Son varios los certificados de defunción
que ha fedateado la crisis venezolana. Uno de ellos, por supuesto, es el de la
otrora importante diplomacia peruana, aun cuando a nadie parece importarle esta
situación. También, el de una izquierda política anquilosada, maniatada por la
perpetua fantasía de “lo popular”. Luego, sin duda, el del sistema hemisférico
-OEA-, incapaz no solo de actuar, lo que no hace desde hace décadas, sino
incluso de ponerse de acuerdo en cuestiones tan significativas como lo que
acontece en Venezuela, por disensos mínimos.
De otra parte, Venezuela también revela
la historia inevitable no sólo de ese país sino de gran parte de América
Latina. Para el caso, lo adjetivo es que el régimen de Maduro se denomine
socialista, cuando lo fundamental es que haya perpetrado un inmenso desastre,
muy parecido a los acontecidos en otros lugares de la región, sin importar el
sello ideológico con los que se identificaban.
Detrás de la agitación social, radica un
colapso económico prolongado: "Venezuela ha experimentado una
recesión sin precedentes para un país latinoamericano o globalmente para un
país sin guerra. La contracción económica entre 2014 y 2021 superó el
70%".
Aun cuando haya amenguado la hiperinflación
que sufrió entre 2018 y finales de 2019, es prematuro afirmar que se han
restablecido las pérdidas acumuladas en la última década. El Producto Interno
Bruto está
recuperándose lentamente, con un valor estimado de 102,300 millones de dólares
estadounidenses en 2024, pero sigue siendo una fracción de los niveles
anteriores a la crisis. Aun así, la deuda pública nacional pudo haber alcanzado
entre 120-200 mil millones de dólares en 2023, agravando la más que precaria
situación económica. De igual manera, aunque la tasa de desempleo se encuentra relativamente baja,
5,5%, esta cifra no refleja plenamente el subempleo y el trabajo informal que
enfrentan actualmente muchos venezolanos.
De otro lado, si bien la inflación
venezolana ya no es la más alta de América Latina -Argentina supera el 200%
anual- se mantenía por encima del 50% en junio de 2024, afectando directamente
el nivel de vida de los venezolanos. El salario mínimo ha permanecido congelado en 130
bolívares desde marzo de 2022, con un valor actual de aproximadamente 3.50
dólares. Si bien en mayo el presidente Maduro anunció un aumento en los bonos
estatales para el sector público, que incluyen el salario mínimo, un bono de
alimentación de 40 dólares y un "Bono de Guerra Económica" que
aumentará de 60 a 90 dólares; los resultados de esta situación son, entre
otros, más del 80% de la población viviendo en pobreza y
53% enfrentando la pobreza extrema.
Pero, no son solamente las presiones
económicas. Junto a ellas, destacan los desafíos políticos y sociales
alimentados por la terca continuidad de un entramado de relaciones entre el
Estado y la sociedad venezolana, que Fernando Coronil ha denominado el “Estado
mágico” o, en otras palabras, la constitución del petro-Estado. Como señala
Edgardo Lander, con la revolución bolivariana, Venezuela se volvió “más rentista que nunca”.
De manera certera, Lander afirma que en
lugar de existir un partido revolucionario que controle al Estado, desde el
petro-Estado se creó, financió y dirigió al partido, siguiendo el patrón
clásico de un Estado nacional, que se arroga la representación de la nación,
del pueblo y del bien común; y, en esa lógica, es el lugar donde necesariamente
debieran concentrarse todas las iniciativas y las principales decisiones.
Como podrá suponerse, esto niega
tajantemente cualquier aspiración democrática, en tanto descarta, niega,
mutila, la única forma en la cual es posible asentarla: amplios, variados y
múltiples procesos de experimentación social autónomos, que surjan de la
diversidad de las prácticas, de las memorias y los proyectos de los diferentes
pueblos, sectores sociales, regiones y culturas del país.
De esta manera, desde la
izquierda no son cuestiones de cálculo -político o pecuniario- lo que debería
estar en juego. Son principios. Por eso la enorme importancia de la posición
del presidente
chileno Gabriel Boric, antes incluso de
desencadenarse la actual crisis venezolana. El 10 de marzo, refirió claramente
que en la
izquierda en general, y en América Latina en particular, “ha habido una
tendencia a no hacerse cargo de los errores propios”, tipificando como tal la
defensa de ciertos regímenes, “porque se entienden como parte de la misma
familia”.
Boric fue muy claro y tajante en esto: “No miro el color político
de una persona que viole los derechos humanos o restrinja libertades que son
esenciales”. Por supuesto, estaba plenamente consciente de las críticas que eso
provocaría, pero, consideraba que políticamente era un error cerrar los ojos a
las gravísimas violaciones de derechos que hacen los regímenes que se denominan
de izquierda, creyendo ingenuamente que esto es propio sólo de la derecha que
está al frente: “la gente no es tonta y esas confusiones o desviaciones le
hacen mal a la política”.
desco Opina / 9 de agosto de
2024
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