Comenzó la temporada de carnavales en Perú y con ella se dio paso a una serie de festividades acompañadas de coloridos pasacalles, picarescas coplas y largas jornadas de danzas, en honor, no sólo a la identidad y la cultura, sino también a la memoria. La fiesta de luces, agua, pintura, con alegorías y creativas dramatizaciones, caracteriza los carnavales del 2024 como un instrumento poderoso para expresar lo que sentimos y pensamos, desafiando los intentos por acallar y censurar nuestro derecho a la libre expresión y a ejercer nuestro sentido crítico.
No es una novedad que estas festividades estén cargadas de contenido político y crítico para llamar la atención sobre las problemáticas que atravesamos o para denunciar la indiferencia de las autoridades; tampoco causa extrañeza que, con ella, se enciendan las alarmas de conservadores y guardianes de “las buenas costumbres”. Como comenta el historiador José María Vásquez Gonzáles, en la revista Pacarina del Sur, “el carnaval era para la clase subalterna la fiesta en donde podían expresar los más exagerados desenfrenos del cuerpo, bailes exóticos, bebidas abundantes, exagerados cantos con insultos e injurias; y en donde los indígenas podían divertirse sin que ninguna autoridad pueda prohibirles gozar”. En efecto, originariamente estas festividades significaban una etapa previa a la Cuaresma, cuando se aprovechaba para “despedirse” de los placeres carnales. Estas expresiones no pasaban desapercibidas y fueron objeto de censura; por ejemplo, en el siglo XX, durante el gobierno de Leguía, se buscó ejercer control desde la oficialidad, como una forma de supeditar las pasiones populares que fluían desde la diversidad, contraponiendo la fiesta a los mesurados comportamientos que eran legitimados por los sectores aristocráticos del país.
Que escuchemos hoy frases cantadas como “¡Dina asesina, Otárola carnicero!”, mientras alegres comparsas de danzantes se desplazan por las calles de Huamanga y Juliaca, o que veamos desfilar a artistas recreando el “jalón de pelos”, portando máscaras y carteles conmemorativos a las protestas sociales, trae a la memoria la performance realizada por la Asociación Hijos del Distrito de Accomarca – AHIDA, analizada por Renzo Aroni en 2015, durante los carnavales ayacuchanos, donde desde el 2011, los participantes exigen justicia para las víctimas de la masacre perpetrada por el Ejército en 1985 contra 69 personas de la comunidad, asesinando incluso a niños y ancianos. En 2023, se recreó la violenta represión avalada por el gobierno de Boluarte y compañía, que ocasionó la muerte de diez ciudadanos. Precisamente por su carácter político y crítico es que estas festividades son censuradas por algunos políticos y autoridades, por su temor a ser ridiculizados y exhibidos en su incapacidad e indolencia.
Esta intolerancia se refleja en comentarios como los de Edwin Moreno, alcalde de la provincia de La Mar en Ayacucho, quien calificó a las coplas y cánticos en contra del actual régimen como “exageraciones”, pidiendo que se haga un control sobre el contenido de estas. La Defensoría del Pueblo de Ayacucho, por su parte, hizo un llamado para que las autoridades prohíban estas expresiones bajo el pretexto de “prevenir la violencia contra la mujer”, en clara alusión a la figura de la hoy Presidenta. Hechos éstos que han sido rechazados por la propia población, por personalidades de la región e instituciones como el Colegio de Abogados que, mediante un pronunciamiento, piden el respeto a la libertad de expresión. La represión política ha estado presente en cada momento de nuestra historia, como un intento por invisibilizar las manifestaciones que interpelaban el orden imperante. Al respecto, el historiador Rolando Rojas comentó en una entrevista en 2020 que los carnavales eran prohibidos por su carácter transgresor, pues tenían un contenido social y político, permitiendo expresar una crítica al poder.
Hoy, que el poder ejercido por la coalición autoritaria que sostiene al gobierno evidencia una creciente impopularidad, es entendible su desesperación por cancelar las constantes expresiones culturales y artísticas que cantan y bailan en contra del régimen. Estamos siendo testigos de una forma de ejercicio político, que desde el arte cuestiona nuestra realidad y busca replantear lo que sectores de la sociedad han normalizado bajo el argumento de garantizar la “democracia” y la “libertad”. Si ejercer nuestro derecho a la cultura es una forma de transformar la sociedad, como diría Víctor Vich, entonces es una forma también de protestar. La medición de la opinión pública de enero de 2024 del Instituto de Estudios Peruanos – IEP, recoge que el 72% de la población encuestada concuerda con que las protestas son necesarias para hacernos escuchar.
Sigamos apelando a nuestro sentido crítico y creativo para encontrar nuevas formas de expresarnos y denunciar aquello que atenta contra la dignidad y la vida de la población, Encontremos pues, en la cultura y el arte, un escenario poderoso para resistir y preservar nuestra memoria, haciendo frente al autoritarismo y al sistema que corroe nuestras instituciones y la propia vida. Que el cantar “¡esta democracia, ya no es democracia!”, que el ondear de banderas y el expresar con el propio cuerpo el dolor y la denuncia pública para reafirmar que Puno sí es el Perú, sean un instrumento para interpelar las bases de nuestra sociedad y lo que somos.
desco Opina – Regional / 16 de febrero del 2024
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