lunes

Guerra sucia y desvaríos acusatorios

Las encuestas realizadas durante la segunda mitad del mes de febrero eran importantes. Tal como había evolucionado la intención de voto en los meses anteriores, se suponía, con mucha razón, que los resultados que mostrarían en esa ocasión permitirían mayor certeza respecto a la consolidación del candidato que aparece en el primar lugar de las preferencias, así como sopesar las posibilidades de alcanzarlo o, en el peor de los casos, llegar a la segunda vuelta de los que venían en las posiciones siguientes.
Todas las encuestas, mostraron de manera homogénea, más o menos lo previsto, aunque no dejó de sorprender que uno de los candidatos en cuestión –Luis Castañeda, de Solidaridad Nacional– evidenciara un declive importante en las preferencias electorales. ¿Las explicaciones, al respecto? Dicho candidato no atinó a decir nada, mostrándose tanto o más mudo de lo habitual. Pero, el malestar trascendía a Castañeda y si bien no era generalizado, había suficientes motivos para que a estas alturas, los que han empezado a sentirse cada vez más alejados del triunfo o al menos de un porcentaje interesante de votos, se sientan negativamente aludidos por estas cifras.
Situaciones semejantes en el pasado, terminaron colocando a las encuestadoras en el centro de las dudas. Como no podía ser de otra manera, en esta oportunidad ha sucedido lo mismo, es decir, que los disgustos ante el mensaje son achacados al mensajero.
Mirando las cosas desde el mejor lado, tal vez ingenuo, las encuestadoras –no todas ellas son empresas– seguramente hacen esfuerzos para ajustar sus criterios metodológicos para obtener cada vez mejores productos. Debería ser así, porque el capital más importante que poseen es su credibilidad: si lo pierden, deben decir adiós al negocio.
En ese sentido, cabe remarcar las distinciones que se establecen entre los resultados de una u otras. En otras palabras, para el ciudadano no tiene el mismo valor informativo una encuesta realizada, digamos, por el Instituto de Opinión Pública de la Universidad Católica, Ipsos Apoyo o Imasen y otra realizada por Idice. En esa línea y para empezar a despejar sospechas, sería interesante que, en una acción común, las encuestadoras realizaran una encuesta midiendo la credibilidad de cada una de ellas.
Entonces, en primer lugar, habría que preguntarse cómo es que se mantienen y obtienen tribuna esas encuestadoras que son a todas luces escasas de seriedad y pertinencia técnica. Tal vez, a esto podría responderse que sería finalmente el mercado el que termine por dilucidar quién es quién en estos ámbitos. Sin embargo, cuando lo que está en juego es algo tan sensible y subjetivo como la legitimidad, algo más debiera hacerse. Puede ser que estén fallando clamorosamente los mecanismos de autorregulación y esto debe subrayarse porque, como vemos, los defectos de unas tientan con facilidad a la generalización del desprestigio, sobre todo cuando estamos ante el registro de opinión política en tiempos electorales.
En segundo lugar, lo dicho no es una defensa de las encuestadoras, sino simplemente indicar algunos aspectos cruciales que deberían estar en el debate, para no terminar en un disparadero arrojando el agua sucia con el niño incluido. En suma, los problemas con y de las encuestadoras son de larga data, sin soluciones a la vista. Los primeros, pueden ser síntomas de la piconería de los que sienten que van a perder, pero también hay algo más que no se termina de aclarar. Los segundos, son cuestiones que tienen que asumir y resolver ellas mismas. En todo caso, es obvio que esto no puede manejarse sugiriendo la imposición de delirantes controles que suenan más a leguleyadas evidentemente inaplicables, como exigir la identificación documentada a los encuestados. El saludable retroceso del Jurado Nacional de Elecciones, en su pretensión de reglamentar las encuestas nos da la razón.
Paralelamente a estos hechos, una revista de circulación nacional arremetió contra un integrante de la plancha presidencial de Perú Posible, acusándolo de vínculos con el narcotráfico. En ese sentido, es tan cuestionable que los medios de comunicación no denuncien un hecho doloso cuando tienen la información necesaria para hacerlo, como hacerlo no sólo sin pruebas sino distorsionando hasta el absurdo lo poco que tienen. En este caso, lo único cierto es que la enorme equivocación de esa publicación, sólo ha producido un halo de desconcierto y, si se quiere, ha limitado la posibilidad de una investigación más seria. Esto último es gravísimo, porque indicios cada vez más fuertes señalan que las vinculaciones entre el narcotráfico y los políticos de nuestro país son una caja de Pandora que, compresiblemente, nadie atina a abrir.
desco Opina / 18 de febrero de 2011
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