En ese contexto, los primeros resultados de las elecciones presidenciales del once de abril no dejaron espacio para la duda. El ausentismo fue muy alto (28.30%), además de la cantidad de votos blancos y nulos (17.5%), cuya suma expresaba la insatisfacción de más del 45% del padrón electoral. De esta manera, ninguno de los candidatos alcanzó el porcentaje mínimo y debía darse una segunda vuelta, entre Pedro Castillo, quien obtuvo 19% de los votos, y Keiko Fujimori, con el 13%. Es decir, los dos candidatos que iban a disputar la Presidencia de la República en una segunda vuelta tenían entre ambos un poco más del 30% de los votos válidos.
Hemos llegado así a la última semana de ambas campañas, signada por una probable tendencia al aumento del voto fujimorista, lo que diferenciaría el escenario actual de los vistos en el 2011 y 2015, cuando Keiko Fujimori pierde en el último tramo por grandes errores de último momento. Aun así, nada está definido ni mucho menos, porque queda pendiente la inclinación que tendrá el elemento decisivo de ésta y anteriores campañas, que señalará finalmente al elegido o elegida: el antivoto.
En efecto, las elecciones peruanas, contra lo que dicta la teoría más elemental de la democracia electoral, no son ejercicios periódicos para elegir nuevas autoridades e investirlas así de legitimidad. Los peruanos votamos en contra del que no queremos que sea elegido. Dicho en otras palabras, no votamos con quien nos identificamos y queremos que nos represente, sino contra quien definimos como el «enemigo».
Este factor, como se comprenderá, tan subjetivo y personal salvo que seamos personas muy convencidas de nuestro antivoto, no se expresará sino en el momento mismo de la votación. En ese sentido, también podríamos asignar esta característica, de manera más radical, al voto blanco y viciado: ninguno de los candidatos debe gobernar, porque ninguno me representa.
En medio de estas groseras precariedades institucionales, no debe llamarnos la atención el que se busque centrar la primacía del miedo como componente escénico del momento electoral, con más acento que en la primera vuelta, aunque, obviamente, ningún candidato buscará ser señalado como un provocador, aunque sus operadores políticos y mediáticos buscarán instalarlo a como dé lugar.
El miedo, mejor dicho, el «miedo político», tal como lo conceptualiza Judith Schklar (“El liberalismo del miedo”), es el que provoca fundamentalmente el Estado, en tanto tiene todos los mecanismos para aterrorizar a la población mediante la crueldad (cuya comprensión la extrae de Montaigne). Aquella es una ofensa contra la humanidad, es infringir daño físico o psicológico a personas con menos poder. En esa línea, lo liberal es el rechazo de la crueldad y de lo que se trata no es de buscar el mejor bien, sino de eliminar el mal, de controlar los daños. En suma, para Schklar, el liberalismo es una receta para la sobrevivencia.
Por eso los miedos, precisamente con los que periódicamente intentamos teñir elecciones y otros momentos complicados, dañan ostensiblemente la convivencia democrática porque se alimentan con la arbitrariedad, actos extrajurídicos, el fanatismo, la conformidad con ciertas creencias, la falta de orden provocada por negligencia de las autoridades y demás. De esta manera, vivir con miedo es injusto y se encadena con la frustración y la ira.
Si bien las normas constitucionales deben garantizar a cada miembro de la sociedad la capacidad de participar irrestrictamente en la autoadministración política ejerciendo su derecho al voto, así también el Estado elegido democráticamente debe encargarse de que nadie tenga que temer la pérdida de su puesto de trabajo, ni de su independencia económica, porque verse libre de este miedo es parte constitutiva de aquel derecho original.
Entre nosotros, no generamos institucionalidad para disminuir nuestras ansiedades en tanto nos sentimos más protegidos. Por el contrario, nuestros miedos han sido actualizados una y otra vez durante las últimas cuatro décadas, y alguna razón debe existir para que aún surta efecto. Son miedos que no se movilizan para garantizar el ejercicio de derechos, sino para que aceptemos restringirlos en grado máximo, en beneficio de una supuesta situación generada por un «enemigo» que busca exterminarnos.
Es la finalidad del «terruqueo», cuyo acto estelar en la última semana ha sido traducir un trágico y confuso hecho ocurrido en el VRAEM, donde fallecieron dieciséis personas, sin ningún indicio probatorio ni mucho menos, en un relato inverosímil sobre comunistas asesinos. Como vemos, estamos en una democracia, la misma que se apresta a elegir presidente de la República, en un final que sólo provoca lamentos e indignación.
desco Opina / 3 de junio de 2021
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