Las encuestas recientes, que empiezan a multiplicarse como parte del modo “elecciones” que los políticos de la escena oficial y los medios empiezan a imponer, no traen mayores novedades sobre la aprobación de la señora Boluarte y el Congreso de la República. Reducida en ambos casos a prácticamente un error estadístico, su desaprobación alimenta el descrédito de la democracia en el país, que nos ubica entre los países con mayor desconfianza en ella en los distintos estudios regionales como el Latinobarómetro y el Barómetro de las Américas. La reciente medición del Instituto de Estudios Peruanos, muestra que un 37% declara no confiar para nada en las elecciones, sobre todo en las zonas rurales, entre los más pobres y en el norte, sur y oriente del país, frente al 8% que afirma confiar mucho en ellas, mayoritariamente en Lima y en los estratos altos. Usando una escala de confianza en elecciones que va de 1 a 7, dicha encuesta establece tres categorías de confianza –baja, intermedia y alta–, mostrando que 49% manifiesta escasa confianza en estos procesos
No obstante, éstos y otros datos en la
misma dirección, la coalición autoritaria en el gobierno, Congreso y Ejecutivo,
cada uno a su manera y en función a sus propios intereses, organizan sus acciones
para hacer de las elecciones próximas el centro de sus decisiones y
orientaciones, convencidos de que por esa vía tranquilizarán las aguas de los
malestares permanentes que generan, terminarán de construir en muchos casos los
blindajes legales que requieren para su impunidad y garantizarán su
reproducción futura.
La mandataria, combina su enfrentamiento
virulento con la Fiscal de la Nación que le ha presentado cinco denuncias
constitucionales, con la multiplicación de sus innumerables mentiras –desde los
Rolex y las cirugías hasta la supuesta invitación a Estados Unidos que le
habría hecho el vicepresidente de ese país en su encuentro en El Vaticano–, con
el apuro por aumentarse el sueldo, haciendo creer que no tiene vínculo con la
descabellada iniciativa, así como con el estilo malcriado que dejó al
presidente colombiano con la mano estirada en Quito, y el tormento al que
somete a los escolares en sus inauguraciones con sus agresiones a los medios de
comunicación y las agencias encuestadoras. Todo ello, acompañado de su
subordinación y su negociación permanente con el Congreso de la República, en
un escenario, según evidencia la encuesta del IEP, en el que 62% y 58% indican
que las grandes empresas y el Congreso influyen mucho en el gobierno, mientras 37%
identifica a Keiko Fujimori como la figura con mayor influencia en el gobierno,
seguida por Cerrón y César Acuña.
El Congreso, por su lado, interesado en
asegurar su control de las instituciones electorales y del conjunto del futuro
proceso, elimina a sus competidores, busca reducir a sus críticos y garantizar
todas las condiciones que les aseguren su futuro en la próxima representación, sin dudar en traspasar toda barrera que
se los impida, como lo
evidencian cotidianamente con sus decisiones. Claros en su poder político sobre
Boluarte, hacen crecientemente del manejo populista de la economía, un arma
adicional en la búsqueda de “simpatías” que esperan se traduzcan en votos
futuros en sus pretensiones reeleccionistas.
Así, sin ningún estudio ni sustento
técnico aprobaron un proyecto de ley que busca cambiar la composición del Impuesto
General a las Ventas
desde el 2026. La norma aprobada en el Congreso mantiene la tasa en 18% pero
reduce a 14% la participación del gobierno nacional e incrementa al 4% la del
Impuesto de Promoción Municipal que hace parte de aquél. 10 000 millones de
soles menos para los gastos e inversiones del nivel central. La medida no
significa necesariamente que el gobierno nacional disminuye las transferencias
a los gobiernos locales por ese monto, lo que representa un riesgo fiscal
significativo si eso no ocurre y el gasto aumenta. Máxime cuando el Ejecutivo
de Boluarte comparte el mismo ánimo populista y buscando el apoyo de los
gobiernos locales a su interés de supervivencia hasta el 2026, anuncia desde el
Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) un incremento en la regla del déficit
fiscal como parte del crecimiento del gasto, lo que, sumado a la incapacidad de
generar ingresos sostenibles, está llevando paulatinamente a un mayor
endeudamiento público.
En este estado de cosas, con una opinión
pública desconfiada de las elecciones, con 71% de peruanas y peruanos que creen
que es probable que la campaña electoral resulte financiada por la minería
ilegal, con 82% convencida que el poder de aquella
ha influido en el Congreso y en las autoridades regionales, en un país en el que según el último informe del Latinobarómetro, apenas
10% se decía satisfecho con la democracia, es evidente que el divorcio entre la
percepción ciudadana y el accionar de la mandataria y los representantes, de
los políticos de manera más general, está claramente presente.
Las
futuras elecciones, que a todas luces no serán competitivas, enfrentan
problemas más de fondo que la eventual participación de 43 listas, lo que
ciertamente es un problema grave. La aceptación en el escenario electoral, que
muestran figuras como Martín Vizcarra, Pedro Castillo o Antauro Humala, más
allá de si pueden o no ser candidatos a alguna forma de representación o no,
son un mensaje claro para una
clase política que sigue mirándose el ombligo.