«Emputecida» fue como catalogó a la política peruana Augusto Álvarez Rodrich, semanas atrás, asignándole a Alan García no todos pero sí buena parte de los créditos correspondientes. No fue una revelación sino una reiteración de lo que venimos constatando los peruanos desde hace décadas.
A estas alturas, ya no se habla de crisis para intentar dar cuenta de una realidad que terminó por superar incluso los adjetivos más contundentes: términos como «achoramiento» o referencias más suaves y «conceptuales» –como «desborde popular»– dejaron de designar «algo» y, como parece señalar AAR, la situación obliga a recrear el lenguaje dejando constancia de un largo y continuo deterioro que no vislumbra fondo.
Sin embargo, el «todo vale» no refiere –no debería referir– específicamente a la encanallada forma de hacer política de la que vienen haciendo gala los revocadores en Lima. Tampoco al reemplazo del argumento por la matonería verbal, ni al patético ejercicio de autoridad que muestran los funcionarios electorales.
El «emputecimiento» o la «lumpenización» refieren sin más ni más a la total ausencia de reglas y al creciente imperio del fuerte y el corrupto. Sus consecuencias son funestas, como hemos vistos días atrás en Amazonas, con su vicepresidente regional asesinado por un sicario adolescente. Es el ambiente que se ha generado en Ancash, región en la que diversas autoridades y periodistas han sido también asesinados en los últimos años, en medio de disputas que aparentan ser políticas aunque inmediatamente revelan su verdadero motivo: pugnas mafiosas en torno a ingresos públicos y cupos provenientes de negocios ilegales.
De esta manera, ¿qué hipótesis hay tras el asesinato del vicepresidente de Amazonas? ¿Alguna autoridad está realmente preocupada e interesada en saber qué está sucediendo? El caso se enlaza con situaciones similares en otros lugares del país, como el ya referido de Ancash, pero también Puno, Puerto Maldonado, Ayacucho, Pucallpa y La Libertad. De la misma manera, seguramente, en este mar de fondo hecho de ilegalidad, corrupción e impunidad reside al menos una respuesta parcial a las interrogantes que abre la calamitosa situación en la que está la seguridad ciudadana en ciudades como Chiclayo.
Ante ello, la revocatoria es un aspecto nada tangencial de esta turbidez generalizada, pero no el escenario exclusivo ni, mucho menos, el único importante. La imposición contundente de la «ley de la selva» que se evidencia crecientemente en nuestro país, conduce a hablar de un país mafioso, cada vez más capturado por intereses ilícitos y que, finalmente, es el que parece estar imponiendo su ritmo a los restos de sistema político que nos queda.
En ese sentido, creemos que es muy poco el cuidado que se está prestando a una serie de factores distorsionadores que vienen actuando en los niveles locales y regionales que, genéricamente, están haciendo gravísimo daño a la denominada institucionalidad. En otras palabras, nadie pone en cuestión el crecimiento económico, pero son cada vez mayores las dudas acerca de los resultados en términos de desarrollo que nos hemos posibilitado. En todo caso, no hay mayor preocupación sobre este asunto desde la política y, para muestra, veamos solamente el comportamiento cotidiano del Congreso de la República, sin duda, parte estelar del problema a resolver.
En suma, ésta es una de las vulnerabilidades peruanas que ahora señalan todos los analistas. Estamos frente a la lógica de un Estado absolutamente informal, característica que en su momento fue considerada por Alan García para usarla como vehículo para armar su sistema de clientela. Esto es el «emputecimiento», el «Estado-lumpen» o el «Estado mafioso». El mismo que se revela en bienes inmuebles no declarados, en ingresos no justificados, en consultorías pagadas por clientes del Estado mientras se era funcionario y un largo etcétera más. El verbo matonesco que se observa impune en la campaña de la revocatoria es apenas un síntoma más de una descomposición más profunda y peligrosa, alentada por la indolencia de la clase política y la peligrosa indiferencia de buena parte de la sociedad.
desco Opina / 15 de febrero de 2013
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