Fernando Belaunde, recordemos, fue el campeón olímpico del gesto. Como nadie, optimizó el uso de este capital político, desde «el manguerazo» de 1955, pasando por «las barricadas» de 1962, el «falso Paquisha» de 1981 o su dramática presencia en Vilcashuamán, en 1982. En suma, su conducta condensaba su programa y lo hacía verosímil porque manifestaba la voluntad personal: comunicar su decisión de enfrentar a Odría, aun cuando el «rochabús» fue suficiente para dispersar a los jóvenes universitarios que había movilizado; decirle a la población que no estaba dispuesto a aceptar los resultados de las elecciones de 1962, a sabiendas que tras los adoquines levantados de las calles de Arequipa no existía la suficiente indignación popular como para que este simple hecho sea visto como desestabilizador; enfatizarles a los ecuatorianos que no se iba a negociar lo que ya estaba zanjado en los tratados internacionales y, sobre todo, a los generales peruanos que ninguno de ellos vendría del frente de batalla con la suficiente fuerza política como para tentar el poder. De la misma forma, logró manifestar, mediante la palabra y el rostro, el desconcierto por no saber lo que sucedía y quiénes eran los subversivos, cuando en 1982 ya habían transcurrido más de dos años del inicio de la aventura senderista.
Al parecer, estas capacidades para decir y comunicar las fueron perdiendo nuestros políticos en el camino. Iniciada la campaña para la segunda vuelta electoral, los dos candidatos asumieron –con certeza– que su tarea fundamental era generar confianza ante un electorado que no votó por ellos e, incluso, que manifiesta una alta resistencia por ambos. En esta situación, el gesto es crucial.
Para el caso, una contrita Keiko Fujimori ahora pide perdón por los «excesos» cometidos durante el régimen que encabezó su padre, argumentando que la culpa de todo ello recae en Vladimiro Montesinos. Es posible su sinceridad pero ¿le podemos creer? Seguramente no, cuando dice lo que dice rodeada de los mismos rostros que acompañaron a su progenitor en el mayor de los latrocinios que se recuerde en nuestra historia republicana. Entonces, la palabra no es suficiente y así lo considera la ciudadanía cuando a través de las encuestas manifiestan que un eventual gobierno suyo sacaría de la cárcel a Alberto Fujimori, condenado por violaciones a los derechos humanos y corrupción.
En esta ruta hacia la credibilidad, pareciera además que Keiko Fujimori no sólo quiere operar un distanciamiento imposible con su historia, sino también, apropiarse del espacio que Humala consideraba exclusivo para sí hasta hace unos días solamente. Ha agregado a sus propuestas el impuesto a las sobre ganancias de las empresas mineras y pretende disfrazarse de admiradora de Lula, aunque ingenua como parece, asemejándolo a Uribe. Pero, si su deseo es aparecer audaz, ¿no era conveniente que, diera un paso más y afirme, por ejemplo, que revisaría el encuadre normativo que favorece ampliamente a las empresas mineras, obra de su padre que los gobiernos de Toledo y García renunciaron a reformar?
En suma, Keiko no es creíble –no puede serlo– aun cuando gran parte de los medios de comunicación hace esfuerzos inauditos para ayudarla en su transformación. Linda en lo patético observar las ansias que trasuntan cuando preguntan reiteradamente al candidato Ollanta Humala si no va a cerrar el Congreso o aspirará a la reelección, cuando son las preguntas obvias –por los antecedentes– que deben hacer a la otra candidata (pero no se las hacen).
En el caso de Humala, la situación es distinta. Viene relativamente limpio y aun cuando se busca interesadamente la reaparición del fantasma de Madre Mía, no tiene que dedicar su tiempo a explicar antecedentes que no existen. Sin embargo, sí debe salir al frente –con gestos– para sortear zancadillas y cantos de sirena. Su actitud debe mostrar claramente que es el ganador y, por lo mismo, es el que pone sobre la mesa las pautas políticamente negociables. También deberá exhibir capacidad de reacción rápida, más aun cuando el presidente García ya empezó a activar misiles dirigidos debajo de la línea de flotación de un eventual gobierno suyo.
En esa dirección, la nocturnidad empleada para contrabandear decisiones a favor de los cultivos transgénicos o el inopinado aumento del 20% a policías y soldados, son seguramente el inicio de una serie de «sorpresas» que el presidente García irá soltando hasta la culminación de su mandato, con el objetivo de acotarle los espacios a su sucesor y, a su vez, armar su propio ámbito de acción política con miras al 2016. El ataque exige contundencia en la respuesta, subrayando categóricamente cuáles son los límites de esta irresponsable estrategia.
desco Opina / 29 de abril de 2011Descargar aquí
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