Con la promulgación del reglamento de la Ley de fortalecimiento y modernización de Petroperú, los fervientes seguidores de la coyuntura venezolana han encontrado por fin una utilidad práctica a la atención que le dedicaron en las últimas semanas al presente y futuro de la democracia bolivariana. En las salas de prensa local y en las tiendas de la margen derecha de la política peruana, la necesidad principal es encontrar evidencia de que el fantasma –en este caso, el «pajaritico»– del chavismo ronda de nuevo la cabeza de Ollanta Humala.
El Presidente, por su rol en UNASUR frente a la crisis venezolana, ha sido objeto de una serie de cuestionamientos que, más que adhesión a la causa democrática, demostraron el interés de sus opositores y críticos por ejercer una suerte de control ideológico en el plano local. De acuerdo a quienes esgrimen que el viaje de Humala a Caracas revelaba un «regreso a la semilla» de Chávez, la integración regional vía UNASUR y hasta la modernización de la empresa estatal de petróleos son apuestas que se alejan de la institucionalidad democrática a la que debiera ceñirse el Ejecutivo.
Lejos de la coherencia política de los activistas antichavistas en el plano internacional –los Vargas Llosa– los detractores locales del gobierno venezolano son poco creíbles en su rol de vigilantes de las maneras democráticas. Paradójicamente, fue su eventual favorito, Henrique Capriles, quien les recordó quizá sin querer que el factor Fujimori –el amañamiento de los órganos electorales, la terca re reelección– les impide justificar su celo por la democracia, expediente que apenas en 2011 fue actualizado por su apoyo incondicional a la candidatura de Keiko Fujimori, la «heredera natural» del proceso político y económico abierto en el país con el autogolpe del 92.
Queda claro entonces, que el affaire Venezuela se ha convertido hoy en la palanca para empujar a Humala a una serie de definiciones en el plano local. En ese intento, la actividad empresarial del Estado a través de Petroperú equivale a estatismo de corte chavista, el interés por La Pampilla es evidentemente velasquismo, y como guitarra llama cajón, una eventual negativa al indulto a Fujimori no puede leerse sino como la prueba final de caviarismo, enfermedad final del izquierdismo que aqueja al gobierno.
La viga en el ojo ajeno, sin embargo, no debe impedir mirar con preocupación tanto el futuro del pueblo hermano de Venezuela, como el presente del gobierno aquí dirigido por Humala. El heredero de Chávez –y con él las izquierdas peruanas que lo avalan– debe advertir que el cuestionamiento por la institucionalidad democrática no es un tema menor, pues en el caso del «proyecto bolivariano» no se trata únicamente del dinamismo electoral y la legitimidad plebiscitaria construida por Chávez, ni siquiera de la representación mayoritaria con la que el oficialismo controla el Congreso; también suman y restan a la legitimidad política interna del régimen, la pluralidad política y su manejo del aparente desmadre económico que se avecina, generado en parte por un estatismo que se salió del cauce de los recursos estratégicos e intentó jugar en el mercado del abastecimiento local, multiplicando empresas nacionales a diestra y siniestra.
De vuelta al Perú, es evidente que la compra de los activos de REPSOL en el rubro de comercialización, tanto como la sobrecarga ideológica en los argumentos en contra de dicha operación, enturbian lo que debiera ser la discusión de fondo: la definición de una política energética en tiempo de incertidumbre económica global y, en ese marco, la validez de la apuesta estatal por capturar la renta petrolera, con la apertura de los frentes financieros y ambientales que ello supone.
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