El 28 de marzo, César Vásquez, ministro
de Salud,
aseguró que si los delincuentes ven en la televisión que la Policía Nacional
del Perú (PNP) está realizando capturas, dejarían de delinquir y, dado el caso,
los fiscales no los liberarían: “Ayúdennos a difundir las capturas diarias. Si
el delincuente ve todos los días que estamos capturando y desarticulando bandas,
y que los fiscales están liberándolos, los fiscales van a pensarlo dos veces
antes de liberarlos, los delincuentes no van a querer delinquir, se van a ir a
otro lado", declaró.
Como vemos, lo que el
problema de la inseguridad pone sobre la mesa es la insondable incapacidad de nuestras
autoridades. También la turbación de los que, en teoría, deberían alcanzar
alternativas y, por si fuera poco, la convicción de una “oposición” política –si
existe–, de saber poco o nada sobre el principal problema que declara tener la
mayoría de peruanos, por lo menos en la última década y media.
Para los que deciden,
es un tema de moda, nada más, y, obviamente, no debiera ser así, dados los
inmensos daños que ocasiona la actividad criminal. En ese sentido, si algo es
meridianamente cierto en el mar de dudas e incertidumbres que rodea el tema de
la inseguridad ciudadana, es que el enfoque de “guerra contra el crimen”, que
era el hegemónico, no va más.
Este
enfoque consiste en priorizar una estrategia de confrontación directa y
punitiva contra el crimen organizado, principalmente a través de medidas
militares y policiales intensivas. Se centra en el uso de la fuerza para
desmantelar organizaciones criminales y reducir actividades ilícitas. Entre sus
mecanismos están la militarización de la seguridad pública, la cacería de
líderes ("kingpins"), el incremento de penas y acciones
represivas, así como campañas simbólicas que remarquen el mensaje de
“tolerancia cero”, entre otros.
El ejemplo más conocido
del fracaso de esta estrategia fue lo acontecido en México, durante la
administración de Felipe Calderón (2006-2012), donde se desplegó al ejército
para combatir a los cárteles de la droga, con resultados catastróficos como el
aumento de la violencia; la imposibilidad de construir un enfoque integral,
porque tiende a centrarse en medidas punitivas y militares, dejando de lado
aspectos sociales como la prevención, la educación y la creación de
oportunidades económicas; la generalización de la corrupción y la debilidad
institucional, debido a que, en muchos casos, las instituciones encargadas de
implementar estas estrategias están infiltradas por el crimen organizado, lo
que limita su eficacia. Sin embargo, seguimos capturados por la fantasía de la
“mano dura”.
Mientras tanto, las
economías ilegales han ganado más espacio en el país y se estima que el 2024
movilizaron en conjunto unos US$ 12 645 millones. La principal es, como sabemos
bien, la minería ilegal de oro, que pudo haber transado unos US$ 6840 millones,
según una estimación del Instituto Peruano de
Economía (IPE).
Por ello, en una encuesta realizada por Ipsos-Apoyo en agosto
del 2024,
el 45 % de los encuestados reconocía a las economías ilegales como el sector
que tiene más poder en el país, ubicándose sólo después del Congreso.
De hecho, un factor que
fortalece a la actividad minera ilegal del oro es el precio internacional, que la
ha hecho más rentable pues los costos de producción no han subido en la misma
proporción que aquél, que hoy bordea casi los US$ 3000 la onza. En otras
palabras, en los últimos 20 años el precio se ha multiplicado por diez y esto nos
da una idea del enorme y creciente margen de incentivo para dicha actividad.
Pero, no es todo. Según
distintas estimaciones, el 2023 se perdió, por
corrupción en la inconducta funcional, alrededor de US$ 6400 millones. Esto evidencia por sí
solo la intensidad con la que las economías ilegales han capturado áreas
sensibles del Estado, especialmente las que emiten regulaciones, volviéndose por
lo mismo, cada vez “menos ilegales”.
La minería ilegal, como
hemos presenciado en los últimos años, es otra oportunidad de la indefinición
normativa, que le permite camuflarse con las minerías de pequeña escala y
artesanales, donde hay población con altos niveles de vulnerabilidad, que
buscan oportunidades de subsistencia.
En esta línea, las
elecciones del 2026 es probable que cuesten alrededor de US$ 1000 millones al
Estado peruano, y la cantidad de recursos que se moverán para financiar todas las
campañas electorales será igualmente inmensa. Desde ya, allí tenemos un espacio
en el que debe centrarse la vigilancia ciudadana.
desco Opina / 4 de abril de
2025