La problemática de la inseguridad en el Perú, que antes se explicaba por la presencia de remanentes del terrorismo senderista y la expansión del narcotráfico, hoy encuentra sustento en el poliedro del crimen establecido y creciente que tiñe una parte considerable de la economía y la política del país.
No existe entre nosotros un plan que atienda las distintas caras del crimen, de acuerdo a su presencia asociada a actividades económicas en cada territorio: la minería y tala ilegal depredadoras principalmente en la Amazonía, el tráfico de cocaína, de látex de amapola para producir opio y heroína, entre las más destacadas. La violencia entrelazada a estas economías se ha transformado en el vivir y padecer en nuestras ciudades, así como en territorios rurales específicos.
En los últimos años nuestra sociedad ha transitado rápido hacia la normalización del asesinato por encargo –mejor conocido como sicariato–, el secuestro y la extorsión al menudeo. Convertido en un servicio delivery, el homicidio es el indicador más usado para referirse al nivel de inseguridad y violencia, y en nuestro caso las cifras de este delito crecen imparables, lo mismo que el secuestro y la extorsión, con un aumento superior al 50% en las denuncias policiales durante el año 2023, sin contar al impreciso número de afectados que creen inútil y hasta peligroso acudir a la Policía.
La pobre respuesta del gobierno y del Congreso de la República es lanzar declaratorias de emergencia de distritos, provincias y hasta regiones –el caso más conocido es el VRAEM– o aumentar sanciones, sin resultados en términos de una reducción de delitos como ocurre, por ejemplo, con el robo de celulares, para el que se ha establecido una pena de 30 años de cárcel. A ello se suman discursos altisonantes y traslados temporales de tropas militares o policiales a los territorios “calientes”.
Da la impresión de que hemos olvidado que los problemas de violencia y criminalidad están arraigados en una base social de desigualdad, pobreza y corrupción privada y estatal. Nuestras existencias, lejos de manifestarse en una vida en común, están signadas por la desconfianza, el individualismo, el aislamiento, la exclusión, la desesperación y la agresividad creciente, elementos suficientes para diagnosticar la descomposición social de la que también hacen parte las instituciones: policías que integran bandas de delincuentes, y criminales disfrazados con uniformes policiales están tan normalizados como el robo de cientos de galones de combustible en instituciones armadas del Estado o la sustracción de armamento que se vende a organizaciones delictivas, incluso en el extranjero.
Ante este panorama urgen medidas sensatas, practicadas exitosamente en otros países, hacia una profunda reforma de la institución policial, empezando por el sistema de reclutamiento y formación de sus integrantes, así como una verdadera razia de los altos mandos corruptos y el fortalecimiento de la presencia territorial y las funciones transversales de inteligencia e investigación. El más reciente conflicto provocado por la destitución del comandante general de la Policía Nacional del Perú por su excolega y ministro del Interior evidencia que, a lemas como El honor es su divisa o A la Policía se le respeta, los desmiente sin ambages la cruda realidad.
desco Opina / 9 de febrero de 2024
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