El Congreso, por
enésima vez, vuelve a evidenciar que no tiene mucho sentido para los fines
democráticos del país, al aprobar la denominada ley mordaza o ley Mulder. Más
allá de no proyectarse resultado alguno con lo previsto en dicha norma, lo
realmente asombroso es una exposición de motivos que por mucho esfuerzo que se
haga, no se terminó de entender.
En efecto, apeló por
alguna extraña razón a la transparencia, como una de las razones de la supuesta
pertinencia del proyecto de ley en cuestión, afirmando que “el accionar del Estado supone esencialmente comunicar a los ciudadanos las acciones que toma en su nombre y dar a conocer los detalles del comportamiento y desempeño de los funcionarios públicos”.
A continuación,
refuerza esta «idea» con lo establecido en una de las partes centrales de la
Ley de transparencia y acceso a la información, que refiere a la obligación de
las dependencias públicas de generar y alimentar un portal web, donde debe
colocarse toda la información que indica la norma.
Luego, viene el salto
mortal y el argumento sale de cualquier alineamiento con marco legal alguno,
dando lugar a la simple matonería procesal. Sin inmutarse, obvió cualquier
referencia a la Ley 28874, del 2006, decidiendo que por racionalización de los
gastos –¿y la transparencia que definía el problema a resolver?– la publicidad
de los actos de las dependencias públicas debía limitarse.
Seguramente, los
especialistas ponderarán si esta ley afecta el principio de publicidad de los
actos del Estado, si restringe la transparencia o, como afirmó el Defensor del Pueblo, acota el acceso a la información por parte de los ciudadanos.
Entonces, si entendemos
bien, la ley está obligando a las entidades públicas a publicar su información
en una página web, es decir, lo que hace más de quince años establece la ley de
transparencia, además de difundir trámites, fomentar valores y promover actos
positivos, apelando al hecho de que los medios privados tienen «tarifas
comerciales» muchas veces muy costosos para las posibilidades de las arcas
públicas todo lo cual, viéndolo desde una óptica positiva, resulta reiterativo
e innecesario.
Al parecer, bastaba
refinar lo que ya se había establecido en la Ley 28874 –con una evaluación
previa de lo actuado en torno a dicha norma– si lo que se deseaba era ordenar
el rubro de la publicidad de los actos públicos. Pero, una vez más, cundió el
complejo de Adán y, como consecuencia, el Congreso vuelve a morderse la cola.
Ahora bien, afirmar que
dicha norma era innecesaria no significa la inexistencia de problemas graves en
esa dirección y muchos de ellos, incluso, están relacionados con los intereses
de los que ahora se sienten atacados, sugiriendo incluso que empezamos a
parecernos a la Venezuela de Maduro, al ponerse en peligro la vigencia de derechos.
La dificultad es que,
en efecto, estamos en una situación donde tirios y troyanos se han enfrascado
en una tensión teniendo algunos derechos fundamentales –libertad de expresión,
información, transparencia– como justificaciones de uno y otro lado. Sin
embargo, también hay un amplísimo campo de derechos que debieran discutir los
protagonistas de esta situación que, desconcertantemente, callan y conceden
mutuamente.
Una primera cuestión
que ni los gremios de propietarios de medios de comunicación, ni la Sociedad
Interamericana de Prensa (SIP) ponen en cuestión es la inmensa concentración de la propiedad de los medios de comunicación existente en el país, uno de los principales obstáculos para una debida libertad de expresión e información. Peor aún, con preocupación vemos que los afectados directamente con esto y que en su momento lideraron la protesta, ahora no manifiestan su voz al respecto.
Una segunda cuestión es
la brecha cada vez más grande que existe entre los intereses de las empresas de
comunicación y la libertad de expresión e información. En efecto, los medios de
comunicación peruanos no son parte del espacio público –lo que los debiera
caracterizar por antonomasia– sino ámbitos estrictamente privados que obedecen
a los criterios de sus propietarios que les permite, entre otras situaciones,
despedir periodistas cuando sus ideas se contraponen a los intereses
mercantiles de la empresa empleadora.
Por último, una tercera
cuestión, sintomáticamente puesta de lado por la ley Mulder, es la evidente
relación entre colocación de publicidad estatal y canje tributario. A estas
alturas, para nadie es un secreto que la publicidad estatal es para las
empresas de comunicaciones algo parecido a la modalidad de «obras por impuestos»
que, en buena forma, fundamenta su rentabilidad.
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