Vivimos hoy una situación muy compleja, entre la disparatada actuación de la clase política y cierta resignación de la mayoría ciudadana, enfrentando los resultados del juego del mal menor que nos llevó a decidir entre la organización para delinquir encabezada por la hija del dictador y el «invitado» sindicalista de una organización marxista acartonada, administrada por intereses de la peor laya.
Pero el Perú bicentenario hace tiempo está en crisis. Momentos de desorientación similares a éste los encontramos en el período final del segundo gobierno del presidente Belaúnde o en la hiperinflación aprista del primer Alan García, que abrió las puertas a la autocracia de Fujimori y a lo que siguió. La debilidad institucional y la ausencia de objetivos nacionales parece continuar pese a los distintos signos ideológicos de los gobiernos y al cambio de caras del elenco político, cada vez más corrupto e inepto.
De un lado tenemos la inoperancia del Ejecutivo, concentrado a toda costa en la sobrevivencia del mandato presidencial, sin rumbo en lo político y sin un programa de reformas, lo que se refleja en las malas y pésimas decisiones en la formación de sucesivos gabinetes ministeriales. Del otro lado, está el actual Congreso Nacional, sin iniciativas más allá del cálculo político que amalgama principalmente, a sectores de derecha y ultraderecha sin idea de país, cuyo objetivo se reduce a retrasar las urgencias de cambio que nuestra sociedad requiere.
En este conflicto entre poderes la democracia es un espejismo, pues ni el Presidente honra el encargo recibido en las urnas, ni los legisladores cumplen su función de fiscalizarlo, dado que lo que buscan en realidad, es el mejor disfraz para el golpe de Estado que están deseando desde que se conocieron los resultados de la segunda vuelta electoral hace casi nueve meses.
Un conflicto de este tipo no se resuelve de un día para otro. Los mecanismos institucionales ahora rebasados son inocultables hasta para la prensa concertada que defiende un statu quo insostenible en el mediano plazo. Nuevas reglas de juego compartidas ahora parecen imposibles. La salida de Castillo por la vía de un golpe blando o la convocatoria a nuevas elecciones de ningún modo garantiza la superación de esta crisis del régimen democrático peruano, ni la superación de los extremos de informalidad, corrupción e incompetencia que nos debilitan como sociedad y nos llevan a una creciente anomia.
La decepción con el gobierno de Castillo es latente, la conflictividad social irá en ascenso y las elecciones municipales y regionales programadas para este año serán la reiteración de que nuestra democracia está corroída por intereses de muy corto plazo y alcance, cuando no directamente tomada por poderes delictivos. ¿Cabe alguna duda al respecto?
Nuestra tarea principal en estas circunstancias es contribuir a la enorme responsabilidad de forjar una toma de conciencia ciudadana sobre el momento histórico crítico que vive el país y la necesidad de iniciar su lenta reconstrucción política. Las fuerzas sociales que se expresaron en las urnas en 2021 y que han sido ahora postergadas por la incompetencia del presidente Castillo deben ser las protagonistas.
desco Opina / 11 de febrero de 2022
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