El enfrentamiento entre el Ejecutivo y
el Legislativo, que se instaló el 28 de julio del 2016, finalmente terminó con
el triunfo del primero, evidenciando una vez más que en nuestro país parece
casi imposible la convivencia entre un gobierno y una mayoría congresal
opositora, más aún si ésta tiene el mal talante y las maneras achoradas que
exhibió el fujiaprismo desde el instante mismo de su instalación. No obstante,
sus grandes debilidades y su permanente vacilación, el gobierno del Presidente
Vizcarra resultó claro vencedor: el Congreso fue disuelto, la pretendida
recomposición del Tribunal Constitucional parece postergada y la elección del
nuevo Parlamento está ya convocada y en curso para enero del próximo año. Más
allá del debate sobre la constitucionalidad o no de la decisión y de la
eventual contienda competencial sobre la misma, el resultado es indiscutible,
pero no es necesariamente definitivo.
Cuando el
mandatario parecía derrotado en su intención de lograr el adelanto de las
elecciones generales del 2020, por la renovada coalición que se instaló en el
Congreso con la directiva presidida por Pedro Olaechea, la soberbia y la torpeza de la misma, la llevaron al suicidio. Liderada
por el sector más oscuro y conservador del fujimorismo, acicateada por el
sorprendente descontrol y la bravuconería de Mauricio Mulder, la variopinta y
coyuntural alianza encontró un verdadero hacendado de los antiguos y se convenció
de la incapacidad de enfrentarlos de Vizcarra y del gabinete Del Solar.
Su afán por «tomar»
el control del Tribunal Constitucional donde se jugaban en el corto plazo
distintos intereses privados –la libertad de Keiko Fujimori, la resolución de
distintos juicios tributarios de grandes empresas y la eventual revisión del
cálculo del valor de los bonos de la reforma agraria– abrió la puerta a una
nueva iniciativa presidencial, planteando cuestión de confianza sobre la
elección de los miembros de dicha institución. Como otras veces, se trató del
plan B presidencial, vale decir la respuesta desesperada en una coyuntura a la que llega por sus
propias dudas y temores.
La desesperación se apoderó de la
mayoría congresal en ese momento. El espectáculo de su suicidio fue seguido en
vivo y en directo por la opinión pública a través de los medios de comunicación
y cuando el Presidente anunció la disolución, la calle que se aprestaba a
movilizarse, más espontánea que organizadamente, terminó siendo decisiva cuando
la crisis parecía escalar y la vicepresidenta Aráoz era juramentada como
Presidenta en una pantomima de alas cortas y limitadísima duración. Con el paso
de las horas y los días, el fin de la coalición se hizo evidente. Alianza para
el Progreso y Acción Popular tomaron distancia e iniciaron sus preparativos y
disputas internas para participar en las elecciones de enero, Jorge del
Castillo anunció que el APRA tenía que participar y hasta del propio
fujimorismo aparecen voces que hacen un llamado a la realidad y buscan
desmarcarse del mundo paralelo en el que otros insisten en permanecer. El
fracaso de la movilización que buscaron convocar, terminó de convencerlos.
La designación del nuevo Gabinete fue
parte del fin de este capítulo. Más de lo mismo. Pocos políticos como el
Premier y la ratificada Ministra de la Mujer, varias figuras del entorno
presidencial (Edmer Trujillo, Juan Carlos Liu, María Antonieta Alva), distintos
tecnócratas de segunda fila y otros leales «probados» (Fabiola Muñoz, Flor Pablo,
Zulema Tomás), más allá de su capacidad y su efectividad. El baile que empieza
para el Ejecutivo será distinto. Ahora tiene que gobernar y demostrar una
capacidad de gestión que no parece ser muy alta; deberá responder a algunas de
las distintas y fragmentadas demandas de la sociedad, pero también tendrá que
enfrentar las presiones de los empresarios que exigen en el corto plazo una
decisión favorable en el caso Tía María, el avance de la ley de competitividad
y las ventajas tributarias. Aunque no depende directa y únicamente del Gobierno,
deberá lidiar con la marcha de la lucha contra la corrupción en los casos Lava
Jato y Cuellos Blancos y hacer ante los distintos intentos de «control de daños»
que se multiplican y están en curso.
Pero, además, deberá hacerlo asumiendo
que en muchas de las instituciones del país –Tribunal Constitucional,
Ministerio Público, Poder Judicial, entre otras–, la presencia y capacidad de
acción del fujiaprismo, es significativa. Como lo es también la resistencia y
la desconfianza que genera la disolución del Congreso entre la mayoría de los
medios de comunicación y muchos analistas, que ahora sí, como lo hicieron tarde
los ya disueltos, reclaman un adelanto de las elecciones generales al 2020. En ese escenario, transferir su
responsabilidad, como lo han hecho con las normas para las elecciones de enero
del 2020 que han dejado en manos del JNE, no es la mejor señal.
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