Una preocupación de estas épocas es hacia dónde dirigir
la mirada. Miramos hacia afuera, a la victoria de Trump en los Estados Unidos, y
miramos, desde Lima, hacia adentro, a la tragedia que, acicateada por la
indiferencia y mala fe del Municipio de Lima, consumió en el fuego buena parte
de las viviendas de los vecinos –limeños por elección y derecho– de Cantagallo.
Otra mirada hacia lo que muchos siguen llamando ‘el interior del país’, nos
muestra que se multiplican los conflictos sociales y el gobierno central parece estar un tanto desubicado.
Lo paradójico es que muchos analistas y no analistas se
vuelcan ahora a tratar de comprender la victoria del que alguno ha llamado ‘el matón de la Casa Blanca’, mientras que para la mirada sobre la
realidad en nuestro propio país no hay deseo de comprensión sino más bien
descalificaciones y explicaciones simplistas, sino ramplonas. En esa concepción
del mundo, por ejemplo, los conflictos son obra de agentes infiltrados buscando
la desestabilización. Menuda forma de no pensar en nada. Decimos que es
paradójico porque es común que ocurra lo contrario: lo propio se entiende como
muy complejo y matizado y lo lejano como sencillo. Una notoria presencia en el
debate norteamericano es el análisis de clase para entender lo que llevó a un
populista más bien vulgar a la Casa Blanca.
Salvando las distancias, lo más cercano al populismo ‘a
la Trump’ que tenemos en el panorama político peruano es, sin duda, el
fujimorismo, que actualmente parece inmerso en una carrera en la que corren
solos, ya sea dentro de su competencia para legislar o más allá de ella. A
este paso, cuando los norteamericanos se alisten para cambiar a su Presidente,
nosotros nos alistaremos para recibir a la hija de Alberto Fujimori. Ahora
mismo, la bancada naranja se encuentra abocada al negocio de capitalizar todo
error del gobierno de PPK, que desafortunadamente ofrece muchos flancos
débiles. Aprovechan también la desconfianza hace tiempo instalada en la
ciudadanía sobre los representantes políticos. El sentido común señala que
‘todos roban’ (y algunos hacen obra) y por tanto cualquier indicio de
corrupción es recibido como confirmación. Así ocurrió con su indignación
teatral en el caso de Carlos Moreno. En el caso de Jaililie la indignación se les acabó, por cierto,
evidenciando una doble moral a prueba de balas. Por otro lado, el caso Jaililie
refleja que el gobierno se dispara al pie casi sin provocación, pero al mismo
tiempo representa la oportunidad para que la bancada del Frente Amplio haga una
oposición sustantiva y recuerde, de paso, la corrupción del gobierno
fujimorista.
Por lo demás, hay que recordar las concesiones que el
gobierno ha hecho al fujimorismo, la primera de las cuales fue satanizar al
gobierno de Humala, que, en toda su mediocridad, no puede compararse al
latrocinio de Fujimori y Montesinos. Por momentos pareciera que retrocedemos a
la ortodoxia neoliberal más llana en el Estado y nos encontramos con que el
Ministro de Economía y el inefable congresista fujimorista Héctor Becerril aparecen
alineados en su lucha contra el gasto corriente. Como si el gobierno anterior
hubiera incrementado el gasto para favorecer a sus partidarios (¿cuáles
partidarios?). Esto no es un hecho anecdótico. El fujimorismo sabe que puede
achacarle el descontento de la gente al gobierno, ponerse de lado cuando le
resulte conveniente, y pasar a la
ofensiva apenas vea la oportunidad. Sus crímenes e iniquidades están muy atrás
como para que sean algo que afecte la marcha actual del aparato estatal.
Mientras tanto, la cabeza (in)visible del fujimorismo reapareció un tanto destemplada
en la inauguración de un nuevo local partidario con dislates sobre la
depresión. Tras tanto tiempo de silencio parecería que la eterna candidata reflexiona
con cuidado sobre sus palabras, pero no es así. No es poca cosa que la
principal líder de la oposición aparezca como si siguiera en campaña, sin ideas
y sin una lectura fina de la coyuntura política, limitándose a señalar cosas
como que a los cien días «la inseguridad sigue siendo dueña de las calles».
Lamentablemente, sus áulicos justifican y perdonan todo; al parecer la
corrupción y el crimen pasado tienen excusa, pero no el desgobierno actual.
Por tanto, es momento de que, desde la izquierda, se
procure recobrar el espacio de una oposición mucho más constructiva que el
fujimorismo y que eso sea notorio para el ciudadano. Es más difícil decirlo que
hacerlo, por supuesto, pero actuar como perdonavidas de un gobierno
desorientado no ayuda. Volviendo al ejemplo de Trump, un comentarista señala adecuadamente que representa el populismo anti globalizador. ¿Acaso eso lo emparenta con las agendas que desde la
izquierda critican los aspectos más deshumanizantes de la economía global? En
absoluto. La izquierda local debe acordar con el gobierno los cambios a favor
de reducir las brechas de exclusión, a favor de las causas progresistas y
apoyarlo cuando tiene iniciativas democráticas. Pero tener en frente al establishment fujimorista, con su
conocido libreto de demonizaciones y cuchillería, no debería llevar a que tenga
el instinto de proteger al gobierno. La mejor manera de oponerse al fujimorismo
es oponerse con mejores argumentos que los fujimoristas (cosa no tan difícil) a
un gobierno que no piensa en las mayorías sino en la racionalidad que los
llevará al siguiente negocio, como parece que ocurrirá también en los Estados
Unidos.
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