De las diversas maneras
que hay para analizar unas elecciones, la menos socorrida es
el enfoque desde los perdedores. En la reciente jornada electoral en Lima, contra
lo que se cree, no han sido Daniel Urresti, Ricardo Belmont ni Renzo Reggiardo.
Es, en primer lugar,
Fuerza Popular, cuya debacle en estas elecciones debe ser vista con un poco más de profundidad que los adjetivos que
acostumbran intercambiar simpatizantes y oponentes al fujimorismo. Lo sucedido
en Lima –y, en realidad, en todo el país, donde apenas obtiene tres provincias
y una cuarentena de distritos– es un eslabón más de la cadena de situaciones adversas que se han multiplicado durante el último año,
coronada, por ahora, con la detención de su lideresa Keiko Fujimori por
sospechas de lavado de activos. Todas estas circunstancias, amenazan con la
fragmentación de lo que era visto hasta hace poco como una organización firme y
autoritariamente conducida.
En segundo término,
está Solidaridad Nacional, el logo político del alcalde saliente Luis Castañeda
Lossio, seguramente hasta hace poco la organización municipalista más poderosa
en Lima. La mala gestión, el arrogante silencio de su líder y las crecientes
acusaciones de corrupción hicieron polvo en poco tiempo su nada despreciable capital político, incluyendo a su
heredero, a quien le resultará sumamente difícil remontar la situación en la
que terminó con las recientes elecciones.
A continuación, está el
«partido» de gobierno, Peruanos por el Kambio (PpK), que literalmente
desapareció del escenario político a dos años de haber ganado las elecciones
generales. No colocó ninguna autoridad local en las primeras ciudades del país
y, lo que es peor, pareciera que a nadie le importó que así fuera, ni siquiera
a los que aún son parlamentarios «oficialistas», para ponerle algún membrete a
ese conjunto de congresistas que ya no se sabe bien como caracterizarlos.
¿Y la izquierda? Puede
decirse que también está entre las opciones perdedoras. Queda para la discusión
el hecho de su virtual desaparición en las elecciones locales y regionales y, por
otro lado, la creciente aceptación de su candidata con mayor presencia,
Verónika Mendoza. Como parte de nuestras «confusiones», deberíamos preguntarnos
cómo es que los dos candidatos que tienen actualmente el mejor perfil para el
2021 –Verónika Mendoza y Julio Guzmán– no cuentan con inscripción electoral.
Para pensar en términos
de consolidación democrática, observemos cómo la agrupación gobernante y el
principal partido opositor han sido reducidos a cenizas, sin representar ahora
a casi nadie. Agreguemos como detalle, que tenemos a un Presidente de la
República que no fue estrictamente elegido, no pertenece a algún partido
político y se desempeña sin real representación congresal.
En esa línea, el
derrumbe absoluto de la representación política, uno de los principales pilares
de la democracia liberal, es un hecho; con toda seguridad el mayor aportante a
ese resultado ha sido ese fantástico absurdo que propuso el neoliberalismo
cuando supuso que debían distanciarse entre sí la política, la sociedad y la
economía.
En otras palabras, el
patrón de la «democracia neoliberal» que acompañaba a la irrestricta economía
de mercado ha declinado y lo que tenemos ante nosotros son las ruinas de ese
esquema excesivamente formalista que compartimentalizaba «lo político» como un
espacio «técnico» capaz de gestionarse a través de una burocracia supuestamente
capacitada y, además, como uno desvinculado de las dimensiones económica y
social, como si pudiera comprenderse por sí mismo.
El resultado fue la «despolitización»
de la política y de las políticas, en donde radica seguramente el factor activo
de eso aún indefinible que llamamos «corrupción». En efecto, el neoliberalismo
creía que el papel de los expertos en la toma de decisiones era más importante
que el de los propios políticos porque podían valorar mejor los intereses a
largo plazo.
Lo único que se
consiguió fue que los pesos y contrapesos debidos en cualquier democracia que
se preciara de ese nombre, queden relegados exactamente al lugar donde tenemos
actualmente a la Contraloría, la Defensoría del Pueblo y cualquier otro
mecanismo de accountability, un
concepto tan enorme para nuestra política que resulta hasta huachafo referirlo.
Esto
alejó los objetivos de la gestión pública de las expectativas y demandas de la
población. A ello debe agregarse la pérdida constante de organicidad de los
partidos políticos. Otro factor fue la poca capacidad para generar exigibilidad
desde la sociedad civil. Así, en medio de este desolador escenario, ¿dónde
colocamos las reformas constitucionales que nos consultarán en diciembre?
En
suma, la tarea a realizar es recuperar la capacidad procedimental de la
democracia –regulaciones aceptadas para acceder al poder político– así como el
control político que refiere a un marco legal que trate a los ciudadanos como
iguales y pone límites a la acción del gobierno y los políticos (el estado de
derecho).
En
palabras de O'Donnell, "la democracia no es tan sólo un régimen
democrático, sino también un modo particular de relación, entre Estado y
ciudadanos y entre los propios ciudadanos, bajo un tipo de estado de derecho
que, junto con la ciudadanía política, sostiene la ciudadanía civil y una red
completa de rendición de cuentas".
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