efectos «simbólicamente» reconocidos de los humos de su fundición, que
busca sostener su presencia, amparada por un segundo estudio de impacto
ambiental, que nadie sabe como resuelve las 138 observaciones hechas por un
organismo internacional neutral al primer estudio, y por una supuesta licencia
social a todas luces trucha y avalada por el Ministerio de Energía y Minas, que
estallado el conflicto, le deja al Ministro del Ambiente, la tarea de defender
el proceso.
Al frente,
una población que defiende sus derechos e intereses, fuertemente marcada por su
legítima desconfianza en la empresa y en el gobierno –recordemos que el
mandatario, cuando candidato se comprometió ante ellos a respetar y defender su
postura–, que en el contexto de su enfrentamiento con la policía, se vio
desbordada por pequeños grupos radicales, y más recientemente se vio
confrontada con la eventual corrupción de uno de sus líderes, que habría estado
en negociaciones «bajo la mesa» con la empresa.
En ese
escenario, la protesta y las movilizaciones continuaron su escalada, ahora en
el nivel regional. Los vandálicos sucesos en Arequipa y los enfrentamientos
entre sectores de la población, los unos tildados de antimineros y los otros de
proempresa, evidenciaron la total pérdida de control de la situación y la
precariedad de los diversos actores involucrados. Todo ello, acompañado por el «debate»
ya instalado en los medios, mayoritariamente orientado a linchar a los
protestantes. De pronto, Marco Arana y Tierra y Libertad, que rápida y
firmemente deslindó con el dirigente acusado de corrupción, aparece como
responsable de una gran conspiración, como lo fueran Gregorio Santos y Patria
Roja años atrás en el conflicto de Conga. Los argumentos, indispensables para el diálogo y el debate, fueron reemplazados por la diatriba y reducidos al ideologismo más elemental.
Como es
obvio, el Ministerio Público y el Poder Judicial aparecen en la novela. El
Premier y el Ministro de Justicia optaron por la altisonancia contra una jueza local para que pague alguno de los platos rotos, al aparecer
mencionada en una grabación y la gran prensa encontró por un instante en quien
descargar sus iras. Mientras tanto, han pasado ya varios de los 60 días
anunciados por la empresa y los temas inmediatos del conflicto, incluso los que
pueden atenderse en el corto plazo, permanecen inalterables, sumándose a los
más profundos y estructurales que tienen que ver con las pobrezas y miserias de
nuestro Estado y de la clase política. Bien harían los principales aspirantes
al 2016, en preocuparse por tener planteamientos claros sobre esos asuntos.
Así las
cosas, mientras que en el Sur se anuncia una paralización en apoyo a las demandas de la población del valle de Tambo y en contra de la empresa, en Lima, a pocos kilómetros de la Plaza de Armas, el alcalde
de San Juan de Lurigancho, pide a través de los medios la declaración del
estado de emergencia en su distrito y la intervención del ejército, ante el
desborde delincuencial que están sufriendo. De ninguna manera se puede aceptar
que se trata de lo mismo, pero es claro que ambas situaciones nos confrontan
con la precariedad del Estado y la falta de rumbo del gobierno y sus
instituciones. Muy peligroso.
desco Opina / 22 de
mayo de 2015
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