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Las agendas en disputa



Próximos ya a los 70 días de la cuarentena, la imagen de la tormenta perfecta que usara Juan de la Puente para caracterizar la situación del país semanas atrás, se evidencia con mucha claridad. Las circunstancias que convergen en el momento actual, resultan innegables: una crisis política no resuelta y acumulada que amenaza con nuevos y patéticos enfrentamientos entre el Ejecutivo y el Congreso de la República, de los que sólo pierde el país; una crisis económica que se configuró en pocas semanas, con una contracción de -16% en marzo que se estima se acercó al -30% en abril; así como una gravísima crisis en la prestación de los servicios sociales, en especial el sistema de salud virtualmente colapsado y la educación al garete. Las mismas, hay que decirlo, desnudan los grandes límites y desigualdades del modelo económico de las últimas décadas, hoy contra la pared en un escenario mundial donde la globalización está interpelada.
Con más de 3000 muertos y por encima de 100 000 casos positivos, 83% de ellos concentrados en cinco regiones –Lima, Callao, Lambayeque, Piura y Loreto–, la estrategia del martillazo llegó a su límite con un éxito bastante menor al esperado, lo que se entiende no tanto por los errores del gobierno, que sin duda son muchos y algunos gruesos, cuanto por las dificultades que representan las estructuras políticas, sociales y económicas en las que tiene que operar. A estas alturas, parece claro que su debilidad mayor se encuentra en el campo económico donde su apoyo débil, focalizado e ineficiente a los pobres, contrasta con su significativo respaldo a la gran empresa.
El Ejecutivo ya perdió la narrativa y la cierta capacidad de comunicación que inicialmente mantuvo con un discurso único, la salud y la gente como prioridad. Con ella, resignó también el control de la agenda que mantuviera en las primeras semanas de la pandemia. La multiplicación de los malestares –la ley de AFP, las demoras y límites de cobertura de Reactiva Perú, la suspensión perfecta, la pobre entrega del bono 380, las canastas municipales, la migración desesperada de los retornantes, el descontrol en los mercados y el abandono de la agricultura familiar, además del desgaste de la propia cuarentena– lo llevó a un manejo defensivo de aquella y a un lenguaje dual que buscaba combinar salud y economía, que con el paso de los días fue cediendo espacio a las presiones del gran poder empresarial, el que ante la prolongación del «encierro», abandonó el discurso de «unidad nacional» que alentaba el Ejecutivo, para proteger sus ganancias y su patrimonio, en nombre de su supuesta capacidad para garantizar empleo y crecimiento.
No obstante sus dificultades, cuando ya es evidente que hacia adelante las agendas estarán cada vez más en disputa, la aprobación del mandatario en la encuesta más reciente se mantiene en 80% (perdió apenas 7 puntos desde marzo), ocurriendo lo propio con su Ejecutivo que registra 65% (cayendo 3 puntos), en un escenario en el que el Ministro de Salud (cae de 71% de aprobación a 54% en un mes), cumple el rol de pararrayos de los diversos errores del gobierno y del malhumor creciente de la población que no ve luz al final del túnel.
Como ocurre en otros países, la opinión pública parece asignarle un rol «protector» al mandatario, pero más allá de ello, sectores de la misma ya tienen claro que la presión de los grandes por activar la economía es distinta a la que es mayoritaria entre la gente. Aquellos buscan su ganancia y beneficio a diferencia de los cientos de miles preocupados por defender su empleo –sólo en Lima se han perdido más de 900 000 empleos adecuados–, conseguir medicinas, defender la educación de sus hijos; en una palabra, sobrevivir y resolver su día a día. Las agendas futuras inevitablemente aparecen cada vez más ligadas a temas estructurales: organización y funciones del Estado, papel de la inversión pública y privada, sentido de las políticas sociales, sistema previsional, sistemas político y de justicia, política tributaria y un largo etcétera.
En otras palabras, la gente parece constatar en la situación actual que las incapacidades y precariedad de un Estado construido para atender intereses particulares del poder antes que los intereses generales de los ciudadanos, los costos de nuestra mal llamada informalidad, donde parte importante de la población es mayoritariamente pobre y vive «al día», así como las distintas desigualdades que forman nuestra estructura económico-social históricamente excluyente y la virtual ausencia de un patrón elemental de cohesión social, no son responsabilidad del actual gobierno así éste comparta el modelo.
Estos y otros temas serán seguramente parte de nuevas formas de conflictividad social en el país los próximos meses y tendrán peso e influencia en la carrera hacia el 2021 que ya se ha iniciado y que tiene en la pandemia y su gestión, en los malestares que genera y en los diversos comportamientos que alienta, un escenario para una carrera que no parece interesada en recuperar la política y la democracia para la gente.
En este escenario, la última decisión gubernamental que prolonga la cuarentena y el estado de emergencia con flexibilidades, busca acelerar la activación de los sectores de la economía priorizados por el Ejecutivo, entre los que se encuentran las peluquerías y el fútbol profesional. El pomposo nombre del decreto de urgencia, Ciudadanía hacia una nueva convivencia social no logra esconder que se continúa optando por cargar parte importante de los costos de la crisis en los sectores más débiles, manteniendo los privilegios de los grupos de poder económico. Creer en una nueva convivencia sin asegurar la subsistencia de la gente y sin resolver la entrega completa de los insuficientes apoyos establecidos, es un sinsentido.


desco Opina / 22 de mayo de 2020

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