La reciente encuesta del Instituto de Estudios Peruanos resulta demoledora. Como se señala en la introducción de sus resultados, a lo largo de los últimos años nos hemos caracterizado por nuestro débil apoyo a la democracia como régimen de gobierno. Si el Barómetro de las Américas registraba que el 2023, apenas un 19% declaraba estar satisfecho o muy satisfecho con ella, hoy apenas el 13% está satisfecho con su funcionamiento en el país y 53% de encuestados, que llegan hasta el 64% en el Perú rural, evidencia un apoyo bajo a aquella. Estos resultados no son difíciles de entender porque, como lo muestra la misma medición, ocho de cada diez encuestados creen que sus derechos básicos no están protegidos por el sistema político, percepción que es mayor entre los residentes de Lima Metropolitana, las macrozonas centro y sur del país y entre los que pertenecen al nivel socioeconómico C. Como en la medición anterior, apenas 5% aprueba a la mandataria, y la desaprobación del Congreso ya trepó a 94%, 3% y 95% respectivamente en el sur.
No obstante tales resultados, si miramos
con algún detenimiento la forma en que se comportan el Ejecutivo y el Legislativo,
entenderemos con facilidad por qué menos de la mitad de los encuestados (48%),
siente respeto por las instituciones políticas. En este escenario, la Presidenta
pretende que miremos la democracia como un asunto electoral, desde el que ella
cree tener una legitimidad impune, más allá de muertos, heridos, perseguidos,
relojes y pulseras, cirugías, wantanes e Inca Kolas, como sostuvo en China;
legitimidad que cree sinónimo de impunidad, de acuerdo y sujeción al
parlamentarismo autoritario que nos gobierna. Así lo evidencia la indignante y
patética carta de respuesta a la CIDH, que firma con otro de sus waykis, en
defensa de la ley perpetrada por los congresistas Rospigliosi y Cueto, para que
se declare inaplicable la figura de lesa humanidad antes del 2002, protegiendo así a asesinos, violadores y torturadores, más allá de
figurones como Fujimori, Montesinos, Aguinaga, Urresti y un largo etcétera más.
Como sus socios de la Avenida Abancay,
la señora ha convertido “la defensa de la democracia” en su frase favorita, convencida
que se trata de la muletilla perfecta, además de su silencio que es lo que
mejor hace, para enfrentar las críticas y cuestionamientos que le llegan desde
la opinión pública y los reales malestares de la calle. Como aquellos, no
entiende que los enemigos de la democracia no son los ponchos rojos y sus balas
dum dum, el comunismo internacional o un reducido grupo de malos peruanos, sino
fundamentalmente, su desconexión con la gente y su
incapacidad, la de su gobierno y su Congreso, para atender las demandas básicas
de la población.
La señora Boluarte parece creer que con
sus incondicionales escuderos argumentando por ella –Gustavo Adrianzén, Morgan Quero,
Juan Santibáñez y César Vásquez–, y con su aparente quebranto en una entrevista
internacional por la dramática situación de la salud en el país, resulta
suficiente. Feliz por el blindaje que le ofrecen aquellos y segura, por el
momento, de su relación con los congresistas, cierra los ojos a las
barbaridades de los primeros, aplaude y aprueba las arbitrariedades, las leyes
y los abusos de los segundos.
En el primer caso, se resigna a que
Adrianzén sea apenas un Otárola chiquito. No se le ha oído palabra sobre la
condenable y vergonzosa postura de sus ministros de Educación y de la Mujer,
que poco menos justificaron la violencia sexual contra más de 500 escolares de
la comunidad Awajún ante la posibilidad de “prácticas culturales que
lamentablemente ocurren en los pueblos amazónicos”; la madre de todos los
peruanos, como se autodenominó, a más de un mes de la denuncia, guarda silencio.
Sonríe ante las mentiras constantes y las bravuconadas de su ministro del
Interior, aparente encargado de la desactivación de la División de
Investigaciones de Alta Complejidad (DIVIAC) que beneficiaría a la mandataria y
a su hermano, pero también a parte importante del elenco político y del
Congreso. Aplaude a su ministro de Salud mientras la central de compras de
medicamentos esenciales a su cargo, ha dejado de efectuar el 97% de las
compras requeridas y hay problemas de stock en 120 tipos de medicinas afectando a pacientes con cáncer, VIH y
diabetes e hipertensión.
En el segundo
caso, el Ejecutivo que
preside, acepta todas y cada una de las normas que viene aprobando el Congreso,
entre las que destacan 26 normas que reformaron la Constitución o introdujeron
cambios en leyes orgánicas que afectan la institucionalidad. Estas
modificaciones que afectan al sistema democrático, tienen impactos negativos en
la economía, la salud, la educación, el medio ambiente, el transporte y el
enfoque de género, sin que le preocupe a la mandataria y su equipo directo. La
reciente aprobación de las leyes sobre organizaciones criminales y la
prescripción de delitos de lesa humanidad son parte de esa orientación.
La situación es tan grosera que incluso
figuras que estuvieron vinculadas al gobierno de Alberto Fujimori, explicando
por qué la gente no cree en el Estado y la democracia, dicen que “no hay
autoridad, sino matonería; no hay educación, sino deshumanización; no hay
justicia, sino revancha; no hay castigo, sino impunidad”.
Así las cosas,
para las próximas semanas están anunciadas distintas respuestas desde la
movilización de la gente. Entre el paro convocado para el 19 de julio y la
movilización a Lima a la que llaman para fines de mes diversas organizaciones
nacionales y de las regiones, la capacidad de agencia de la sociedad será
nuevamente puesta a prueba, en una película en la que todo indica que, sin la
participación activa de la calle, difícilmente veremos cambios en la situación
desde lo que es hoy la política.
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