A una semana de instalado el Gabinete
del nuevo gobierno, varias cosas quedan claras sobre su naturaleza y
viabilidad. El equipo ministerial es débil y contradictorio. Con un perfil
predominantemente técnico, de «segunda» línea y con algunos ministros con
cierta experiencia en la gestión pública, su composición buscó «contentar» a
distintos sectores políticos, hayan tenido o no capacidad de veto. Sorprende
especialmente, la presencia de personajes innegablemente polémicos como Salvador
Heresi y los generales Huerta y Medina, mientras que la designación de David
Tuesta en el Ministerio de Economía, evidencia el peso en la sombra que tendrá
Luis Carranza, que indudablemente lo apadrinó.
Como no podía ser de otra manera y no
obstante la tranquilidad con la que la opinión pública recibió al nuevo equipo
de gobierno, las críticas se dispararon en todas las direcciones. El Premier, que negó
varias veces su presencia en ese cargo y el nuevo Ministro de Justicia, fueron
los blancos iniciales, rápidamente acompañados por varios otros, hablándose
pronto de un cogobierno con el fujimorismo o con la izquierda. Quedaba claro
desde el primer día que la supuesta luna de miel del Presidente y el Primer
Ministro provincianos, era de baja intensidad y que el gobierno –que no
olvidemos es de continuidad–, nacía marcado por una fuerte precariedad: sin
fuerza política propia, con limitadas conexiones en la estructura del Estado y
la burocracia, sin relaciones directas con los empresarios… Es decir, una fuga
a un futuro incierto más allá de las buenas intenciones que mostrara el
discurso inaugural del nuevo mandatario.
La impericia gubernamental se evidenció
desde el primer momento: Tuesta advirtió de la reedición de la política de Alfredo
Thorne y anunció un inminente recorte del gasto fiscal, Villanueva se
entusiasmó por la inminencia del conflictivo proyecto Tía María, se produjo una
innecesaria y desmedida intervención policial contra los estudiantes de San
Marcos y el Presidente, imprudentemente, se reunió con el tristemente célebre Óscar
Medelius, dándoles la razón a quienes con argumentos relativamente fundados, expresaban su poco entusiasmo por los primeros pasos del nuevo gobierno. Tantos errores «aplastaron»
los pocos gestos políticamente «correctos»: la aparente disposición a respetar
el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el indulto a
Fujimori, la negociación del conflicto de la pesca artesanal y la observación a
la aprobación de la ley del octágono para los alimentos.
Para suerte del gobierno, en la vereda
del frente, las cosas no están mejor. El fujimorismo, que se recuperaba de las
heridas que le ocasionaron los Avengers,
se vio nuevamente golpeado por su comportamiento y por su propio ADN. A la
imagen impresentable del «héroe» Mamani, quien impuso su retiro de la lista de
congresistas investigados por los audios que terminaron con PPK, se sumó la
detención de un importante narcotraficante que fuera socio del congresista
Vergara, manteniendo viva la sombra de la droga que atraviesa la historia del
partido naranja. Simultáneamente, el blindaje a la congresista Ponce en la
Comisión de Ética, los convierte en actores principales de una película bizarra
que los afecta en primer lugar a ellos, pero que contribuye a mellar aún más al
Congreso de la República, que no llega a los dos dígitos de aprobación. Según una encuesta reciente, 7% y la percepción de los encuestados que cree que los parlamentarios se mueven por sus propios intereses (94.2%).
Para completar la película de la escena
oficial, el Ministerio Público, el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional,
ventilan sus disputas internas que tienen como telón de fondo el caso Lava Jato
y las decisiones colaterales. Varios de sus miembros devienen en vedettes
mediáticas y tratan de convencer a la gente de sus argumentos «legales» y de su
vocación anticorrupción, para esconder las peleas por el poder de estas
instituciones, que son las que tienen entre sus manos la capacidad más cercana
de avanzar, distraer o cerrar las investigaciones que preocupan a buena parte
de nuestra clase política, pero también del mundo empresarial.
Mientras tanto, la economía y la
reconstrucción siguen paradas, los hospitales públicos colapsados, la educación
en el limbo, y la gente –por el momento– mirando y con la expectativa de que la
nueva gestión no sea peor que la anterior, pero arrastrando los malestares y
malhumores de su vida cotidiana. El diálogo político que anuncia el gobierno
apunta a resolver su «desafío» de corto plazo: el voto de confianza para un Gabinete
que no deja satisfechos ni a tirios ni a troyanos. Siendo un reflejo elemental,
lo que es cierto es que usan el escaso capital que tienen: están donde están,
en última instancia, por la decisión mayoritaria del Congreso, lo que les
confiere hasta ese momento, alguna capacidad de «negociación».
Así las cosas, en el largo plazo –salvo que ocurran
imprevistos de esos que caracterizan a nuestro país– seguiremos moviéndonos en
una crisis que parece caminar en el mediano plazo al «derrumbe»; porque los
actores mayoritarios están preocupados, en primer lugar, por su propia
salvación, pero también porque el descrédito de la política y de los políticos
puede ser irreversible. Entre la corrupción que se evidencia sin control y la
guerra de bandas –unas más grandes y fuertes y otras pequeñas, pero con
capacidad de incidencia en un escenario precario– por ver cómo se controla y a
quiénes se liquida, el deterioro del régimen político seguramente continuará.
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