Apenas estrenado en el
cargo el presidente PPK formuló «siete mandamientos» para sus Ministros, el
primero de los cuales llamaba a «ser incorruptible». No imaginó que el primero
en «pecar» sería uno de sus asesores de confianza, Carlos Moreno. El audio filtrado a la prensa, en el que se oye a Moreno describir entusiastamente el «negociazo» de derivar pacientes del sistema público a clínicas privadas no es
solo un escándalo de lobby y tráfico de influencias. Es una muestra del lugar
que ocupan en el Perú los derechos y necesidades de las mayorías.
La provisión de salud,
educación o seguridad –por citar solo tres de las principales demandas
populares– es hoy por hoy el campo en el que convergen varios de los males
sociales que aquejan al Estado y los servicios que éste debe asegurar. Aún con la alta concentración de riqueza en unos pocos, el crecimiento económico de la
última década debió tomarse como la base para construir un país con otros
estándares de desarrollo y calidad de vida para todos. Por el contrario, nos ha
hecho una sociedad con «emprendedores» como Moreno, que ven por doquier
oportunidades de «negocio», aunque se trate de la vida y salud de los que menos
tienen.
Por las permanentes denuncias de las organizaciones sociales de salud y por algunos pocos
médicos honestos, sabemos que desde hace muchos años los mecanismos para
complementar servicios públicos con recursos privados funcionan de modo
corrupto y lesivo a los intereses públicos. Pero la divulgación de las
conversaciones «empresariales» del exasesor Moreno, muestran que este
funcionamiento alcanza el más alto nivel y cuenta son la connivencia sistémica
de los responsables de los programas y centros de salud –allí están las
menciones a médicos y funcionarios–, quienes comulgan en el tráfico de
pacientes y la fijación irregular de tarifas de exámenes clínicos por los que
las familias peruanas madrugan en las puertas de los hospitales.
Si bien los reflejos del Ejecutivo no han tardado y el Presidente ha resultado aislado –pero
no ileso– de la crisis, lo cierto es que la salida al problema sobrepasa
cualquier «control de daños». Incluso la idea de una «reforma profunda» de la
salud no escapa de la mirada sectorial con la que nos hemos habituado a
responder ante cualquier problema de administración estatal, por no decir a
cualquier asunto de interés nacional.
Preocupaciones cotidianas
de millones de peruanos y peruanas como son la degradación de la atención
pública, el encarecimiento de los servicios privados sin mejoras sustanciales
de calidad, o la absoluta incertidumbre sobre si se podrá alcanzar un bienestar
mínimamente razonable en el ciclo de vida, se encuentran hoy postergadas por la aplastante ilusión consumista. Esto se cumple tanto para las necesidades de
salud como para las de educación.
El sistema de salud peruano
lo padecen día a día quienes intentan aliviarse o aliviar a uno de los suyos de
una enfermedad. No es ninguna sorpresa. Pero recién recibe toda la atención de
los medios y los analistas cuando sus defectos alcanzan al Poder. Porque la
agenda pública se define más desde los intereses creados sobre el aparato
público y los grandes grupos económico-mediáticos, y menos desde las demandas y
la organización de la política desde los territorios, las regiones, las
ciudades y las zonas rurales. En un país tan desigual como el nuestro esas demandas debieran integrarse en políticas
que expresen la voluntad de disminuir la inequidad, la exclusión y la
injusticia social. Pero a cambio, aparecen únicamente como «crisis» repentinas
y tienden a ser tratadas de manera asistencialista o populista, como casos que
merecen atención por emergencia, por solidaridad, o pura precariedad. Esta es
nuestra más grave enfermedad.
desco Opina / 14 de octubre de 2016
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