Urresti llegó a Interior, reemplazando
a un cuestionadísimo Walter Albán y blandiendo como antecedente su paso como
alto comisionado para la formalización de la minería. Allí mostró su estilo,
muy preocupado en el impacto mediático –la espectacularización, podríamos decir–
sin detenerse a explicar la eficacia de su acción. En suma, el medio –él– es el
mensaje.
Este oficial del ejército,
especialista en comunicaciones, aprendió rápidamente que dar a la gente lo que
le gusta tiene sus réditos, algo compartido por más de un periodista para quienes
la noticia tiene precisamente esas connotaciones. De esta manera, perfilado el
binomio periodista-ministro era muy probable lo que, en efecto, empezó a
generarse en Interior cuando el presidente Humala decidió entregarle su
conducción.
De inmediato convocó a los oficiales
policiales, se vistió como ellos, empezó a actuar como ellos, a hablar como
ellos y, como no podía ser menos, nos aseguró a los ciudadanos que la seguridad
ciudadana consistía en llevar a cabo cuantos operativos pudiera conducir en el
menor tiempo posible. El resultado es que nadie parece dudar a estas alturas de
la hiper-actividad del Ministro.
De esta manera, no es muy cierto lo que
señalaron algunos especialistas en seguridad ciudadana como Fernando
Rospigliosi o Carlos Basombrío, respecto a la falta de idoneidad de un general
del ejército al frente de la cartera que debe velar por la seguridad pública.
Urresti era un militar que rápidamente buscó transformarse en policía. Un
policía rudo y duro, pero policía al fin y al cabo.
Otra fue la orientación que tomaron
los hechos, cuando se reveló la probable participación –indirecta o directa– de Urresti en el crimen del periodista Hugo Bustíos, cuando se desempeñaba como
oficial de inteligencia (S-2) en el Estado Mayor instalado en el cuartel de
Castropampa, Huanta, durante la campaña contrasubversiva, en 1988.
Urresti dice que fue una infamia
levantada por «un delincuente», Amador
Vidal, su antiguo compañero de armas. A renglón seguido, asegura que aun siendo
S-2 en Castropampa, cuando asesinaron a Bustíos, no sabía nada de lo que
aconteció con el periodista. En otras palabras, afirma que si bien caminaba
como gato, maullaba como gato y tenía cuerpo de gato era, en realidad, un
conejo cuya importantísima tarea como oficial de
inteligencia en un frente contrasubversivo era evitar que sus compañeros de
armas se robaran los repuestos de los vehículos asignados a esa unidad.
Como se supondrá, los cuestionamientos
al Ministro no ponen de lado la presunción de inocencia, a la cual tiene un indiscutible
derecho, aun cuando sus puntos de vista
–«Mi intención no es pisar callos a la delincuencia, sino destrozarle la cabeza
a patadas»– parecieran abonar lo contrario. Es simplemente exigir las mínimas
credenciales democráticas a quienes nos gobiernan.
Pero, el problema no se reduce a un
ministro que cree ser instrumento de una misión trascendental y un Presidente
que se niega a ver lo complicado del asunto. Hay algo más, como señala Jorge
Bruce: «Mi impresión es que quienes apoyan a Daniel Urresti
en su puesto lo hacen no porque creen en la presunción de inocencia, sino que
probablemente les parece que su eventual culpabilidad juega a su favor».
Lo que trata de decirnos Bruce es que
para una gran parte de los peruanos sólo alguien de sus características es
capaz de detener la violencia y la criminalidad en nuestro país, para lo cual «la
ley comienza a ser percibida como un obstáculo».
Los resultados empiezan a confirmar esta
aseveración. Según una última encuesta, Urresti alcanza un 25% de aprobación frente a un 51% de desaprobación, y a un 24% que prefiere no opinar. En
cambio, al 61% de la población le gusta su estilo de gestión, de operativo en
operativo. Con ello, además de los problemas evidenciados en el Ejecutivo,
donde se generaliza la idea de cerrar los ojos para no ver, ahora debemos sumar
los que provienen desde la propia sociedad peruana en la que parece preferirse
una «solución» circunstancial mediante patadas y cabezazos, frente a planes
debidamente estructurados y con resultados previsibles.
En el medio, los derechos humanos aparecen, nuevamente, como suspendida
materia: un Plan de Derechos Humanos no puede ser aprobado, como se ha hecho en estos
días, con tantas observaciones y críticas producto de una deficiente consulta.
Tampoco puede ser aprobado en momentos tan inoportunos y, qué ironía, firmado
por un ministro procesado por delitos de lesa humanidad.
desco Opina / 18 de
julio de 2014
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